La sociedad actual tiene una imperiosa
necesidad de reivindicar la dimensión espiritual del hombre y afirmarse en ella, porque
es universal; constituyente indivisible e inseparable, por consiguiente, de los
seres que pertenecen a la especie humana. No hay por qué identificar religión
con espiritualidad, pues el segundo concepto es mucho más amplio y
abarcador que el primero. Y ello, además, porque las religiones parecen ser
opciones, formas concretas y diversas a través de las cuales es posible acceder a
la espiritualidad, aunque no forzosamente. La espiritualidad
adquiere una única forma y la vía de acceso que conduce a ella es la mente, el
conocimiento. Por eso, aquellas han sido utilizadas en ocasiones a lo largo de la historia por parte de determinados grupos humanos en su
beneficio; no así la espiritualidad, que nos adentra en la dimensión de la más absoluta
libertad individual y sitúa al hombre frente a sí mismo y la trascendencia. La espiritualidad es, pues, un ejercicio de ascesis individual, no comunitario, que no equivale tampoco a la mística; pues esta constituye el estadio superior de espiritualidad. La
religión comprende normas, ideas, rituales y ceremonias; mientras que la
espiritualidad suele carecer prácticamente de todas ellas. El hombre es un ser
espiritual porque aspira al conocimiento, que es la pura abstracción, la llama
que arde y es contemplada con ensimismamiento por los ojos absorbidos por el
fuego interior. Es ese anhelo de conocimiento lo que ha de salvar a la
humanidad: el camino hacia la sabiduría y el íntimo conocimiento.
Conforme los
hombres niegan su dimensión espiritual, se apartan de ella o simplemente
abandonan su cultivo, atraen hacia sí mismos toda clase de desequilibrios que
los acercan más al precipicio. Ha de existir en el
hombre, mientras vive, un equilibrio entre lo físico y lo espiritual cognitivo.
Desde el momento en que se produce el desequilibrio entre ambos, el
mismo ser humano se tambalea y hace aguas. Parece indiscutible que tenemos
necesidades físicas que han de ser satisfechas mínimamente para mantenernos con
vida sobre la tierra que pisamos (hambre, cobijo, vestido, reproducción, etc.);
pero, del mismo modo, lo que nos distingue de las demás especies y nos hace
avanzar como tal especie no es otra cosa que el cultivo espiritual, el cultivo
del conocimiento y la sabiduría puestos al servicio del bienestar y el progreso
de aquellos que se irguieron sobre sus pies y al hacerlo, dejaron de arquear su
espalda, agrandando su capacidad craneana para albergar el cerebro y asistirlo
con el don del lenguaje, haciendo así comunicables y solidarias sus experiencias.
El cultivo espiritual lleva al hombre a buscar respuestas a sus
preguntas y, para ello, cuenta con su capacidad intelectiva, aquella que lo
conduce de la nada, lo que no es, a algo, que sí es. La historia del ser humano
sobre este planeta no ha sido otra que la búsqueda de esas respuestas, entre
las que se encuentra la pura contingencia del ser en el tiempo y la
trascendencia. ¿Quién indujo en la mente de nuestros antepasados, desde tiempos
ancestrales, la necesidad de enterrar a sus muertos provistos de ajuares y
alimentos de que habrían de servirse en otra dimensión, que no ya en esta
física, material y limitada por el justo tiempo humano? ¿Acaso no suponían que
habrían de necesitarlos más allá del fin de una vida perecedera? Luego… intuían que habría
de existir otra dimensión que se prolonga más allá de lo aparente. Podría
argumentarse que estaban equivocados, que la humanidad anduvo errada durante la
larga noche de los tiempos y hasta en nuestros días, que todo eso no suponía
más que una falacia por negarse a aceptar la pérdida de las personas que caminan
a nuestro lado y de nosotros mismos en su día. La idea de que el universo y su
orden, esto es, la armonía que lo rige no es fruto del azar o de la casualidad;
se instaló así en la mente humana y a día de hoy, continúa aún inquietándonos y
nos impulsa a seguir indagando en ella con sinceridad, hondura y autenticidad.
La conciencia de que han querido dotarse
los seres humanos a través de siglos y generaciones, no es asunto baladí.
Responde a una necesidad de convivencia en la consciencia de la fragilidad
individual y de los principios que deben regir la vida de los hombres y su
convivencia. Se trata de normas morales o de comportamiento, vinculadas en parte al
transcurrir de los tiempos; pero surgidas del convencimiento de su
inevitabilidad. Tenemos un sentido del bien y del mal, hay acciones que
repugnan a la naturaleza humana, como matar a un semejante, por ejemplo. Un hombre sin
conciencia es un ser totalmente vacío, que va a la deriva de sí mismo y puede
constituirse en una amenaza para sus semejantes, con los que convive. Creo que
el ser humano del futuro ha de ser, si es, necesariamente, un ser espiritual
que ame el arte, cultive el conocimiento y busque la belleza, el bien y la
justicia, sin apartar de sus preocupaciones existenciales cuestiones tales como el
devenir del tiempo, el sentido de la vida, el dolor, el amor, la trascendencia,
la muerte o la eternidad.
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