martes, 22 de septiembre de 2020

REFLEXIONES SOBRE LA CONCIENCIA.

 





Lo que nos lleva a entrar en esa suerte de territorio vedado que es la plenitud de la conciencia son los errores que cometemos en la vida, son las dificultades por las que atravesamos y de las que estamos impelidos a salir con mayor o menor acierto, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor solidaridad de quienes nos rodean. Son, en definitiva, las experiencias que nos ponen a prueba las que nos obligan a “caer en la cuenta”, lo que no equivale sino a la conciencia; esas que nos obligan a vencerlas o a salir renqueantes de ellas, victoriosos o malparados. Nuestra conciencia se forja, pues, en las dificultades, en los errores, en las pruebas a que nos somete la vida, los cuales nos inducen y conducen a ella descubriéndonos todo un territorio de umbría o deslumbramiento por explorar, a través de la reflexión. La capacidad de respuesta y el acierto para conducirnos por ella dependen de cada uno, de nuestros principios y valores morales, de nuestra persistencia en la indagación. Somos, créanme, nuestra conciencia. La conciencia de lo que somos. Lo que nos golpea con dureza es el aldabonazo que nos despierta o nos deja sonados, como a boxeador noqueado, y nos pone en alerta, esto es, nos predispone para introducirnos en el territorio secreto de la conciencia y en los claroscuros que la constituyen o la pueblan. No hay nada que te identifique más contigo mismo que tu conciencia y has de saber que si eres como ser individual es por tu conciencia, que es solo tuya y de nadie más. Tú no puedes justificar tus actos basándote en la conducta de los demás, porque cada uno es hijo de sus actos y no de los actos de los demás. Por eso no puedes amordazar tu conciencia, ni acallarla, ni silenciarla, ni tampoco anestesiarla para que no te moleste. Ella estará siempre ahí, como el Pepito Grillo que alerta a Pinocho de su erróneo proceder con tan equivocadas compañías.

 



Cuando no se quiere oír, cuando estorba y molesta, la conciencia puede llegar a ser insoportable por su insistencia y su terquedad. Pero no te puedes despojar de ella, porque ella eres tú mismo. No puede dejar de ser luz e iluminar nuestra existencia, ni puede dejar de marcarnos el camino. En el final de la vida, lo que escapa de nosotros, con nuestro espíritu o la energía que fuimos, es la conciencia. Ella y el amor que fuimos capaces de dar son los que han de rendir cuentas de cuanto fuimos: el saldo que nos queda antes de entrar en la Eternidad.


                                                                         José Antonio Sáez Fernández.

miércoles, 26 de agosto de 2020

PUEBLO INDOMABLE

 

 



Pueblo indomable, amalgama de tribus en conflicto, gentes de los valles y la alta montaña, de los campos y los ríos, de los pueblos y las ciudades que miran al norte o bajan hacia el sur… Eh tú, el que camina como si nada ni nadie pudiera detenerlo o ponerle freno, el que arrasa con todo por donde pasa, aunque lleva sobre la frente, impresa, la palabra “libertad” y en sus manos la pancarta: “No hay costumbre más sana/ que hacer lo que te dé la real gana”. La metafísica de la real gana. “De cada diez cerebros españoles, decía el bueno de don Antonio, nueve embisten y uno piensa”. “Oiga, oiga, respéteme, que yo tengo mis derechos”. 

Ahora que nadie te ve, y aunque te vea, qué más da, arroja al suelo la gasa, la mascarilla, la bolsa, el papel que te incomoda en las manos como ascua ardiente que quemara, los restos de la fruta, la botella vacía o deja sobre la acera las cacas de tu perro para que las aplaste el pie de otro. Preciosas plantas las de tu jardín, si bien las hojas secas de tu bugambilia van a la puerta del vecino. Tú que en las noches de verano, bebes, ríes y bromeas hasta rayar el alba, aun a sabiendas de que a tu alrededor hay gentes que se levantan al amanecer para ir a trabajar; eres el que grita, vocea y se rebela cuando alguien lo llama al orden. Amigo que no te molestas en depositar tu bolsa de basura en el interior del contenedor, sino que la abrigas junto a él para que vengan los animales hambrientos a expandir los restos por los alrededores. ¿En qué piensas, tú que contaminas el aire, el agua y los campos, tú que cortas los árboles o quiebras el frágil tronco de los recién plantados, tú que disparas o arrojas piedras sobre el cristal de las farolas y sus bombillas, o tú que por las noches bajas a cortar las rosas del jardín público para ponerlas en un hermoso jarrón que alegre tu casa?




Eh, amigo, si tú, el de la real gana, ese que desprecia lo que es común, lo que nos pertenece y disfrutamos todos, porque está resentido o porque se considera con derecho a la impunidad de sus actos: examina tu proceder y ve si queda algún resto de conciencia en tu interior, si aún sabes apreciar el respeto que te deben y el que tú debes a los demás, porque vives en sociedad y hay muchos que hacen mucho por ti, y sufren además las consecuencias de tus actos. Y disculpa, si te parezco entrometido. Mira que voy siempre en son de paz.


                                                 José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 4 de julio de 2020

DEFENSA DE CABO DE GATA.





                                                                                  A la memoria de José Ángel Valente

Bajan hasta el mar las calvas sierras como si de un animal sediento y extenuado se tratase; aún más: como si el animal se desplomara justo en su encuentro con las aguas y se entregase a ellas, o como si dijese: “Hasta aquí he llegado, por fin, no hay más, no puedo más y me abandono”. He aquí el límite del infierno o del paraíso, lo ignoro. Esta lengua de siete leguas, esta arena que arde, este fuego que sale de la tierra rojiza no es sino la lava de los apagados volcanes que un día vomitaron sus erupciones sobres las laderas de las montañas. Y las pitas que exhiben sus enhiestos falos, ¿a quién pretenden escandalizar, sino al cielo protector que las encubre? Las alondras de Dupont quedaron cegadas por la luz inmisericorde y despiadada que quemó sus ojos y son cada vez más raras entre las zarzas ardientes que aguardan el chamán que las conjure. La foca monje, que entre las rocas y los farallones de espuma se ocultara, como acaso las sirenas que alguien creyó ver nadando al solaz de las aguas, exhibió aquí su coquetería femenina hasta extinguirse. Quizá todo se extinga en el lugar, menos la franja del mar o el desierto que permanecen en un frágil equilibrio a punto de ser devorado por la mano devastadora que empuña la piedra inerte. Esta belleza bien pudiera resultar desoladora si no fuera por la cadenciosa armonía de las formas y los colores, las brisas y los vientos que circundan el recinto desnudo que cautiva, pues liberas el espíritu y él va como a tu deriva, llevándote de acá para allá o en círculos, antojadiza y caprichosamente, hacia ninguna parte que no sea la embriaguez, el aturdimiento, la danza del derviche giróvago, la ceniza del infortunio que derramas sobre tus cabellos mojados. ¿Qué demencia es esta? ¿Qué desmesura? ¿Y quién osa lanzar esta afrenta? Caballitos de mar arrastran la cuadriga de Neptuno, el de afilado tridente, hacia un trono de algas marinas y corales donde son felices las criaturas que habitan semejante espacio. El mar es una franja de azul intenso, un topacio cuyo fulgor penetra hondamente en el interior, como la daga que atraviesa el alma enamorada de quien contempla; una piedra preciosa cuya extensión se aleja de la tumba, con que el fuego de la tierra ardiente, intenta seducirlo brindándole sus ágatas. He aquí el desierto licuado, la bebida que quema la garganta, el corazón del aire y las últimas aves que hierven en la ascesis.
                                             
                                                                           
                                                                                   José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 9 de mayo de 2020

LA LUCHA CON EL ÁNGEL O EL COMBATE CON LAS PALABRAS.







La contemplación mental, que no visual, va más allá de las palabras y el entendimiento resulta ser más largo que ellas. Te esfuerzas por hacer explicable lo inexplicable, pero sólo consigues aproximarte; nunca abarcas la experiencia absoluta que abre el conocimiento a lo recóndito. Tu lucha titánica está con las palabras que, paradójicamente, son también fruto del entendimiento; mas, fruto limitado. En abrir el armazón de las palabras está el secreto, en descascararlas, en desconcharlas para hacer transparente la luz cegadora de su significación plena, que coincide con el absoluto y se muestra, pleno, en su interior. Pero quizá no dependa tanto de ti como de ellas, de que ellas se abran a ti y deseen serte reveladas. Las palabras están revestidas de una opacidad exterior que guarda en su interior la claridad desveladora de su esencia y su sustancia. No todos están preparados para recibir la sacudida del interior de las palabras, de su esencia, y se quedan en su exterior, en el envoltorio que las recubre, entre las diversas capas sucesivas que las revisten y encubren su significación plena, que es la revelación. Hay que batirse el cobre con las palabras, luchar contra su hermetismo, porque su más hondo discernimiento está protegido bajo un barniz externo. La mayoría de las personas se conforman con tener acceso a la superficie de las palabras, deslumbradas por su brillo de piedras preciosas; pero su significación plena está oculta y sólo acceden a ella quienes persisten en su empeño; de manera que, amándolas, asumen su sacralidad y hacen de la causa de su desentrañamiento, el objetivo primordial de sus vidas, la mortificación de sus esfuerzos sometidos al ascetismo del entendimiento, al vaciamiento y la humildad de la desposesión, al desprendimiento y la disposición de las capacidades.



                                                                         José Antonio Sáez Fernández.


Ilustración: "La lucha de Jacob con el ángel", de Alexander L. Leloir, 1985. Óleo sobre lienzo. Museo Roger-Quilliot.

lunes, 27 de abril de 2020

EN CAÍDA LIBRE.







Cuando un cuerpo está en caída libre, la ley de la gravedad y la inercia lo atraen hasta que choca con la dura tierra que lo aguarda desde el origen para reiniciar el ciclo de la vida. Así los seres humanos que no cesan de desgastarse, consumidos día a día, hora a hora, minuto a minuto por el tiempo devastador. Se nos va la vida como se va el agua por el desagüe. He ahí el desplome de las criaturas todas en la abducción de la caída que no cesa, de la tierra que imanta y convierte en fermento cuanto ser deposita su aliento en ella. He ahí esa lenta agonía, ese sabernos en caída libre hasta el último choque, hasta el estruendo horrísono de la hecatombe, hasta el choque de cuerpos que se encuentran y, enfrentados, sucumben el uno en el otro y el otro en el uno, fundiéndose, desintegrándose. He ahí el descendimiento y la cámara que ralentiza la caída de la hoja desde la rama más alta del árbol generoso, abundante en frutos y pájaros que entre sus ramas se cobijan. He ahí el picado y su contra picado. Acércate al charco y siente la putrefacción de las hojas que se hicieron en volandas a la caída. Y ve a los que lloran, postrados a los pies del madero, sosteniendo el cuerpo exánime del rey de la caída, el que cayó tres veces y reinició su camino hasta el lugar donde estaba convocado. 





Tú que naciste para volar, aprendiste que tu vuelo es en caída libre, que lo tuyo es caer y levantarte mientras puedas, para remontar el vuelo. Pero, lo tuyo es caer. Caer, no lo olvides. Aunque te veas izado en el aire, alzado como un estandarte en la batalla de la vida, sabe que tú estás llamado a la caída y, una vez en tierra, a la putrefacción que ha de nutrirla. No eres más que el caído, el descendido, el bajado, el recogido y recostado. Y bien lo sabes, porque a veces planeas u oteas desde arriba tu propia caída.



                                                                       José Antonio Sáez Fernández.



jueves, 23 de abril de 2020

LA EXPERIENCIA DEL DOLOR EN LA POESÍA DE EZEQUÍAS BLANCO.







Ezequías Blanco: Tierra de Luz Blanda, Prólogo de Enrique Gracia Trinidad, Madrid, Los Libros del Mississippi (Col. Poesía, 11), 2020.


   En ocasiones, el devenir existencial suele llevarnos a todos ante una situación que pone a prueba nuestra capacidad de superación de obstáculos que, en apariencia, nos parecían difícilmente superables. Una de esas situaciones, que nos ubican en esos casi, para muchos, inexplorados límites; bien pudiera estar vinculada a la salud y nos ubica en un hospital, afrontando la experiencia de una operación quirúrgica difícil de asumir. La enfermedad o el dolor nos adentran en un territorio abisal donde el miedo y los temores suelen provocar un sufrimiento añadido.
   El tema de la experiencia hospitalaria, unido al de una operación quirúrgica, no es la primera vez que aparece hermanado con la poesía (recuérdese, por ejemplo, el poemario Trasmundo, de Ángel García López) y es también el que el escritor Ezequías Blanco (Paladinos del Valle, Zamora, 1952) ha querido afrontar en su último libro, Tierra de Luz Blanda. En los textos poéticos que conforman íntegramente el volumen, el escritor zamorano residente en Getafe, conocido tanto por su obra literaria bien contrastada, como por su labor al frente de la revista “Cuadernos del Matemático” y otras empresas socioculturales afronta, con un coraje digno de encomio, el reto de poetizar una experiencia que, en principio, podíamos considerar si favorece poco o mucho, el grado de su poetización. Creo, en principio, que no todos los poetas seríamos o somos capaces de ello y que el acometer tal empresa, bien pudiera servir de terapia psicológica en aras a vencer las secuelas de una experiencia quirúrgica y hospitalaria. Ardua tarea, sin duda, esa de poetizar una experiencia traumática; si bien es cierto que convertir en literatura la experiencia de los límites, en este o en otros casos similares, siempre supuso un reto y un incentivo para el escritor que se pone a prueba a sí mismo y pone a prueba su suficiencia en ese transgredir las fronteras de lo tan difícilmente literaturizable.





   Ezequías Blanco ha escrito un libro valiente y ha superado con nota el reto que suponía su empeño. Así lo vienen reconociendo crítica y lectores de su poemario Tierra de Luz Blanda, empezando por el prologuista del libro, el poeta Enrique Gracia Trinidad. Dedicado a los doctores que lo atendieron, e introducido por citas de Escribir, de Marguerite Duras, y de Poesía y Cuerpo, de Cecilia E. Collazo, nos encontramos ante un viaje o una experiencia que somatiza líricamente pasos y procesos, intuiciones y circunstancias: desde el quirófano a la anestesia, desde la sala de reanimación al dolor y al gotero en una habitación de hospital, la herida y su drenaje, los calmantes, la cama y las visitas, la enfermera y el andador, los tiempos interminables (especialmente las noches), los miedos y temores en un Paseo por el amor y la muerte: “No había asomado por aquí la muerte/ todavía junto al amor que nace/ y el que se malogró/ en este tierra de luz blanda” (p. 42).       Un viaje necesario que se culmina felizmente, pero que no termina cuando llega el alta, a la cual ha de seguir necesariamente la recuperación. Ya en curso de la misma, el poeta se decide a hacer balance de su experiencia: “Por delante la tristeza y por detrás la niebla. / Y no hace falta ya que muera nadie. / Eso ha sido la vida en esta estancia: / trenes vacíos con estaciones sin destino” –escribe en el poema Balance, p. 45. Noches que siguen al insomnio, paisajes para después de la batalla en los que se comprueba que la vida sigue, el sol sale cada día y los árboles visten de hojas sus ramas en un abril que puede llegar a ser el mes más cruel. Así, como quien aprende a caminar de nuevo y halla siempre el auxilio de los bancos que esperan el reposo del cuerpo cansado y dolorido, porque no queda otra que afianzarse en la esperanza, acertando a ver la vida como la maravilla que es: como una oportunidad para ser vivida.


   El poeta zamorano nos ha legado un libro existencial y valiente, que es expresión de una experiencia realmente difícil y dolorosa; pues no en vano el dolor puede llegar a considerarse como una de las mayores y más complejas experiencias. De ahí que el poeta se pregunte si habrá un día en que el dolor se aplaque, aunque sabe que “Breve es el tiempo de quien sufre” y que “La música del vuelo está perdida.                

                               
                    José Antonio Sáez Fernández.





martes, 21 de abril de 2020

CATÁBASIS O DESCENSUS AD INFEROS.







¡Qué misterio insondable se oculta en el interior de los seres humanos! Por mucho que intentes penetrar en el corazón, en el alma humana, no conseguirás hacer grandes progresos, incluso si a quien pretendes llegar se abre a ti. Las motivaciones últimas de la conducta humana son, a menudo, insondables; tanto para quien pretende acceder a ese lugar inefable como para quien desea hacer explícita su intimidad. Porque desde el mismo instante en que alguien se decide a exteriorizar esas motivaciones o intenta justificarlas, sólo se queda en eso y el resultado resulta tan inverosímil como vano, voluble o antojadizo para quien lo intenta y suele descarriar en el camino. Seguramente no encontramos justificación a las motivaciones últimas del alma y la conducta humanas. Puede que solo haya una vía de acceso a ese abismo insondable, a esa bajada a los infiernos, cuyo conocimiento provoca tanto desasosiego, tanto desconcierto y tanta desazón a quien logra descender hasta allí. Esa bajada tiene una sola vía de acceso y es personal e intransferible: la tuya, desde ti mismo hacia ti mismo. Es un viaje de inciertos logros que atemoriza y amenaza con la demencia a quien se atreve a intentarlo, tal es el descubrimiento de la lucidez y lo indigerible de los hallazgos. Los fantasmas de la conciencia que se manifiestan en tal descenso ad inferos atormentan desde el inconsciente al ser consciente y no le permiten ubicarse en un estado normal de consciencia, de realidad o de más o menos normalidad. No pocos se decidieron a acceder a ese territorio hermético a través del alcohol o distintos tipos de estupefacientes y fueron presa del desasosiego permanente, si no de la locura; incapacitándose a sí mismos para la convivencia o la sociabilidad con sus semejantes.






   Si hay algo que caracteriza a ese espacio del alma humana es su hermetismo, su blindaje, su opacidad amurallada, su caparazón acorazado. Nadie que logre asomarse a ese abismo sale indemne de su osadía, ni nadie que haya sido capaz de descender allí o adentrarse en él, siquiera sea mínimamente, no queda afectado de por vida. La lucidez se paga, pues, muy cara. Su carga es demasiado pesada para la endeble, indefensa y desamparada corporeidad que nos reviste. Territorio ignoto de todos los abismos, viaje que conduce con demasiada frecuencia al extravío.                            


                                                                    José Antonio Sáez Fernández.





martes, 7 de abril de 2020

AUTE, EL JUGLAR MELANCÓLICO.








   El cantautor Luis Eduardo Aute ha sido un buque insignia para mi generación y puede que para algunas más. Nadie como él supo conectar con los anhelos de los jóvenes españoles de los setenta y los ochenta, quienes vivieron la agonía del franquismo y la llegada de la democracia como la conquista de la tierra prometida, tan largamente esperada. Aute canta y parece que susurra y sugiere a la par. Nunca estridente. Es un poeta que canta, un juglar melancólico que tiñe de melancolía cuanto expresa. Y es un desarraigado, un desgarrado, un expatriado, un herido de amor muy lastimado. También de libertad y de belleza. Le dolió su país y se refugió en el amor, en la amistad, en la música y en el arte. En la belleza, en definitiva, a la que aspiraba; sabiéndose humano, falible y mortal. Su imagen misma era la de una generación inadaptada, rebelde y contestaría desde postulados nunca violentos, pero sí de rechazo; de una especie de rechazo autodestructivo que plasmaba a través de la melancolía y la indeclinable tristeza de sus textos y sus cuadros, engendrados por una suerte de incapacidad o de frustración ante la consciencia de no poder cambiar el mundo. 
   También el amor puede resultar una experiencia de aniquilamiento personal, un proceso de autoafirmación destructiva en cuanto los amantes disuelven su más íntimo ser en la conjunción con el otro. Ese perpetuo estado de desazón que deviene en melancolía y autodestrucción, reflejada esta última también en su pintura, junto a la rebeldía, lo convirtieron en emblema para los jóvenes de los años setenta y ochenta, como digo. Fue un juglar no acomodaticio que molestaba y suscitaba desconfianza o prevención en amplios sectores de los poderes públicos de entonces. Del mismo modo, fue un ser libre, en un país donde no todo el mundo entiende ni respeta la libertad del otro. La figura de Luis Eduarte Aute es la radiografía emocional de varias generaciones de jóvenes españoles, de sus anhelos y aspiraciones en la España de la transición. 





   Lo que lo diferenció de otros cantautores está a la vista: de unos, la canción protesta de cariz político-reivindicativo; de otros, el carácter intrínsecamente urbano de su temática. Puede que Aute tuviera algo de los dos grupos, pues fue un subvertidor de valores y emociones. Su personalidad y su singularidad son incuestionables, junto al intimismo, de raíz inconformista, en sus creaciones literarias, musicales o pictóricas. Intimismo, pues, junto a rebeldía, elegancia estética y melancolía, se dan la mano en un artista indiscutible de la España actual que, en sus concomitancias culturalistas, entronca con la poesía española de los setenta, la de los novísimos; por ejemplo, en lo que a sus referencias cinematográficas se refiere. Mientras que, en sus tintes filosóficos, no deja ser un existencialista pasional que consumía sus cigarrillos con voracidad.


                                                                        José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 30 de marzo de 2020

INTIMISMO POÉTICO Y EFICACIA COMUNICATIVA.








   El poeta Antonio Pérez Roldán (Nueva Carteya, Córdoba, 1945), residente en Tarrasa, codirector allí, con el almeriense Francisco Lucio, de la colección de poesía “Alandar”; es autor de varios libros de poemas, aforismos y cuentos, todos ellos publicados entre los años 1992 y 2017. Su última obra editada, aparecida en estos últimos meses, lleva por título “Señales de uno”. Se trata de unos textos que fueron escritos entre 2007 y 2011, de una poesía depurada, quintaesenciada, diría yo, como si de un alquimista o un destilador de enjundiosos licores se tratara. El lenguaje se hace aquí enormemente efectivo y eficaz, a la par que significativo, pues nada sobra ni falta en el verso ni en el poema. Todo ello hace de ésta una poesía ágil, ligera, que va de vuelo. Nada hay que distraiga al lector, nada que lo desvíe de la senda trazada en la escritura por el poeta, quien conduce a ambos (lector y texto) con economía de elementos y esencialidad. Poesía intimista, sin duda, y profundamente reflexiva, que sitúa al hombre y al poeta ante sí mismo y ante los problemas o interrogantes vitales que acosan al ser humano; especialmente aquí, el paso del tiempo y la muerte.
   El lector atento hallará en estos versos un acentuado aliento que se debate entre una tan profunda como lejana tristeza y la melancolía; correlatos del dolor y el desgaste de vivir, de haber luchado y haberse dejado la piel en el intento; esto es, en el camino de la vida. Nada es en balde, nada ocurre o sucede en balde: la superación de las condiciones adversas, incluidas las de desarraigo y la edad, no pasan sino dejando factura y al guerrero seriamente herido. Esa herida es la que respira en los poemas de “Señales de uno”, donde la soledad y la escritura del poema, incluso a altas horas de la noche o ya en la madrugada, parecen requerirse mutuamente desde el insomnio. Un cierto desencanto se aprecia también en estos textos ante el balance que se extrae de la experiencia del vivir.



   Diría que el poeta Antonio Pérez Roldán siente la urgente necesidad de dejar testimonio del sentido agónico, unamuniano de la vida y de dar fe de ella, para que no todo sea pasto del olvido y algo quede así en la memoria de sus contemporáneos; dar testimonio, digo, de algunas de las preocupaciones que, en gran medida, han requerido de sus afanes y desvelos en su pasar por este mundo. Y ello sucede cuando se tiene la clara conciencia del esfuerzo, del sacrificio, de la entrega y superación que la existencia humana requiere. No se hacen señales en la noche sino para advertir de que estamos aquí, en radical soledad, insomnes ante el dolor, el paso del tiempo y la muerte. Luminarias, señales en la noche, bengalas que lentamente se consumen por si alguien las avista y recoge, con amor, la honda verdad que ellas representan. En su lucha con las palabras, el poeta las desnuda para extraer de ellas su sentido primigenio y verdadero; se desnuda igualmente a sí mismo para presentar ante el lector su más honda y genuina verdad, que es también nuestra más honda y genuina verdad: lo esencial humano.


                                                                José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 7 de marzo de 2020

ESENCIAS DE "GADEA".




      Dejo aquí la quintaesencia depurada de lo que las sucesivas lecturas de “Gadea”, poemario de Domingo Nicolás que mereciera el premio nacional de poesía Rafael Morales en 2008, han ido posando sobre mi espíritu, lo que ellas me han sugerido para que yo pueda dejar fluir este torrente verbal que sigue.


       A “Gadea” hay que ir desde el silencio, porque se trata de un territorio de silencio. Para internarse en este poemario, el lector ha de despojarse de ataduras y prejuicios e ir dispuesto a dejarse cautivar por el alumbramiento y el deslumbramiento; porque “Gadea” es un territorio interior, una desusada conquista de los claros del bosque. Si tú, lector, no estás dispuesto a adentrarte en el mutismo para escuchar su elocuencia, mejor sería intentarlo en otro momento, en un cambio de disposición anímica. Este devocionario, este libro de horas te hará desembocar en una geografía inusitada, en un mar de aguas tranquilas y en el lago que espejea como el alma herida de amor que, en este bosque en llamas, se consume entre el sosiego y el desasosiego, la certeza mayor y la menor incertidumbre. 

   “Gadea” es, sin duda, el poeta ciego que se mueve entre algunas certezas, aquel que se deja subyugar por el brillo de las piedras luminiscentes en la noche y para el que la opacidad no es sino travesía. De su mano se deshacen las tinieblas y la aurora llega con su florido carruaje a celebrar los esponsales del espíritu. Ve despacio, condúcete con cautela por este territorio lírico de ecos y de cautivadora música. Al poeta se le ha soltado la lengua y ha aflojado las correas que le ataban al mundo para estallar en un parto de palabras que son acordes bien avenidos. ¡Y qué afinado suena este feliz instrumento! Pareciera inspirado por un desconocido instructor que ha señalado al poeta como depositario de la revelación contenida en este discurso monacal de meditación, donde el flujo de conciencia se derrama sobre los textos con desusado encaje. “Gadea” es mística y es dolor, porque en ocasiones el dolor puede seguir un curso ascendente y toparse de golpe con los gozos del espíritu. Es, por tanto, una ascensión, un estado de ascesis que, partiendo de la realidad subrepticia, desemboca en el ancho mar de la elocuencia y la palabra revelada. Es el poeta quien habla, pero hay otro aliento que envuelve netamente el suyo hasta entrar en bodas con él, así como en los tres grandes poemas de San Juan de la Cruz. 

   “Gadea” es un libro de horas, esto es, un libro de meditación, de oración en la soledad del amor herido por los zarandeos y las sacudidas del vivir. El libro de la mansedumbre de los pacíficos, de los que han encontrado el río vadeable de las aguas tranquilas; el de los misericordiosos: un libro de paz, de serenidad, de perdón y de reconciliación. Es la depuración y es la esencia que sigue al despojamiento, y es también la extenuación final que sigue al colosal esfuerzo. 
   Ven, ahora, a este canto acordado y a esta sinfonía, a este concierto místico, a esta aleluya coral. Ven sin prejuicios y sin prisas. Degusta este licor tan exquisito al paladar, pero cuida que vengas a caer en la sustancia. “Gadea” es el discurso del enamorado, sin trampa ni cartón, y como tal, posee su código secreto; por lo cual necesitas conocer las claves, descifrar este lenguaje cifrado en amor y por amor, en el dolor y por el dolor de toda una vida. Te conmoverá y te zarandeará. Te hablará como un susurro que va directamente a los oídos del espíritu. Hallarás en él un cántico de las criaturas; pues los árboles y los pájaros, las flores, las aguas y hasta el ventalle de los cedros se pasean por los textos que lo constituyen. No encontrarás estridencias ni disonancias en él: todo está dicho en un tono discreto, sin ruido. Una voz y un susurro que nace de las altas horas de la noche, esas que rondan la madrugada que se confunde con ellas; pues busca la soledad y el apartamiento reveladores. Es la voz del poeta Domingo Nicolás que, con “Gadea” alcanza la cima de su quehacer poético. Una obra para ser leída allá donde fue concebida: en el Valle de los Naranjos de Pechina, donde vive y habita el poeta. En los atardeceres, el sol es un ascua de oro, una oblea esplendente, y el aire transporta en sus ondas los aromas perfumados del azahar. 



Sin embargo, a pesar de sus concomitancias místicas, “Gadea” no es sólo un libro en el aire; sino que lo es también, y mucho, un libro muy anclado a la tierra y muy enraizado en el mar cercano que se intuye: todo un panteísmo y una glorificación del silencio fecundo del desierto almeriense y de sus oasis. Asiste a su bonanza, pues se desliza por las corrientes cálidas del aire para emprender el vuelo. Desde su retiro espiritual, casi monástico, Domingo Nicolás nos lleva de la mano y nos descubre sus secretos mejor guardados, que son los de su alma. Para mí es un libro de libros que, en su gestación, no tuvo otras pretensiones que las de la humildad y el enfrentamiento con la propia verdad desnuda. Y como tal, es un libro íntimo que te convierte en confidente de su delicadeza y hondura; una de esas obras en las que no puedes bucear sino con pudor ante el despojamiento y la autenticidad que manifiestan, como quien se atreve a penetrar en un territorio hasta entonces nunca habitado.

Con “Gadea” navegas entre la pleamar y la bajamar por un mar de aguas tranquilas, dejándote anegar por ellas, y, cubriéndote el agua hasta la cintura, braceas en el aire. Sus versos tienen la levedad y el vuelo del haikú, desde donde planean hasta hacerse a un espacio con guiños cinematográficos a Humberto Eco y a Miguel Delibes; esto es: “El nombre de la rosa” y “Los santos inocentes”, la música de Beethoven y el poeta granadino Luis Rosales, a quien no niega y de quien no reniega. Domingo Nicolás balbucea en “Gadea” y cae en una suerte de borrachera locuaz por la que se desliza él mismo y este libro de preces, este devocionario, este libro de horas que es su poemario, monacal y franciscano. El poeta se hace niño y anida, de nuevo, en el desamparo. Regresa a la posguerra, adivina el hambre y la crueldad del mundo para hacerse en el hijo y poner en sus manos la parte que le toca del oasis de la belleza, en el Valle de los Naranjos, donde se pierden los ojos interiores que van de vuelo.


                                                      José Antonio Sáez Fernández.
                                                       



domingo, 26 de enero de 2020

EL ESTADO DE LUCIDEZ.






Si te ha sobrevenido la experiencia de la lucidez, bien haya sido perseguida o no por ti durante mucho tiempo, y tras la larga noche que asiste a los seres humanos; verás y entenderás que a menudo llega tras una conmoción o tras una sacudida que hiere hasta lo más íntimo de tu ser y te hace despertar de un inmemorial letargo. Puede que no sea más que un abrir los ojos a la conciencia adormecida o embrutecida por tu misma experiencia de la vida. La lucidez es un estado de gracia que va acompañado de una extensa y brutal soledad, la cual es percibida como un sacudimiento y puede llegar a agobiar seriamente a quien la percibe si no se es capaz de encajarla, porque ves lo que nadie parece ver y te hace sentir extraño en medio de los otros. Y es que dejan de preocuparte sus preocupaciones, que te parecen livianas o faltas de sentido y te es prácticamente imposible abrir los ojos de los demás, aunque te empeñes seriamente en ello. La lucidez no te hace feliz porque no puedes impedir que tus semejantes, que parecen ubicarse en la felicidad o en la desgracia, se dirijan previsoramente hacia lo imprevisto por ellos e intuido por ti como una especie de vibración anímica y hasta sensorial. Se trata de una suerte de clarividencia o apertura del entendimiento, que se esclarece o se percibe como de una luz sobrevenida que te lleva a entender lo que tus semejantes ni se plantean, porque entre otras razones no entra en su área de percepción. Así es que, a menudo, la lucidez puede proporcionarte más desasosiego que sosiego, más soledad que compañía, más desazón que paz, más angustia que tranquilidad. No haces nada especial para que te sobrevenga, más bien puede que la experimentes como una especie de desazón, antes de que se abra camino en tu percepción de la realidad o en tu intuición de lo que haya de suceder. Una vez que surge en ti este estado de gracia o de desgracia, según quiera o desee considerarse, puede que no se retire y te acompañe hasta el último día de tu vida, habiéndote hecho parecer raro o extravagante, tanto por tus dichos como por tus actuaciones, ante tus semejantes. En la lucidez está tu suerte o tu infortunio, la experiencia de tu radical soledad o el reconocimiento, por parte de unos pocos, de esa rara forma de percepción que te asiste.


                                                                        José Antonio Sáez Fernández.
                                                                                                Enero de 2020.