sábado, 2 de noviembre de 2019

DEJEMOS HABLAR A SÉNECA.









Frente a tanta palabrería hueca, frente a tantos reclamos que nos llegan, frente a tantos embaucadores, tantos mercaderes y charlatanes que pregonan las ventajas de su mercancía en la plaza ante los incautos; la palabra sobria y verdadera del filósofo cordobés Lucio Anneo Séneca destella con brillo de diamante. Sus "Epístolas morales a Lucilio", su amigo, constituyen un verdadero pozo de sabiduría que continúa muy vigente en nuestros días. Lean despacio el fragmento que sigue:




   "Pregúntate a ti mismo: «¿acaso no me angustio y entristezco sin motivo y forjo un mal donde no lo hay?». «¿Cómo», preguntas, «conoceré si son ficticias o reales las causas de mi angustia?». Aquí tienes la norma que regula esta cuestión: o nos atormenta el presente, o el futuro, o ambos a la vez. Sobre el presente el juicio resulta fácil: si tu cuerpo está expedito y sano y no sientes aflicción alguna a causa de una ofensa, veremos lo que puede acontecer mañana: el día de hoy no presenta problema alguno.
«Pero, con todo, se presentará». Examina primero si hay indicios seguros del mal venidero, porque a menudo nos angustian las suspicacias y nos engaña aquel mismo rumor que suele acabar con ejércitos enteros y, mucho más, con los individuos. Así es, querido Lucilio: fácilmente nos sumamos a la opinión pública; no sometemos a crítica los motivos que nos impulsan al miedo, ni los ponemos en claro, sino que temblamos y volvemos las espaldas como aquellos soldados a quienes el polvo levantado por los rebaños, en su huida, ahuyentó del campamento o a quienes atemorizó algún rumor esparcido sin fundamento.
   No sé por qué los males ficticios causan mayor turbación; de hecho, los verdaderos tienen su propia medida: cuanto es producto de la incertidumbre se relega a la conjetura y a la fantasía del espíritu atemorizado. Por ello, ningunos son tan perniciosos ni tan irremediables como los temores del que tiene pánico, pues los demás surgen por falta de reflexión, éstos por inhibición de la mente.
   Así, pues, investiguemos cuidadosamente la cuestión. Es verosímil que se produzca algún mal, pero no es todavía una realidad. ¡Cuántos males vienen sin esperarlos! ¡cuántos que se esperaban no se produjeron en parte alguna!




   Aun cuando alguno tenga que venir, ¿de qué sirve adelantarse al propio dolor? Con suficiente prontitud te dolerás, cuando llegue; mientras tanto augúrate una suerte mejor. ¿Qué ventaja sacarás? El tiempo. Podrán interponerse muchas circunstancias que determinen que el peligro próximo o casi inminente se detenga, desaparezca o venga a dar sobre cabeza ajena. Incendio hubo que abrió camino a la huida, a algunos un derrumbamiento los dejó suavemente en el suelo, alguna vez fue retirada la espada de la misma cerviz del reo; hubo quien sobrevivió a su verdugo. La mala fortuna tiene también sus caprichos. Tal vez será, tal vez no será; por el momento no es. Ten en la mente una suerte mejor. En ocasiones, sin que haya señales manifiestas que presagien desgracia alguna, el espíritu se crea falsas imágenes: o bien interpreta en peor sentido una palabra de significación dudosa, o bien imagina la ofensa, recibida de otro, mayor de lo que es, no considerando lo airado que está el ofensor, sino la licencia que se pueda tomar el que está airado. Mas no existe razón alguna para vivir, ni límite posible en las desgracias, si uno teme cuanto es susceptible de temor: es ahora cuando aprovecha la prudencia, ahora cuando hay que rechazar hasta el miedo claramente justificado con todo el vigor del alma; pero si no, combate un defecto con otro y modera el miedo con la esperanza. Por muy cierto que sea alguno de los males que tememos, es más cierto aún que los temores se calman y que las esperanzas nos defraudan. Por lo tanto, sopesa la esperanza y el temor, y siempre que la decisión sea del todo dudosa, decídete en tu favor: confía en lo que más te agrade. Aun cuando el miedo consiguiere más votos, inclínate no menos del lado contrario, deja de angustiarte y recuerda constantemente esta idea: que la mayor parte de los humanos se exasperan e inquietan, por más que no sufran mal alguno ni con seguridad lo vayan a sufrir".


(Lucio Anneo Séneca: Epístolas morales a Lucilio, Libro II, Epístola 13, fragmento).



domingo, 27 de octubre de 2019

EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO.








   Vi llegar a lo lejos a un hombre que venía a pie por el camino serpenteante que lleva a nuestra hacienda y, a pesar de mi vista cansada y mi visión borrosa, no me cupo duda de quién se trataba. En seguida noté cómo se agolpaba la sangre en mi corazón, que daba saltos en mi pecho, y comencé a gritar el nombre de mi padre para que acudiese a mi llamada con urgencia: “¡Padre, padre, –le dije, con la respiración entrecortada-, tu hijo, mi hermano, aquél que te exigió la parte de la herencia que le correspondía y nos abandonó, regresa! Dirige tu mirada a quien se acerca por el camino polvoriento que lo trae a tu casa y nos lo devuelve”. No cabía en sí de gozo mi anciano padre, quien a sus muchos años apenas podía ver ya, y entrecortadamente, balbuciendo palabras inconexas, me dijo: “¡Rápido, hijo mío, ordena a los criados que maten el mejor y más tierno cordero guardado en el aprisco y que preparen la mesa para celebrar una gran fiesta; pues tu hermano regresa para alegrar los últimos días de su padre! Preparad agua caliente para que pueda asearse y disponed las mejores ropas que distingan a mi hijo, porque quien andaba perdido ha sido recuperado. Obedecí en seguida sus requerimientos y me apresuré a cumplirlos. 


   Cuando llegó ante su presencia, mi padre se abalanzó sobre él, se abrazó fuertemente a su cuerpo y lo estrechó contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus cansados y apagados ojos. Ignoro cuánto duró aquel abrazo, pero sé que no menos que el mío, ni menos apretado. Al semblante grave de mi hermano, correspondí con palabras de confianza, sin ningún reproche, al igual que no había salido tampoco ninguno de labios de mi anciano padre. Festejamos su regreso como nunca antes hubo celebración alguna en la hacienda. Y cuando nuestro padre llegó el final de sus días, murió en paz y reconfortado por sus dos hijos, pues ambos nos encontrábamos junto a él en su lecho de muerte. Mientras mi hermano acogía su frágil pulso entre las manos, yo cerré sus ojos y recibí su último aliento, como el de un bienaventurado, tal fuera su voluntad. Dimos a la tierra aquello que es de la tierra, el polvo al polvo, las cenizas a las cenizas y a día de hoy, unidas nuestras fuerzas, no cesa de prosperar la hacienda que ensalza la memoria de nuestro amado padre, siempre honrada por sus hijos.

                                                     José Antonio Sáez Fernández.


Ilustraciones: "El regreso del hijo pródigo", por Bartolomé Esteban Murillo.
                       "Abraham e Isaac", por Slava Groshev.


jueves, 24 de octubre de 2019

NUEVAS ESCENAS OTOÑALES.








   Ah, si descubrieras tu corazón y te exhibieras desnudo, aun sin proponértelo, cubriendo sólo con tus brazos la indefensión de tu cuerpo expuesto a la mirada ajena, tal y como viniste al mundo, tal y como fuiste creado. Quedarían al descubierto tus muchos miedos y tu cobardía, la indefensión y la vulnerabilidad de que estás hecho, débil carne amasada en barro. Si no pudieras ocultar tu temor al dolor y a la muerte, al sufrimiento y a las tinieblas eternas que nos atenazan. Di ahora, si te atreves, que no eres el más medroso de los seres, que no tiemblas y tartamudeas, que no se te traba la lengua ni palideces ante la dificultad, y que no eres capaz de llorar o suplicar ayuda, perdón, socorro, indulgencia, alivio... ¿Habrá alguien entre el gentío que observe al ecce homo, se apiade de él y le lance una túnica, un sayal, unos andrajos que cubran su púdica desnudez? He aquí al que se transparenta y no lo ignora, protegido tras una urna de cristal, maniatado con celofán, amordazado y enmudecido con esparadrapo. El que cae tres veces y hasta treinta y tres o ciento tres. ¿Qué Simón de Cirene te ayudará a levantarte? ¿Qué Verónica enjugará tu rostro mientras el gentío vocifera y clama contra ti o guarda un silencio expectante, varón de dolores, vientre de madre atravesado por siete dagas? Sobre el Lugar de la Calavera fuiste alzado en el aire y elevaste los ojos hacia el cielo: "Abba, Padre. En tus manos encomiendo mi espíritu".

                                              
                                                                             José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 12 de octubre de 2019

ESTAMPAS OTOÑALES.






I

Nos ubicamos bajo las ramas de aquel árbol frondoso, a través de las cuales se filtraba la luz cálida de un venerable otoño. Nos cobijamos a su abrigo y elevamos nuestros ojos a lo alto para que aquella luz nos deslumbrara y fue así como se iluminó tu rostro. Agradecí mucho aquella luz ascensional que me impulsaba a ir hacia ella, aunque yo no me sabía digno de los rayos que atravesaban mi costado, y acaso mi corazón entonces; envolviéndolo en esa herida de amor que no se cura. Oí sonar las lánguidas notas de un piano que sonaba límpido y claro en la mañana, como discurre el agua por la acequia que la conduce jovial por su curso sinuoso. Bajo el árbol, y en su tronco, grabamos nuestros nombres en medio de un corazón atravesado; mientras las hojas caían sobre nosotros o a nuestros pies como láminas de oro, zigzagueando en el aire hasta posarse sobre la tierra que las acogía amontonadas o superpuestas, disponiéndolas a fermentar y a pudrirse, estercolando la tierra germinadora.




II

Dispone el acemilero la modesta cabalgadura sobre cuyo plateado lomo ha de erigirse la adamada figura del Maestro y, azuzándola, se dispone a escoltarla con el grupo de sus discípulos y seguidores, los cuales portan palmas y ramas de olivo en sus manos, agitándolas y lanzando vítores a su paso. Rey de qué desposeído reino, exiliado, sin corona ni cetro, sin trono ni corcel sobre el que entrar triunfante en la ciudad, a cuyo alrededor se eterniza el desierto. ¿Qué vestiduras son esas las que viste? ¿Qué sandalias las que calza, nunca repujadas en oro, sino con el polvo de todos los caminos? Nadie ha lavado sus pies. Ninguna mujer ha llorado sobre ellos y los ha enjugado con sus lágrimas. Ni tampoco ha vertido sobre ellos un costoso perfume que escandalice a unos y otros. Tiempo hace que no asea sus largos cabellos, la venerable barba o los rizos que caen sobre sus hombros fornidos y a su espalda. A ambos lados del camino que desemboca en la puerta de entrada a la ciudad se han ido sumando gentes de toda la laya y condición. No cesan de aclamarle como si fuera un rey todopoderoso quien provoca su algazara y regocijo, mientras algunas mujeres arrojan a su paso ramos floridos y pétalos flotando en un agua de rosas. Han acudido a la cita enfermos traídos por familiares y amigos, aguardando el milagro que, dicen, puede ocurrir en cualquier momento: acaso atraigan la atención del Maestro, el rey que va a lomos de una borriquilla azuzada por el acemilero. Algunos curiosos abandonan el gentío que se congrega a las puertas de la ciudad tras comprobar de qué se trata. No va con ellos. Están en otra cosa y, embozados, se pierden por los aledaños como humo que avisa de que está cerca el fuego.

                                                         José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 16 de septiembre de 2019

GOTA FRÍA.



   


   Nunca el ser humano estuvo tan perdido como lo está en la sociedad de nuestros días, una sociedad que lo ha abocado hacia el materialismo, el agnosticismo, el escepticismo y toda clase de ismos que quieran o puedan añadirse. Nos prometieron una sociedad del bienestar, algo así como un cielo en la tierra, a cambio de un salario por nuestro tiempo, trabajar y consumir, gastar y desgastar en una vorágine destructora que nos está devorando y agotando los recursos disponibles en un planeta que agoniza. No estábamos preparados para que filósofos como Nietzsche decretasen la muerte de Dios, ni tampoco para vivir dos guerras mundiales que bordearon el holocausto de la humanidad. En medio del horror y la tragedia desde la que habíamos divisado el lado más oscuro y funesto del ser humano: el del animal o la fiera siniestra y sombría que todos llevamos dentro, con un poder de destrucción sin límites.



   Y en medio de todo, los voceros del Apocalipsis, los falsos profetas y los verdaderos, los iluminados anunciando en la plaza pública el fin del mundo, reclamando la dimensión espiritual del hombre, el amor como única arma capaz de salvar un mundo habitado por seres humanos, con sus ambiciones y sus muchas miserias, con su desvalimiento y su arrogancia, así como con el sesgo de Caín sobre las cejas. Conocimiento, cultura, reflexión, solidaridad y respeto, convivencia, justicia equitativa fueron conceptos barridos por el viento asolador que generaron los campos de concentración y el holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Las ideologías y los líderes políticos, marionetas al fin y al cabo de las multinacionales y del gran capital; las religiones del miedo, el conformismo, la resignación y el sentimiento de culpa no acertaron a conducir a los pueblos y a sus habitantes por las sendas del esfuerzo y el sacrificio, la austeridad y el reparto equitativo de los bienes que procuraran a las gentes una vida digna, acercándolos, sólo en lo posible, a una utópica felicidad por la que habrían de luchar para aproximarse siquiera a ella. No interesaban ya los cerebros pensantes y críticos, sino las ovejas que se dejaban llevar mansamente al matadero. Libertad, sí, pero libertad vigilada, bajo sospecha, dentro del recinto amurallado que propicia el control, bajo cámaras de vigilancia y redes sociales en la era digital: la de internet y los teléfonos móviles. Nada más fácilmente controlable por los ordenadores y las computadoras que el individuo asalariado con derecho a gastar su salario en bienes que habrían de proporcionarle de manera ficticia la felicidad ansiada, las vacaciones, la ilusión de su tiempo vendido al mejor postor, pues había que comer y la maldición bíblica, ya se sabe: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.


   
Algunos dicen que no hay vuelta atrás, que todo está decidido, que suenan las trompetas del Apocalipsis; otros, sin embargo, auguran que el ser humano será capaz de adaptarse a vivir en medio de la violencia, la contaminación y el caos; que para cuando todo eso llegue, ya habremos colonizado un nuevo planeta a donde los más ricos podrán formar colonias humanas y, si acaso, llevarán a ellas a una clase inferior que les hará las faenas que estimen como ingratas o vejatorias. Los últimos resisten y se empecinan en proclamar que la única revolución posible, esa que tenemos pendiente y que ha de salvar a la humanidad doliente y sufriente, es la revolución del amor, la del espíritu: la Era de Acuario.
                                                                                                                        
                          José Antonio Sáez Fernández.








domingo, 1 de septiembre de 2019

DESVARIANDO.







   Urge un rearme moral de la sociedad, una suerte de concienciación general, “un redoble de conciencia”, que diría Blas de Otero, o un regreso a la propia conciencia, libre y crítica, como guía moral de las acciones humanas. Puede que nunca la especie, la sociedad y hasta el mismo planeta corrieran un mayor riesgo que en esta época de incertidumbre y desasosiego. Pareciera que la cordura no ha de regresar al corazón humano sino tras una cruenta experiencia de dolor y, si así fuera, ¿qué nueva catástrofe de dimensiones colosales podría aguardarnos?

   El mundo se ha deslizado por una espiral de vértigo, hemos imprimido a nuestra vida tales cambios y a semejante velocidad que no tenemos tiempo ni oportunidad para adaptarnos a ellos; lo cual nos crea gran inestabilidad emocional y psíquica. Los hombres necesitamos espejos de referencia, espejos donde mirarnos, pero no los tenemos ni podemos reconocernos en la dimensión en 3D que nos proyectan, porque sabemos que todo se equipara con lo virtual y el autoengaño. La política, la economía, la religión, los medios de comunicación, la tecnología y el modo de vida en que hemos entrado no nos proporcionan soluciones, sino más desequilibrio y zozobra.





   En ocasiones, ni siquiera reconocemos, tanto por sus palabras como por sus decisiones o actuaciones, a quienes más cercanos nos son. Puede que hayamos entrado en la jaula de los locos, que nos encontremos ya en una jaula de grillos y estemos todos a punto de perder la cordura, el sentido común, que dicen es el más común de los sentidos. Debemos ralentizar la máquina para que no descarrile, reclamar el sosiego necesario para replantearnos el rumbo de autodestrucción que llevamos, pues vamos fuera de control, a una velocidad de vértigo suicida. Y nosotros estamos por la perpetuación de la vida en el planeta, por la multiplicación, y no por la extinción, de las diversas especies animales y vegetales que lo pueblan y habitan, por la convivencia respetuosa del hombre con su medio…

   Dejemos las estadísticas de desarrollo y productividad aparcadas a un lado y exijamos una apuesta sostenible para los seres vivos que habitan este planeta que se llama Tierra. No pretendemos el suicidio colectivo ni la extinción de ninguna especie, ni tampoco dejar a las nuevas generaciones un planeta estercolero, un inmenso cementerio de aguas, aire y tierra contaminados, sembrado de tumbas y fósiles de una civilización extinta. Detengamos la máquina y parémonos a reflexionar sobre qué estamos haciendo con nuestra vida y nuestro medio natural. Salgamos de esta espiral de autodestrucción en que nos hayamos inmersos.
                                                                
                      
                                                              José Antonio Sáez Fernández.


Nota: Las fotografías son de William Eugene Smith.

domingo, 25 de agosto de 2019

QUE HABLA DE ESPAÑA.





   Ved cuán falto, insulso y menguado es lo que tengo que decir. Aunque os prevengo, no hay de qué, como veréis. Para oír estas palabras no es necesario que os pongáis orejeras ni que redobléis la guardia de vuestra atención. No os caerá un chaparrón ni os sobrevendrá desgracia alguna, a vosotros que poseéis el olfato del husmeador y el oído del lince. 
   Esta tierra de vides, expuesta al sol y cuyos pámpanos ocultan a las manos los racimos de doradas uvas que los rayos del sol hacen traslúcidas, dotándolas de un dulzor inigualable; es tierra de olivares donde el pinar y la encina tienen su refugio y la mies se extiende como una rubia mano de oros, donde caben el trigo, la cebada, el mijo y los frutales por tahúllas y dehesas, lomas cadenciosas y bancales abundados por la sangre de nuestros ríos. No hay caldos tan olorosos y finos al paladar como los suyos, nada tan preciado como el óleo que destilan sus olivos, ni frutos con semejante dulzor. Nada como su pan recién horneado, presto a ser compartido. Esta tierra, digo, que no es sino el solar donde se celebra el cortejo de las avutardas y los neblíes vienen a otear sus presas sobre los campos segados que arden como vivas ascuas al sol de mediodía, en un delirio de aire inacabable, es España, amigos. 



   
   Ved este cielo de azul más despejado que cruzan garzas y cigüeñas, zorzales y calandrias, elegantes flamencos levitando, sostenidos en el aire por una caña en los espejos de lagos y lagunas... Es la tierra que cruzan camino de otros lares, donde reposan de inacabables vuelos trascendidos. Es la madre de todos, no madrastra. ¡Y cómo duele, cómo le duele su entraña picoteada por los grajos que tiñen de negro sus sembrados! Expuesta al sol está a secar, esta piel extendida de animal mitológico; una hoguera que nos convoca a todos a entendernos, un abrazo fraterno, un alma donde cabemos los del norte, los del sur, los del este y el oeste, y también los del centro.

                      
                                                               José Antonio Sáez Fernández.


martes, 30 de julio de 2019

BARBAS FLORIDAS.








  Ahora que mis barbas han vestido el hábito de la luz y se alargan revistiéndome con el aspecto del bienaventurado; ahora que me dejo llevar y conducir por la mano del Otro y mis pies descalzos han aprendido a leer las huellas de quienes antes remontaron estas dunas y pasaron por aquí, precediéndome en el camino; ahora que mis ojos no ven ya otra claridad que no sea la que late dentro de mí y mis ceguera se ha adiestrado en ella: acaricio con mis manos el lomo de una corza que se conduce a mi presencia y la bendigo hasta que las lágrimas me brotan de los ojos por tanta gratitud como cabe en mi alma. 




   Este que me lleva, y al que hago errar por los caminos, Este que me conduce hacia ninguna parte y hacia el centro de mí mismo es el Ciervo Amado, cuya testuz puso a prueba en la berrea ante la corza enamorada. Ah, si sonara ahora la flauta de caña del camellero o se escuchara en el desierto la voz melódica del conductor de caravanas, contemplaría el gozo de los animales al aproximarse a las fuentes del oasis. Bajo estas palmeras que me acogen y me alivian con su sombra del astro abrasador, volveré a escuchar las historias de los que comercian con tejidos y especias, con sal y pescado puesto a secar al sol. 




   Volverán a brotar las palmas en el oasis y las mujeres bailarán al sonar de sus cánticos, mientras ululan y el eco transporta sus sonidos de fiesta más allá de los promontorios de arena y las dunas móviles que el viento acaricia con el ala de un ángel. Ah, la mano del aire que transporta la arena y juega con ella como el amante que deja posar la rosa del desierto en manos de su amada, cuyos pétalos el sol ha fundido y el mismo viento ha modelado. Es esta la plenitud que me acoge y en donde me dejo hacer, yo, el desposeído, el que cubre su desnudez con una vestidura blanca y cuyas níveas barbas le caen sobre el pecho como hilos de nieve que rozan la madrugada.


                                                            José Antonio Sáez Fernández.




jueves, 13 de junio de 2019

JUGLARES DE ALMERÍA.






Una tierra a la que le negaron su historia, sobre la que cayó la larga noche de los tiempos y se prolongó inmisericorde hasta rayar el alba luminosa; cuyos hijos supieron de emigración y exilios, de gentes acogedoras que compartieron su pobreza, de hombres nobles a los que el sudor hizo dignos, inocentes en su condena. Una tierra donde no se pone el sol y el mar nunca declina, donde la luz es un estigma que encandila los ojos y el sudor una lágrima que riega las dunas lunares, alfombrando el desierto; esa que da frutos minerales extraídos de cadenciosas sierras, las cuales se prolongan hasta el mar. Una tierra que sabe demasiado de maletas abultadas, de gentes que cargan con ellas por las estaciones del mundo y de trenes abarrotados de pobreza en la noche del frío. Una tierra cuyos hombres protegen del sol su cabeza y visten raídas chaquetas de pana, de cartas enviadas con burdos trazos de letra temblorosa y mujeres de luto que las leen con lágrimas en los ojos, sus rostros agrietados y sus manos ajadas, su piel de barro; heridas por el sol, el trabajo inclemente y la pobreza. Una tierra que es un nicho encalado, un muro encalado, una casa encalada y un racimo de uvas, un puerto de mar o una fortaleza, que no es para aferrarse a ella con las garras del tigre, a pesar de que, quienes allí se debaten, la vengan habitando desde un remoto origen, como sísifos condenados a empujar la piedra y a volver a rodarla por la ladera de sus montañas. Una tierra a la que se ama desesperadamente y por la que se lucha al logro de unos dátiles, o desgarra las entrañas de quien la abandona a su suerte. 





Una tierra o una mesa sobriamente abastecida, que a nadie niega sus viandas o una casa donde se viene a servir; esa que es una llama o una antorcha, dispuesta a acoger en su seno a cuantos quieren aferrarse a su vientre, revolcarse enloquecidamente en ella, besar su piel rugosa y agrietada, alentar por su boca exhausta bajo un sol que calcina el aire y extenúa el vuelo de los pájaros. Una tierra de gentes hechas para el abrazo y la comunión de las espigas. Una tierra para vivir, o tal vez para morir al sol que venera las sierras y hace vibrar las olas en las playas, donde muchachas desnudas doran sus cuerpos extendidos sobre la arena ardiente regada por la espuma de las olas. Una tierra volcánica, de sol abrasador y de titanes, de hoces segadoras y de templos antiguos donde realizar ofrendas a los dioses de la lluvia, frente al mar que le ofrece sus dones. Una tierra de luz y de cal viva, de piel dorada y esculpida. Un sudario o una mortaja. El espejo en que se reflejan las aguas de una mansa bahía.



                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.



Nota: He reproducido las fotografías del muro de facebook de Remedios Sáez Fernández.

domingo, 26 de mayo de 2019

SER ESPIRITUAL.







   La sociedad actual tiene una imperiosa necesidad de reivindicar la dimensión espiritual del hombre y afirmarse en ella, porque es universal; constituyente indivisible e inseparable, por consiguiente, de los seres que pertenecen a la especie humana. No hay por qué identificar religión con espiritualidad, pues el segundo concepto es mucho más amplio y abarcador que el primero. Y ello, además, porque las religiones parecen ser opciones, formas concretas y diversas a través de las cuales es posible acceder a la espiritualidad, aunque no forzosamente. La espiritualidad adquiere una única forma y la vía de acceso que conduce a ella es la mente, el conocimiento. Por eso, aquellas han sido utilizadas en ocasiones a lo largo de la historia por parte de determinados grupos humanos en su beneficio; no así la espiritualidad, que nos adentra en la dimensión de la más absoluta libertad individual y sitúa al hombre frente a sí mismo y la trascendencia. La espiritualidad es, pues, un ejercicio de ascesis individual, no comunitario, que no equivale tampoco a la mística; pues esta constituye el estadio superior de espiritualidad. La religión comprende normas, ideas, rituales y ceremonias; mientras que la espiritualidad suele carecer prácticamente de todas ellas. El hombre es un ser espiritual porque aspira al conocimiento, que es la pura abstracción, la llama que arde y es contemplada con ensimismamiento por los ojos absorbidos por el fuego interior. Es ese anhelo de conocimiento lo que ha de salvar a la humanidad: el camino hacia la sabiduría y el  íntimo conocimiento. 



   
   Conforme los hombres niegan su dimensión espiritual, se apartan de ella o simplemente abandonan su cultivo, atraen hacia sí mismos toda clase de desequilibrios que los acercan más al precipicio. Ha de existir en el hombre, mientras vive, un equilibrio entre lo físico y lo espiritual cognitivo. Desde el momento en que se produce el desequilibrio entre ambos, el mismo ser humano se tambalea y hace aguas. Parece indiscutible que tenemos necesidades físicas que han de ser satisfechas mínimamente para mantenernos con vida sobre la tierra que pisamos (hambre, cobijo, vestido, reproducción, etc.); pero, del mismo modo, lo que nos distingue de las demás especies y nos hace avanzar como tal especie no es otra cosa que el cultivo espiritual, el cultivo del conocimiento y la sabiduría puestos al servicio del bienestar y el progreso de aquellos que se irguieron sobre sus pies y al hacerlo, dejaron de arquear su espalda, agrandando su capacidad craneana para albergar el cerebro y asistirlo con el don del lenguaje, haciendo así comunicables y solidarias sus experiencias.





   El cultivo espiritual lleva al hombre a buscar respuestas a sus preguntas y, para ello, cuenta con su capacidad intelectiva, aquella que lo conduce de la nada, lo que no es, a algo, que sí es. La historia del ser humano sobre este planeta no ha sido otra que la búsqueda de esas respuestas, entre las que se encuentra la pura contingencia del ser en el tiempo y la trascendencia. ¿Quién indujo en la mente de nuestros antepasados, desde tiempos ancestrales, la necesidad de enterrar a sus muertos provistos de ajuares y alimentos de que habrían de servirse en otra dimensión, que no ya en esta física, material y limitada por el justo tiempo humano? ¿Acaso no suponían que habrían de necesitarlos más allá del fin de una vida perecedera? Luego… intuían que habría de existir otra dimensión que se prolonga más allá de lo aparente. Podría argumentarse que estaban equivocados, que la humanidad anduvo errada durante la larga noche de los tiempos y hasta en nuestros días, que todo eso no suponía más que una falacia por negarse a aceptar la pérdida de las personas que caminan a nuestro lado y de nosotros mismos en su día. La idea de que el universo y su orden, esto es, la armonía que lo rige no es fruto del azar o de la casualidad; se instaló así en la mente humana y a día de hoy, continúa aún inquietándonos y nos impulsa a seguir indagando en ella con sinceridad, hondura y autenticidad.




   La conciencia de que han querido dotarse los seres humanos a través de siglos y generaciones, no es asunto baladí. Responde a una necesidad de convivencia en la consciencia de la fragilidad individual y de los principios que deben regir la vida de los hombres y su convivencia. Se trata de normas morales o de comportamiento, vinculadas en parte al transcurrir de los tiempos; pero surgidas del convencimiento de su inevitabilidad. Tenemos un sentido del bien y del mal, hay acciones que repugnan a la naturaleza humana, como matar a un semejante, por ejemplo. Un hombre sin conciencia es un ser totalmente vacío, que va a la deriva de sí mismo y puede constituirse en una amenaza para sus semejantes, con los que convive. Creo que el ser humano del futuro ha de ser, si es, necesariamente, un ser espiritual que ame el arte, cultive el conocimiento y busque la belleza, el bien y la justicia, sin apartar de sus preocupaciones existenciales cuestiones tales como el devenir del tiempo, el sentido de la vida, el dolor, el amor, la trascendencia, la muerte o la eternidad.



                                                                  José Antonio Sáez Fernández. 

viernes, 19 de abril de 2019

SER EN AMOR.




   Soy el mudo. El que no habla y se revela a ti, que eres el insignificante, el que repta hacia mí como la lombriz de tierra que sale ondulante del barro. Soy el que no tiene rostro y el que no tiene forma y, sin embargo, es. El no visible a los ojos y el que se transparenta en el corazón. Soy, en verdad, el corazón que arde, la casa en llamas crepitando chispas de luz y amor, el rescoldo y las ascuas. Soy el Amor que se reparte como el pan sobre las manos que, solícitas, lo apremian. Soy el que sacia y te alimenta sin tomar bocado y el que se hace bocado para saciarte, el océano que se condensa en la gota que eres tú y la cima del conocimiento: el saber que está en ti y está en tu mente, la ciencia infusa a que no alcanza este “entender no entendiendo”. 

   En la simiente del amor se engendró el universo y en un espasmo de luz proyectada sobre la oscuridad. ¿Acaso no cuentas las estrellas que hay en el firmamento y no sientes su temblor que parpadea en las noches consteladas, lanzándote señales que hieren tu alma como saetas difuminadas? Soy el que alinea las montañas, perfila las sierras y las cordilleras, erige las mesetas, da forma a los alcores y pule los roquedos, quien peina la cresta de las olas y las deja morir dócilmente sobre la arena de la playa. Aquel que sopla en la tormenta y desata la fuerza del huracán, la lluvia que cae para regar los campos y hace crecer la hierba. Estoy en cada árbol, en cada rama, en cada hoja que mueve el viento. Soy la tierra que pisas y el aire que respiras, el agua que bebes y te sacia, el fruto del que te alimentas y los pasos certeros que te conducen sin que tropieces. 


   
Soy el gran ojo que te ve y los ojos del niño que te miran, la mano temblorosa del inseguro y la respiración ajetreada del agonizante, la historia repetida del anciano al que escuchas con gesto amable y aprobatorio, las palabras que reconfortan y la sonrisa que alivia las lágrimas del infortunio. Yo soy para ti y tú eres para mí. Soy el Amor que se disipa como la niebla entre los árboles del bosque y soy las cenizas del difunto que se esparcen sobre el valle en donde los ojos vieran, deslumbrados, aquella luz primera que fue perfilando los objetos hasta fijarlos para siempre en tu alma. Ve que soy el sol de media noche y la aurora que declina al rayar el alba, las rosas que se abren al calor de los rayos de amor en que me prodigo y las rosas que se ofrecen a la muchacha que las recibe con ese febril gozo que la hace palidecer por la dicha de su corazón enamorado. Soy la brisa que mueve las hojas y el viento que esparce las semillas, la mano que las expande sobre el surco de la tierra oreada y fértil, la lluvia que cae sobre ellas para pudrirlas y fermentarlas, los árboles que germinan y se alargan buscando la bienhechora luz del sol, por cuyo tronco asciende vigorosa la savia, llenándolos de vida. Porque yo soy la vida en que se resuelve la esencia del amor que me constituye. 


                                                José Antonio Sáez Fernández.


domingo, 14 de abril de 2019

UNA DE PASIÓN Y OTRA DE LOCURA.






   Hay que ponerle a la vida toda la pasión y la locura de que seamos capaces, para poder vivirla y sobrellevarla. Tomar de ella sólo aquello que te edifica y construye, sin dejar que los reveses minen tus cimientos o hagan demasiada mella en ti. Tomar conciencia de la oportunidad que supone vivir con salud los días que nos toquen en suerte, aun siendo conscientes de que esos días tienen su límite, pues somos seres limitados en el tiempo. Con tu positividad y tu optimismo, con ese ver el vaso siempre medio lleno y no medio vacío, con tu constancia y con tu esfuerzo, con tu capacidad de sacrificio irás superando vallas u obstáculos en la carrera del vivir.
   ¿Qué pierde, pues, a los seres humanos? ¿Qué les hace perder el norte de sus vidas? Si no tomas de la vida más que aquello que tú y los tuyos necesitáis para vivir, y no tienes otras ambiciones que las de ir despacio, disfrutando o viviendo cada instante que la vida te depara, viendo a tus hijos crecer y abrirse camino, ocupando su lugar en el mundo, aunque sea modesto, de acuerdo con sus capacidades, sus valores, principios y objetivos existenciales. Si no caes o te dejas caer en las trampas de ambición, la avaricia o el egoísmo, aquellas que te tiende la sociedad de consumo, del tener, malgastar y despilfarrar, de venderte o vender tu libertad y tu tiempo al mejor postor. Si no prestas oídos a los cantos de sirena, a las palabras del necio y a la necedad y te mantienes firme e incólume en tus convicciones, pese a la hipocresía, la mentira y el engaño que te circundan. Si no te dejas llevas por la envidia, la codicia o por la vanidad y buscas sólo la verdad, el bien y la belleza, verás que estás en el buen camino, en el camino adecuado que conduce a los hombres hacia la sabiduría y el conocimiento de lo mejor de la condición humana.



  
    Has de saber que la vida se va en un soplo, en un abrir y cerrar de ojos, en un visto y no visto. Hay que ser muy sabio e inteligente para no dejarse deslumbrar por el oropel de la sociedad de consumo que manipula las mentes y las conduce como ovejas al matadero, del vivir para gastar y consumir, cifrando la felicidad de los seres humanos en el tener para gastar. Mira tú si vives para gastar y consumir, tantas veces en cosas superfluas e inútiles que no necesitas, y que en vez de procurarte la felicidad que te prometieron, no sirvieron para otra cosa que para tu preocupación, ocasionándote quebraderos de cabeza innecesarios que te hurtaron la paz interior que necesitas. No te tiente la escenografía,  ni el oropel ni la epidermis o la apariencia externa de cuanto te rodea. Se trata de u gigante con los pies de barro, que ha de desmoronarse ante tus ojos algún día. No caigas en su red. No, en su trampa. Sé libre y dueño de tu tiempo, no te vendas al mejor postor. Ve por la vida despacio y con la dignidad necesaria, pues que ella transcurre demasiado deprisa. 


                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

martes, 26 de marzo de 2019

MIGUEL BOLEA Y SINTAS: DOS CARTAS A MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO.





CARTAS DE D. MIGUEL BOLEA Y SINTAS (Cuevas del Almanzora, Almería, 1836- Málaga, 1908) A DON MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO.

MIGUEL BOLEA Y SINTAS J.H. S.
Destinatario: MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO
Fecha: 13 noviembre 1890
Lugar: Tíjola (Almería)
Volumen 10 - carta nº 635

De MIGUEL BOLEA Y SINTAS
J.H.S.
A MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO

Tíjola, 13 noviembre 1890
Mi respetable Señor y amigo: siguiendo el consejo de V. he procurado limar algo el lenguaje y enriquecer un poco el texto de mi «Episcopologio de la Diócesis de Almería» que, en estos días, a Dios gracias terminé, no sin gran trabajo por la escasez de libros, y con no pequeños sacrificios por tener que comprar los más precisos. Escribo también a nuestro buen amigo Don Aureliano, rogándole me escriba cuatro palabras en un libro, según V. me indicaba; y ahora deseara me diera V. su opinión sobre mi obra, antes de remitirla a mi Prelado para la aprobación, a cuyo fin le envío copia del Índice, del preámbulo al Lector y del último de los Capítulos; pues aunque deseaba enviarle el MS. no me atrevo a hacerlo, desde que los Prelados dijeron lo de Zaragoza, hasta que el mío lo hayan aprobado; y la verdad, no quiero enviarlo hasta que V. me diga cuál es su opinión acerca de él.
Como verá V., defiendo al Cardenal Cisneros del cargo de haber quebrantado las Capitulaciones de Granada, fundado en lo que leí en la Parte VIII de la Crónica Seráfica, que creo sea la de Lucas Wadingo; y digo que lo creo, porque el tomo que tengo a la mano, debió salir de alguno de estos Conventos, y ha rodado tanto que ha perdido el principio y el fin, escapando milagrosamente de manos de especieros. También procuro defender a nuestros antepasados de la nota de injustos y crueles con los mudéjares y moriscos. Me inclinó a ello lo que encontré en los pocos archivos de este reino, pues no se aviene con que los trataran mal, que el año 1558, acordara por gran mayoría el Cabildo y Concejo de Almería, no celebrar el aniversario de la toma de la Ciudad ni sacar en pública procesión el Pendón Real, porque los moriscos se afligían mucho y llorando permanecían encerrados en sus casas. Y otros hechos como este.
   Yo le ruego a V. me dispense, y que con franqueza me diga lo que mi libro le parece y si merece la pena de que para su censura moleste a mi Prelado.
   El Señor bendiga a V. y a su casa y familia, según lo ruega su at.º amigo S. y C. q.b.s.m.
Miguel Bolea y Sintas.


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Remitente
MIGUEL BOLEA Y SINTAS J. H. S.
Destinatario
MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO
Fecha
5 enero 1888
Lugar
Tíjola
Volumen 9 - carta nº 76

De MIGUEL BOLEA Y SINTAS
J. H. S.
A MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO

Tíjola, 5 enero 1888

   Mi amigo y Señor: en unos apuntes que poseo he leído que era natural de la Ciudad de Vera en este Obispado, Fray Pedro de Torres, que escribió un tratado de Agricultura y como no encuentro más, molesto a V. rogándole me dé algunas noticias de este Señor.
   Tan luego pasen estos días tengo que visitar al Señor Obispo y aprovecharé la ocasión de mi ida a Almería para rectificar lo del Obispillo y lo del Taso.
   Dispénseme V. le haga otra consulta. En un libro de las actas de Cabildo y en el mismo folio de la que se acordó hacer las honras fúnebres por el Príncipe Don Carlos, el hijo del Rey Felipe II, hay encuadernada una circular en que se da cuenta al Cabildo de las circunstancias que acompañaron a la muerte de aquel desventurado Príncipe, ¿Es muy conocida esta circular? Siendo curiosa ¿encajaría bien en el Episcopologio? Le ruego me diga su parecer para que sea el mío.
   Si fuera del agrado de mi Señor Obispo, tengo determinado ampliar mi libro con notas históricas de todos y cada uno de los pueblos de la Diócesis. Tengo datos para poder dar noticia de las principales familias árabes que habitaban en cada uno de los pueblos y del número y origen de los nuevos pobladores, y si a esto se agregan los principales acontecimientos de que se tiene noticia, vendrá a completarse la historia sino de la Provincia, de la Diócesis. ¿Qué le parece a V.?
Que Dios le bendiga desea su afmo. S. y C. q.b.s.m.
Miguel Bolea y Sintas.

 Nota: En las fotografías aparece el polígrafo santanderino don Marcelino Menéndez Pelayo (Santander 1856-1912), autor de una monumental "Historia de los heterodoxos españoles". El autor de las cartas, el presbítero cuevano don Miguel Bolea y Sintas, fue autor, entre otras publicaciones, de un "Episcopologio de la Diócesis de Almería".


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