jueves, 31 de diciembre de 2015

ROSAS DE INVIERNO.



Quise cortar las últimas rosas del invierno para atesorarlas junto a mi corazón e iluminar mi semblante, pero ellas me clavaron sus espinas en las manos y me las hicieron sangrar. Tras ponerlas en un jarrón, hube de ingeniármelas para extraer las espinas de la carne dolida. ¿Por qué tan hermosa flor -me dije-, no se entrega sino desplegando las diminutas dagas enquistadas en su tallo? Mas, cuando en un principio la tuve entre mis manos, la acerqué a mi pituitaria e inspiré su intenso perfume, y supe entonces que aquel aroma bien valía el sacrificio de mis manos heridas. Reflexioné y entendí que aquello más hermoso es también lo más valioso cuanto más bello e inaccesible y, por tanto, lo que más cuesta conseguir. Contemplé aquellas rosas durante largos minutos que me parecieron una eternidad, como si hubiese caído en el éxtasis de la flor, en la trampa de su amor o en el desvarío de su belleza. 




Rosa helada, rosa en la escarcha, vivo requiebro de la muerte. Ella me desveló el secreto de su hermosura y me revistió de su colorido, en un púrpura intenso. Vi que la belleza es siempre delicadamente frágil y a menudo efímera, más valiosa por tanto; que algo hay en ella que escapa a la humana condición, como si se tratara del aliento celestial y divino reflejado en la naturaleza creada y en las obras inspiradas de los hombres, las cuales pueden ambicionar el logro de tales requisitos, nunca equiparables a los de la naturaleza. Y es que ella supera en todo a las obras de los hombres...










Pasaba el vencedor orgulloso y erguido sobre su cabalgadura, rodeado de sus lugartenientes y de su guardia personal;  iban tras él sus más leales. No cabía más gloria en su persona, ni más honor que el de sus victorias y conquistas, ni más alabanzas que las que se le prodigaran. Él creía situarse sobre hombres y edificios de la ciudad, la cual lo acogía como al héroe que era, se soñaba en bronce adornando una plaza, celebrando su victoria el por siempre invicto. Desde los balcones y las terrazas de las casas, las muchachas esparcían a su paso y al de la comitiva, pétalos de las últimas rosas del invierno y perfumes costosos en día tan señalado. Entre el gentío que lo aclamaba, una niña se acercó hasta él para decirle: "Oh, todopoderoso general, invicto en mil batallas: ¿Podrías ordenar tú a los rosales que florecieran en invierno? En seguida se lanzó sobre ella la guardia personal del aclamado militar para apartarla de su camino, más no evitó que llegara hasta sus oídos la petición de la niña. El resto de la trayectoria, hasta el palacio del emperador, el agasajado y vitoreado continuó erguido y saludando sobre su caballo, el cual iba adornado con los más lujosos aparejos; pero no fue sino entonces cuando cayó en la cuenta de que era sólo un dios con pies de barro.






                                                                                    José Antonio Sáez Fernández.

jueves, 17 de diciembre de 2015

FUENTE DE LOS NENÚFARES.




“¡Oh cristalina fuente,/ si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados!/ Apártalos, Amado,/ que voy de vuelo”…
                                                                                                       
                                                                                 (San Juan de la Cruz)


   ¡Ah, el agua y su embriaguez! Esta borrachera de agua. Este ir de allá para acá y beber hasta saciarse. Este andar enfrascado siempre en regadíos y verla correr bulliciosa en las acequias, escuchar su risa cantarina mientras se desliza con urgencia por el cauce, hundir los pies en ella y cerrar los ojos, permitiendo a su líquida lengua que lama y cosquillee allí donde ella se hace necesaria… ¡Apártate, que voy! Y emprende el recorrido y no se cansa, y no ceja en sus empeño y siempre va de vuelo. Así como mulle la tierra y llega a las raíces dando aliento a las plantas y es fuente de vida, no hay mayor júbilo que este del agua que brota de las manos o se escapa y emerge de las fuentes, entre los manantiales, siempre abriéndose paso como un ejército invicto que invade territorios no abiertos a conquista. Así quiero yo el agua, que es aliviadero donde limpiar heridas o saciar al sediento, fresca de las cascadas o de saltos celestes, en soberbia caída, haciéndose en el aire como el ave que otea y hasta el valle desciende en busca de su presa.
   Un sorbo de agua. Una gota de agua. Un hilillo de agua. La música del agua. El agua bienhechora, fecunda y fecundante, dadora de más vida, fecundada en origen y espejismo en la arena. Agua que cae de lluvia en los ojos cerrados, resbalando mejillas y llega hasta la boca, salada y desolada. Agua para los árboles que lavan en las hojas los ojos asombrados del misterio. Agua para lavar las culpas, para limpiar los cuerpos amantes que yacen entre sábanas de holanda. Agua que se frota las manos refrescando los rostros y se adentra en gargantas aliviando fatigas del trabajo diario. Un cántaro de agua. Un búcaro. Una jarra. Un vaso de agua fresca sofocando el incendio, apagando las llamas de ardientes corazones que el fuego no consume.
  Hable yo con el agua. Séame concedido descifrar su lenguaje, pues el agua nos habla. Dígame sus secretos aquella que danza ante mí y me deslumbra su clara transparencia, la que silba y corre desnuda provocándome mientras yo voy tras ella; esa que es y no es doncella, virginal y florida, rocío que resbala en los pétalos de las rosas como gotas perladas. Me invita a mí el agua a seguir persiguiéndola, mientras va cabriolando, lamiendo recovecos, dibujando perfiles, trazando itinerarios, señalando caminos que despistan… Pues ve que juega contigo y conmigo, con nosotros, y ríe a carcajadas y emerge o se sumerge, se exhibe o intimida en ocultos acuíferos. Esta loca del agua. Esta demente y trovadora, de vida desigual y arrebatada, es la novia que corre el día de su boda y la corza a la que nadie da alcance.

                                       

                                                                                   José Antonio Sáez Fernández.



lunes, 7 de diciembre de 2015

CIERVA CONCEBIDA.







Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.
      
                                                                               (Miguel Hernández)

   No puedes concebir si no estás en amor. Quien no anda en amor no puede acceder a su secreto. No se accede a la luz si no es a través de la concepción germinal, pues la luz fecunda y en ella engendras. Dime tú, que entonas salmos a altas horas de la madrugada, ¿cómo es que no has concebido aún? ¿Acaso no te ronda el amor? Yo vi filtrarse en tu vientre y reflejarse en tus ojos la luz propia de la enamorada, aquella que anda en busca de amor. Redondea tu vientre incipiente y lo acaricias como si hubieras concebido ya. Cuando la aurora descorre las cortinas de tus pupilas, apenas el sol comienza a iluminar las sombras que pueblan la tierra y se abre paso la luz en los abismos, te levantas del lecho con tus níveas ropas holgadas y eres tú misma blanca como la leche que anda a rebosar entre tus pechos. Blanca eres, hay cierva que triscas por los cerros que dan entrada al desierto y lo bordean como centinelas agazapados a la sombra de tus ojos almendrados. Eres el rayo fecundo que origina la vida y la transmite. Eres los rayos del astro rey que iluminan la noche de los seres humanos, quienes van en grupo o se dispersan como corderos conducidos al matadero. Eres el cielo estrellado y eres la luna llena en el cielo estrellado, como la forma consagrada que refulge en el firmamento. Eres el espejo que refleja sobre la tierra la luz de fuego que recibe. Y eres el sonido de las cítaras, los timbales y las panderetas que suenan entre los cánticos de los desterrados por causa de amor. Siento su nostalgia y veo correr las lágrimas deslizándose por sus mejillas. ¿Dónde vas a altas horas de la noche, ligera entre las sombras y ocultándote a las miradas indiscretas? Pues cubres tu rostro, brillan tus ojos como luceros encendidos de amor por el amado. ¿Acaso eres la loca que anda persiguiendo el rastro de su enamorado? 
   Mira que no puedes concebir si no andas en amor. Tu olor perfuma el aire en las almenas de la muralla y el centinela está presto para dar la voz de alerta. Pero tú eres sigilosa como el cervatillo que se desliza entre las sombras de la noche en busca de alimento y ramonea las hojas verdes. Tu alimento no es otro que el aliento que ansías, la boca que derrama el vino en la tuya, los musculosos brazos que se cierran en torno a tu frágil hermosura. Ahora saltas entre los riscos cercanos a la playa y desciendes con cuidado hasta la orilla, no sea que se malogre el fruto de tu entraña. Eres la cierva concebida y ya perfila, orondo, el fruto de tu vientre a vista de los ojos deseados.

                                                               José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 30 de noviembre de 2015

NIÑOS QUE LLORAN EN LA MADRUGADA.






   Siempre hay un niño que llama a su madre o llora a altas horas de la madrugada. Siempre hay un niño que tiene hambre o a quien le duele estómago. Siempre hay una niño insomne o con fiebre, que no deja dormir a todos los de la casa. Sí, siempre hay un niño que alerta o desasosiega a su progenitores, que se despierta o se desvela en mitad del espanto nocturno. De la mano de ese niño caminamos el resto de nuestra vida y cuantos más años cumplimos, más nos damos cuenta de esa verdad. Porque ese niño nos sigue a todas partes, va con nosotros a todos los lugares, nos mira con ojos perdidos y con melancolía, con la tristeza de los solitarios, con la mirada apagada de los ausentes a quienes no les es posible el regreso ni tampoco volver atrás sin la pesada carga que los agobia.
   Yo soy ese niño. Yo fui aquel niño y vuelvo a ser este niño de ahora, con unos cuantos kilos de más, con más arrugas y el pelo aun más blanco. Mucho más cansado, mucho más sabio, mucho más decepcionado por haber dejado de ser aquel niño que fui. Por más que me froto las manos, no puedo separar mis dedos de los suyos. ¡Que terco es este niño que llevo conmigo a todas partes! Se empeña en seguirme y no puedo tener intimidad alguna porque él todo lo ve, todo lo analiza y no para de observarme. Le he pedido en ocasiones que deje de seguirme, que salga de una vez de mi vida; porque atrás quedaron la inocencia, la ilusión, la iniciativa, la generosidad o el entusiasmo. Y donde hubo todo aquello hoy hay un adulto cada vez más decepcionado y más consciente de lo que supone vivir la vida que le resta. Ahora ese adulto es el tiempo que le queda. Mas un niño está fuera del tiempo, es todo el tiempo y es el mismo tiempo, pues no entiende del tiempo ni depara en su existencia. Un niño es la inexistencia del tiempo.
   Hoy me he puesto a jugar con ese terco niño que apenas si me deja respirar. Le he lanzado la pelota y él corría velozmente hacia ella como quien ha de aferrarse a un tesoro. No había manera de que la soltara o de que la lanzase. Era su mundo mágico y redondo. Yo no tenía cabía en él. Yo no era más que la sombra de ese niño que me mira con ojos desmesuradamente abiertos, escrutadores y sorprendidos, pero que no me entiende. ¿En qué extraño ser debo haberme convertido para aquel niño que fui, pues no me reconoce, aunque yo sí continuo reconociéndolo con cierta dificultad desde mi lejanía? En efecto: el adulto que soy se ha convertido en un extraño para el niño que fui. Y resulta que es entonces, solo entonces cuando uno se pone en alerta al comprobar que ese niño que fue ya no respira, que su corazón late muy despaciosamente y entiende que debe ser muy poco lo que le queda por hacer.

 
                                                                                José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 7 de noviembre de 2015

LOS OJOS DESEADOS.






   Sientes con dulzura una serena sensación de acabamiento. Ha caído la tarde sobre tu corazón y se mueven los ojos en la penumbra, palpando a tientas los seres y las cosas que sólo el alma puede vislumbrar. Andas en la ceguera y no te basta la escasa luz que al fondo se reduce a un leve resplandor con el cual luchas fervorosamente, como Jacob con el ángel. Acceder a un relámpago ha de ser necesariamente una conquista. Intuir el destello ha de requerir una batalla contigo mismo, pues te sabes inmerso en la oscuridad. Mas si tú ambicionaras seriamente la luz, podrías ser como la noche poblada de luciérnagas, serena y constelada, donde el ceremonial de los grillos pasaría a ser el concierto con el que sueñan los últimos pájaros del ocaso.
   ¡Qué gran bonanza se cierne sobre ti, pues mendigas el destello interior que te haga fructificar como la espiga, dando el ciento por uno! Esta sensación de término es la del convaleciente, la del herido de amor que no acierta en su vaticinio y espera inútilmente el vuelco de su corazón. ¿Quién habrá de sanar tu insatisfacción sino los ojos y las manos y la risa de la que esperas, oh hijo de la necesidad insatisfecha? Te columpias y saltas a la comba con la cuerda multicolor del arco iris, la cual forma un semicírculo en el límpido cielo, tras la nubes que pasan dejando la lluvia fecunda en los sembrados. Abrázate a la orfandad de mi corazón, Ser con mayúsculas, incéndiame con el fuego de tu amor enardecido, sé tú la brea en que hago arder las antorchas de mis ojos.
   Ve como el que cierra al exterior sus pupilas, navega en un hondísimo mar de trasparentes avenidas. Quien sólo mira hacia el centro, aquel que sólo tiene ojos para quien ama, no se distrae ni dispersa el caudal de su conocimiento en naderías que no han de conducirle a ninguna parte, pues se sabe en el camino recto y nada hay que lo perturbe. Así anhela el ave el más elevado vuelo que la aleje del acecho del neblí o del cernícalo, pues allá en el azul se sabe libre y plena, una con el aire y más cercana a Aquél que la creara. Como una lanzada en el costado, así entra la luz en nuestra alma dejándonos tocados en el amor que anhelamos. De esa herida brota sangre y agua, que discurre pendiente abajo como los labios del amante besan el torso desnudo de la amada. Esa luz no emana ni te invade desde fuera, sino que nace del interior fecundado en un acto de amor. No se necesitan ojos que miren al exterior, pues sólo sacia tan hondo anhelo aquella ráfaga de luz que nace de unos ojos que llevas en las entrañas dibujados. Y como el místico, exultante de gozo, compartes el envite: "Apártalos, Amado, que voy de vuelo".


                                                                                        José Antonio Sáez Fernández.



lunes, 2 de noviembre de 2015

FRANCESCO PETRARCA LLEVA ROSAS A LA TUMBA DE LAURA.





Ahora, hermosa Laura, que duermes en la mullida tierra
y tu angelical belleza halla en ella su acomodo, 
sobre tu tumba deposito las perfumadas flores 
que en la rompiente aurora corté por que se abrieran 
ante tus ojos cerrados para siempre. 
¿Cómo ocultar que, en ellos, el cielo se puso tan temprano; 
si apenas pude yo admirarlos y mirarme 
en el espejo azul de tu embeleso? 
Navego en la barca de tu ausencia 
como el desconsolado que partió sin rumbo cierto 
y, en los puertos que atraco, busco tu rostro
entre las dulces muchachas con que cruzo, sin éxito, mis pasos. 
¡Ay de mí, porque vivo y no te tengo! 
No bastaran, para enaltecer mi nombre y tu memoria, 
los versos que escribí con lacerante dolor y entre las lágrimas. 
¿Qué justiciero arcángel ambicionó, envidioso, 
tu hermosura para llevarte a ti, y a mí dejarme, 
en este valle hondo, oscuro
Ondearán al viento que las nubes porta 
tus largos cabellos virginales, 
que con destreza enlazabas jugando entre tus dedos. 
Aquí descansa Laura, ángel que, con rosas diecisiete, 
no atesoró para sí más que belleza.

                                    José Antonio Sáez Fernández.


domingo, 25 de octubre de 2015

EL GONDOLERO.




   Como caen las hojas doradas de los plátanos orientales alfombrando el asfalto, así cae la tarde sobre mí con esta llovizna que acaba por calar en el alma. El cielo está gris y por el Paseo de los Tristes puedes ver a algunos paseantes que arrastran su melancolía por la acera como quien soporta con resignación y dignidad lo adverso. Estás llamado a observar el vuelo lánguido de los últimos pájaros de la tarde. Estás llamado a peregrinar y elevarte al espacio con las ramas desposeídas de los chopos, pidiendo clemencia, invocando el alivio a tan pesada carga como portan y compartes con el dolor del mundo.
   Si tuvieras en tu mano el poder vengador de la espada, no la usarías porque eres el iluminado. Y si alzaras tu copa para brindar por el mañana prometedor en que esperan los desesperados, beberías a sorbos espaciados y distantes, degustando el vino oscuro con que untas tus labios. Si acaso llegaran a tu regazo los pétalos aún vibrantes de las postreras rosas del otoño, cuyo perfume aún alienta en ellos como el aroma que se esparce sin sentido, podrías rasgarte las vestiduras para invocar a los dioses y ofrendar tus horas como quien se despide del mundo que le ha sido ancho y ajeno.
   Sólo el amor nos protege del frío. Sólo el amor nos guarda de la lluvia que riega los rostros y las almas. Sólo tú me abrigas en la gélida noche del desamor del mundo. Crece el dolor como la uña torcida que hace corto y leve el paso. Y voy a tus manos en busca de la ternura y enlazo tus dedos porque sé que somos uno en la soledad y en la desesperanza de este naufragio que es vivir. Así, como las hojas, solitarias y libres en el viento que las arrastra, vamos tú y yo a la deriva de las horas, a la deriva de un mundo que camina a la deriva en esta hora de la tarde. Como aquellos que se extraviaron en la niebla, como quienes se fueron alejando torpemente y se perdieron de vista ante los ojos que los observaban, como aquellos que no buscaron el asidero entre los escombros y el engaño: nos fuimos alejando con las hojas marchitas en las tardes de otoño. Hijos de la melancolía, como un vals que se escucha a lo lejos y que sólo dos bailan al compás de las olas...
   Rema el gondolero en las aguas dormidas del canal y observa a los amantes que se juran amor eterno, mientras las mismas aguas minan los cimientos de la ciudad y sumergen bajo ellas la belleza que fue creada para un ser inmortal.


                                                                         José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 17 de octubre de 2015

DIÁLOGOS EN LA MADRUGADA.





   En aquella ocasión me preguntaste si había aprendido algo de la vida, si la vida me había enseñado algo.Y yo te dije que la vida, ante todo, ha de vivirse. 
- ¿Cómo habría de vivirse? -incidiste-. 
- Si tienes la fortuna de poseer salud, procura conservarla, porque ella es uno de los mayores bienes que has recibido. No des por sentado que la salud es algo que te viene regalado o sobreañadido. Antes bien, estímala como una gracia que quiso darte el cielo. Si no tienes salud, lucha por ella y, si ya cuentas con ella, lo importante es que seas dueño y señor de ti mismo. Serás afortunado si la vida te lo permite y no tienes a nadie que esté por encima de ti. Mas he aquí otro aspecto esencial: sé tú el administrador de tu propio tiempo, pues nuestro tiempo es limitado y debes administrarlo a tu criterio, no al criterio de nadie o al dictado de nadie. Se trata de tu vida y créeme si te digo que es irrepetible. Con salud, y si ya eres dueño de ti y de tu tiempo, has de saber que el tiempo es más valioso que el oro: es vida por vivir. No se puede comprar el tiempo.
- Pero, la salud no siempre depende de nosotros, ni está al alcance de nuestra voluntad el decidir en toda circunstancia si ha de ser buena o mala. En cuanto a nuestra independencia y autonomía, al igual que respecto a nuestro tiempo, convendrás conmigo en que, en el camino de la vida, encontramos muchos condicionantes que pueden cambiar el rumbo de la nave.
- Así es, más has de saber que todo hombre debe luchar por eso; lo que, en definitiva, significa luchar por su libertad. Añado a todo lo anterior que la vida es también lucha por encontrar la felicidad y que cada hombre debe buscar la suya allá donde quiera que ella se encuentre. La felicidad puede que no sea más que la constatación de que vivimos de acuerdo con aquello que deseamos y estimamos como nuestro bien.
- Un hombre debe luchar en la vida por la superación de sus limitaciones y no venimos al mundo sino para hacer algo por los demás, sin esperar gratitud alguna por parte de aquellos a quienes beneficiamos con nuestras actuaciones.
- Bien has dicho ahora. Pero he de recordarte que una vida sin amor puede ser un páramo desierto. Quizás vengamos a este mundo por un imperativo genético y el amor nos depare la oportunidad de dejar tras nosotros a alguien que perpetúe nuestros genes. Esforzarte y luchar por sacar adelante a los tuyos es también un imperativo de vida. Si amas tienes que estar dispuesto a sufrir y, si traes hijos al mundo, tienes que estar dispuesto a desvivirte por ellos hasta ubicarlos en el camino de la vida para que puedan valerse por sí mismos. Busca la sabiduría y hállala tanto en los libros como en la vida misma, cultiva tu espíritu y haz fecundo tu conocimiento, pues no en vano en esto radica nuestra divergencia con las bestias. Vive de manera modesta, huye del lujo y de la ostentación y no acapares bienes que podrían constituir el sustento de tus semejantes. Mira si te conviene una vida apartada y una hacienda tan modesta como sobria.


                                                                          José Antonio Sáez Fernández.


sábado, 3 de octubre de 2015

DECIR DE MELANCÓLICOS.





   Santa Melancolía que nimbas esta tarde de otoño con la caricia delicada y el roce intuido de la muerte. Santa Compaña que me acompañas. Tú que cierras el paso de la luz y pintas de gris el cielo que lentamente se adormece ante mis ojos tristes, sal de una vez a la calle y enfréntate a las risas de los niños, a su mirar curioso y asombrado. Verás que no puedes con ellos, entenderás que tu reino no ha de tomar posesión de sus pupilas enormemente abiertas ante la sorpresa que ha de depararles su descubrimiento del mundo. Baja a la calle y ve bautizando de nuevo cada hallazgo, cada cosa en la que no reparaste hasta hoy mismo y, si acaso reparaste en ella, rebautízala; pues te toca inaugurar de nuevo la hermosura de los seres y cuanto te circunda.  
   Eres el arcángel de la melancolía y eres la rosa de púrpura en mis labios granas. Eres el polvo de oro que cae sobre Dánae desnuda. Eres la espada de fuego del ángel que guarda la entrada al Paraíso. Eres el desamor que marchita las rosas heladas en la niebla y eres también la ternura que se derrama sobre la soledad de los ancianos, insistente reloj que va marcando sus horas en la espera. Ayer te vi pasar ante mi puerta. Eras la esbelta joven de pantalones ajustados y tacones de infarto. "Ahí va la vida", pensaba yo a tu paso; y al instante te alejabas de mí enamorando el aire que se removía a tu encuentro. Eras los gozos de la vista y los largos cabellos de la noche estrellada, delicia de las formas allá en la curvatura de los trazos. Acaso no existieras. Acaso no fueras sino el espejismo de la melancolía. Acaso no te detuvieras un instante para regatear una sonrisa, un gesto de ternura, un saludo siquiera insinuado. 
   Santa Melancolía que me acercas al Día de Difuntos, haciéndome caer en la cuenta de cuantos me quisieron y me fueron abandonando en el camino. Santa reconstrucción de la memoria que arrasas el corazón y cedes su conquista a las derivación invasora de las lágrimas. Perdóname estas líneas. Perdóname si puedes perdonarme. Sé indulgente con quien se muestra ante ti como el vencido que ha de entregar sus armas, sus lugares amados y a sus gentes. Como el derrotado que ha de entregarse a sí mismo.

                                                                                        
                                                                        José Antonio Sáez Fernández.



domingo, 27 de septiembre de 2015

LA LUCHA POR LA VIDA.



(Fotografía de Francisco Ontañón)


   Heme aquí, doncel de los sueños rotos, que se adentra en el mar con su barcaza y los remos carcomidos. Un día no lejano, a no tardar, han de pudrirse sus maderos y las termitas habrán concluido su misión. La lucha del hombre con el mar y contra los elementos es metáfora de la lucha del hombre por su supervivencia, por bogar adelante con su vida en el fragor de la tempestad. Fiera es la competición de quienes luchan por hacerse con la flor de la espuma y el invictus será coronado con hojas de laurel. 
   Venid a mí los derrotados, los que dormís a la intemperie, los que escarbáis en los contenedores de basura en busca de algo que llevaros a la boca, los que agonizáis en los hospitales y habéis hecho del dolor vuestra única heredad, los que buscáis en los basureros algo que malvender, los que ofrecéis la ropa usada y desechada en los mercadillos del hambre y los desesperados, quienes os sabéis pisoteados por las botas de los afortunados... Los que acaso no podáis dormir acuciados por la necesidad y el estómago vacío.
   Llevo hasta tu presencia los restos del naufragio. Te ofrezco los desechos del egoísmo y el desamor del mundo. Mi embajada es la de los desamparados, la de los desvalidos, la de los humillados... Aquellos que recogen las migajas que caen de la mesa del rico Epulón sin que él se sienta movido a compasión. Ve que llego con las alforjas vacías y vacío el jubón. Mis ropas son los harapos que se arrojan a la cara de los que van desnudos. Ve que voy renqueando, como el malherido, como el herido de amor que no se queja. ¿No habrá un mañana para vosotros, hermanos que dobláis las esquinas de las lágrimas rodando por vuestras mejillas? No desesperéis, porque si hay un nuevo día, ése ha de ser el vuestro.
  Como se dobla la barca sobre las olas ondulantes, así me inclino ante ti. No me atrevo a levantar los ojos ni a mirarte a la cara. Soy el vencido, aquél a quien las hordas vandálicas han exterminado la esperanza. Voy hacia ti como el imantado es atraído por una fuerza arrolladora. Tú eres el que eres: señor de la marginación y la miseria, rey de los desheredados de este mundo. Poderoso es tu brazo y tu fuerza no halla otra igual. Tú, nuestro escudo. Tú, nuestra coraza. Nosotros los humillados, los que inclinan a tierra la cerviz, los de pálido semblante. Los que escriben su nombre y firman con el signo de la cruz.


                                                                  José Antonio Sáez Fernández.


lunes, 21 de septiembre de 2015

LAS CENIZAS DE LOS DIOSES.


(Fotografía de Gervasio Sáchez)



   Toda vida es naufragio. ¿Cómo si no llamar a ese desgaste de la prestancia corporal de la juventud, a ese mermar de facultades, a ese ir dejando atrás las personas y las cosas que un día formaron parte de nuestra vida, a los seres queridos a quienes perdimos, a ese escepticismo y desengaño que el vivir conlleva? La vida es una continua pérdida, una merma perpetua que nos va dejando en los puros huesos, desnudos y en cueros ante la muerte. Decidme si no por qué abandonamos aquellos lugares en donde nuestros ojos se hicieron a la luz y nos marchamos en busca de otros extraños para reiniciar la vida, si siempre llevamos en la retina aquella luz primera, aquel rostro amoroso de nuestra madre, los paisajes y olores que nos envolvieron en nuestra infancia y que retuvimos para siempre en nuestra memoria... 
   No dejamos de ser supervivientes en busca de la patria perdida. Somos lo que fuimos en nuestra infancia porque ella es el hilo que nos ata a la ternura, a la inocencia, al poder del asombro y la curiosidad innatas, a los juegos en que fuimos felices, al amor y al desamor, a la amistad y el engaño. Somos como los árboles: echamos raíces y, cuando abandonamos el solar en que nacimos, podemos arraigar de nuevo en otros lugares, pero ya nada será lo mismo. Nos convertimos en apátridas que sueñan con una patria imposible, con el imposible regreso al paraíso perdido.
   Los seres humanos somos como balandros a la deriva, los perdedores, los que arrojan la toalla en el combate porque no tienen posibilidad alguna frente al dolor y la muerte, frente al paso del tiempo. ¡Ay de los vencidos por el tiempo! Dejamos de vivir para transformarnos en supervivientes temporalmente el día en que fuimos conscientes del dolor, de la maldad, de la traición, del egoísmo y las ausencias. Sólo la inocencia, el candor, la ignorancia nos mantenían perdurablemente felices. Debió de ser como un abrir los ojos y darnos cuenta de que estábamos desnudos en medio del Paraíso, como caer en la cuenta de que andábamos desnudos para sentir vergüenza, como si una venda o unas escamas se nos cayeran de los ojos para ser conscientes de que habíamos perdido la inocencia. Somos los eternos huérfanos que deambulan en la noche buscándose perpetuamente a sí mismos sin encontrarse nunca. Esa bien pudiera ser nuestra condición. Ese quizá pudiera ser nuestro destino: el de los errantes sin patria, el de los que van de un lugar a otro sin tomar asiento en ninguna parte, los desasosegados.


                                                              José Antonio Sáez Fernández.




domingo, 13 de septiembre de 2015

TARDES DE DOMINGO.




   Las tardes de domingo fueron siempre el anuncio de un lunes. Por ellas vaga la melancolía de aquel niño de once años que fuera ingresado en un internado. Eran tardes de andar arrastrando la melancolía, recorriendo en soledad los largos y encalados pasillos de elevados techos en el recinto cerrado, cuyos arcos daban a un fresco patio adornado con macetas y a cielo abierto, un cielo que ahora bien pudiera ser plomizo. En las tardes de otoño caía el aguacero y las plantas del patio se alzaban vigorosas, sus hojas lozanas se movían al compás de la brisa y la humedad comenzaba a parecer tan molesta como impertinente. El niño deambula por los umbríos pasillos del añoso edificio cuya jadeante respiración adivinaba, se asoma a los arcos y depara finalmente en los empedrados patios que le permiten alzar la vista y atisbar el cielo, percibir el sonido del agua que bulle de una fuentecilla y el vuelo de algunas aves que se acercan a ella para beber, posándose en la piedra reverdecida por el musgo. Fugaz la visión de los pájaros que rompen la monotonía en la tarde silenciosa para, en seguida, perderse de nuevo remontando los altos muros de los claustros o la altiva espadaña del ciprés que los preside.
   En uno de aquellos patios del internado se arremolinan, formando filas, los internos para recibir su ración de merienda-cena, la cual reparten con diligencia las cocineras, ataviadas de blanco mandil. Algunos vuelven a entrar en la fila para tomar doble ración, sin ser advertidos por ellas, y devoran con fruición el pan y la tortilla de patatas que muerden con verdadero deleite. Luego, la chiquillería se esparce por los patios de recreo del internado, a cuyo frente la mirada viene a toparse con la inmensa pared que le sirve para jugar al frontón; patios de tierra donde es posible pasar las últimas horas del domingo jugando al balón, a las chapas, al tejo, a los santos o a las bolas, constituyendo círculos de 5 a 10 chiquillos. 
   Pero aquél que antes dije es el solitario y no deja de vagar por los pasillos. A vuelta de ellos se da de frente con la larga y oscura sotana del director, un sacerdote de ascendencia granadina cuya presencia tanto impone a los internos. El clérigo cruza con él unas palabras y advierte su soledad, mas no se refiere a ella sino a la obligación de haber preparado las materias para el día siguiente. Cuando habla, su boca entreabierta deja ver el vacío del diente que le falta. No se detiene apenas y prosigue su andadura rasgando el aire con su imponente presencia. El chico no sabe sino de su tristeza y de la melancolía que le embarga en las desoladas tardes de los domingos adivinando que, fuera de aquel altivo edificio, cuya edad rondaba las cinco centurias, había otra vida que el adivina feliz y en libertad, al calor de los suyos, de donde nunca hubieran debido apartarle para conducirle allí, donde le decían, llegaría a ser alguien.


                                                                                           José Antonio Sáez Fernández.


miércoles, 9 de septiembre de 2015

LLUVIAS.






                                                             Para mi amigo, el poeta Miguel Florián.


   Ha pasado la lluvia por aquí como un velo transparente, dejando diáfano el aire y, por el campo, con una claridad sobrenatural que se aprecia en la vivacidad de los colores, en la nitidez de los objetos. Pareciera que esta claridad que sigue a la lluvia es la que han de poseer los resucitados tras la noche oscura del óbito, pues los hay que durmieron en ese sueño de volver a la vida, tal y como se les había prometido, y no se puede ni se debe defraudar tamaña aspiración después de arriesgar la vida y la suerte en ello.  
   Entra el aire en el pecho y, en expandiéndose en los pulmones, es tan dulcísimo y grato que se interna en él como una daga sumamente delicada, la cual nos arrebatara el aliento muy despaciosamente. Nada tan limpio ni tan acendradamente puro como este aire que respiras: ese que llega tras las lluvia refrescando el ambiente y se acrisola en los olores que vas identificando en su diversidad más nítida. Es la fiesta de la vista y el olfato, una bacanal de embriaguez para estos dos aventajados sentidos que se entregan, en forma disoluta, a la experiencia dichosa del acontecimiento...
   Eres el suspendido en el aire y eres el alzado en él. Eres la mano delicada que acaricia el rostro lívido de la niña difunta y eres los labios que besan la blanca nuca de la joven provocando en su cuerpo el escalofrío. Eres la sábana recién lavada que retuvo el cuerpo del amado y cuya blancura hiere en la mañana, atravesada por los rayos del sol. Eres la luz de sus ojos y eres también la luz que está en sus ojos, y la luz que hay en sus ojos. Eres el amor que pasa, el velero que despliega su blancura sobre las olas en la tarde difunta, en el réquiem de la luz. Eres la melancolía y eres las lágrimas de aquella joven en la estación al despedirse de su amado, quien le sonríe y le toma las manos con delicadeza. Has sido y te vas en la despedida como una sonata de otoño, como el fulgor y la sangre, como el vuelo de una celebración.


                                                                                       José Antonio Sáez Fernández.


martes, 1 de septiembre de 2015

DE AQUÍ A LA ETERNIDAD.





   Te has desprendido de todo lo que te sobraba y ahora eres el despojado, el desposeído, el que no tiene patria, quien no existe... Apenas te haces visible y eres el invisible para los más. Hacia donde te diriges, no necesitas nada. Así, no llevas bolsa, ni alforjas, ni sandalias y pasas como sin ver a nadie. Casi has cumplido tu ciclo y hay gentes que llaman a tu puerta esperando ocupar tu lugar para hacer de tu lugar el suyo. Eres como el rey desnudo, o como el traje inexistente del rey desnudo que sólo un niño es capaz de denunciar. Has pasado por la vida sin hacer ruido y ahora eres la transparencia y la insignificancia, como la gasa que deja ver al trasluz las formas que se creían ocultas. También el agua clara que discurre es como el cristal y deja ver, en el fondo, los guijarros que acaricia a su paso. Tú eres líquido y discurres mansamente, como el cristal del agua por su cauce. Pudieras haber sido como las alas de las mariposas en el aire, leve y etéreo, liviano y ligero, límpido y lábil. Pero te decantaste por la mansedumbre e hiciste de ella tu bienaventuranza. Y no cesa ese aire envolvente de danzar y danzar en torno a ti, dando giros, haciéndote girar como los astros soberbiamente ordenados en el firmamento. Eres el planeta que gira alrededor del astro más luciente. Tus anillos irradian su luz y tu brillo. No has podido seguir vigilante, como el centinela en la noche, y has cedido al empuje y la fuerza de quienes te repudian. De tu mano va el aire y tus pies descalzos llevan el ritmo. Al compás, tus dedos que se crispan...
   Pues no es otra tu suerte: cedes y dejas paso a la corriente. Imposible detener la fuerza de las aguas. No desconsueles. Mira que has culminado tu obra y estás cansado de bregar. Sabe que te has dejado el alma en el intento y que cuando llegue el otoño, regresarán las lluvias y germinarán de nuevo las semillas que dejaste al pasar. Tú no eres el desconsolado que arrastra su tristeza por los caminos del mundo ni llevas la melancolía ceñida a la cintura. Eres como el firmamento cuajado de estrellas y reflejas la luz que has recibido, una luz que no es tuya y que te fue prestada. No te sacudas el polvo del camino, porque ese polvo es la única ofrenda que has de presentar a tu llegada.


                                                                              José Antonio Sáez Fernández.




viernes, 28 de agosto de 2015

DESVALIMIENTO Y DESAMPARO.


(Fotografía de Cristina García Rodero)


   El desvalimiento humano es una suerte de indefensión ante la adversidad, el devenir o cualquier tipo de agentes agresores. Indefensos llegamos al mundo, indefensos estamos ante el paso del tiempo e indefensos nos enfrentamos al inevitable final que nos aguarda. Entiendo que el desamparo significa más bien marginación u olvido, desinterés, ignorancia o menosprecio por parte de los otros ante un estado de carencia más o menos grave. La insolidaridad y la injusticia, respecto a la marginación o la carencia, pueden causar desamparo en una persona. El desvalimiento es consustancial a la condición humana; no así el desamparo. El desamparo viene causado por la insolidaridad a que un individuo se ve sometido por parte de sus semejantes en su estado de carencia o de necesidad. Desvalimiento es pues condición humana, indefensión, debilidad congénita; siendo así que un polluelo sale del huevo y a poco se yergue de su postración y ya empieza a corretear picoteando las semillas que han de servirle de alimento. Sin embargo, el ser humano exige, ya desde su nacimiento, una total dependencia de los demás, de alguien que lo alimente, lo asee, le dé calor y afecto. Nuestra inferioridad, la de la especie humana, resulta manifiesta por nuestra dependencia de los demás, que es absoluta.
   En la constatación de ese desvalimiento radica nuestra imperiosa necesidad de amar y ser amados, de expresar afectos y recibirlos, de compartir emociones y expresarlas. Nada gratifica más que un abrazo o un beso, los gestos de delicadeza o de ternura (especialmente con los niños, los ancianos, quienes viven en soledad y los enfermos).
   No te hagas el fuerte con los débiles, con los que están en manifiesta situación de desventaja o inferioridad respecto a ti. Eso resulta de una bajeza humana imperdonable, de una ruindad, de una mezquindad indigna de un ser humano que se precie de tal. Antes bien: si te es dado encontrarte en situación de ventaja y acudiese en tu socorro quien se halla en situación de desvalimiento o desamparo, tienes ante ti una oportunidad de oro para demostrar tu altura moral, tu calidad humana. Cerrar tus oídos a la extrema necesidad de tus semejantes o fingir que no puedes hacer nada por satisfacerla, en la medida de tus posibilidades, sería una demostración de lo peor de la condición humana egoísta y desalmada; esto es: sin alma, sin escrúpulos, sin conciencia.

       
                                                                    José Antonio Sáez Fernández.



jueves, 20 de agosto de 2015

EL FINAL DEL VERANO.





Declina el sol de agosto vencido en la cal de las paredes. Se diría que dio su brazo a torcer y perdió su vigor al salir derrotado en un pulso con las estaciones. No de otra cosa se trata, sino de la intensa luz y del calor que despiden los rayos del sol, que comienzan a decantarse perdiendo su vigor. Progresivamente, abandonan las playas los bañistas y algunos se resisten a apurar la copa de vino que degustan hasta la última gota. Se huele en el aire el final del verano y de la ilusión de libertad que él nos brinda. Me digo que el verano es como la vida misma: un sueño que a poco se convierte en arena entre los dedos. Pero es que pareciera que no estamos hechos para vivir en verano a perpetuidad, como tampoco en la frágil ilusión que representa. La realidad no es el verano y es también el verano, ya que reúne las mismas contradicciones que la vida. Si convenimos, puede que de otro signo.
Necesitamos soñar para afrontar la vida con ilusión y entusiasmo, con positividad y esperanza. Los sueños no cuestan y son el alimento conceptual de las buenas gentes. Por eso, dormir es el lujo más barato que pueden permitirse los pobres. Dormir y soñar. Para mucha gente, el final del verano significa la vuelta a la rutina diaria, al embrutecimiento diario, a la sinrazón de una forma de vida que nos viene sobrevenida y de la que es muy difícil escapar. Las cadenas pesan desmesuradamente y, por el mito de Sísifo, sabemos que hemos de subir indefinidamente la montaña, arrastrando la pesada piedra que dejaremos caer una vez alcanzada la cima. Y así, indefinidamente. Otras mentes entendieron antes que las nuestras qué significaba vivir y qué la condición humana. Difícil resulta escapar al destino, aun disponiendo de inteligencia, voluntad y libertad cuando todo parece volverse contra nosotros. Aun así, el ser humano es un ejemplo de lucha por la supervivencia y es capaz de adaptarse a las condiciones de vida más complejas. Me gustaría creer que lo que salva a los hombres es la solidaridad, pero la realidad es terca en mostrarnos lo contrario a esa cara amable de nuestra condición. Todos tenemos el deber de contribuir a hacer de este planeta un mundo más habitable, donde los seres humanos puedan vivir con dignidad. Si no ocurre así, algo muy grave debe estar pasando y ay de aquel que contribuye, malversando sus atribuciones, a impedir que los seres humanos tengan acceso a una vida digna, de acuerdo con la solemnidad de que están revestidos desde su nacimiento.


                                                                   José Antonio Sáez Fernández.


jueves, 13 de agosto de 2015

DIARIO DE UN EXPLORADOR PERDIDO EN LA SELVA.






   "Este anhelo, este desasosiego, esta ansia de infinitud, esta búsqueda insaciable de eternidad no hallan consuelo ni satisfacción. Días ha que me encuentro perdido en esta espesa selva que me devora por momentos. Los peligros que me acechan son incontables y voy de acá para allá dando vueltas, deambulando extraviado sin saber a dónde me dirijo, qué suerte me aguarda entre esta espesura asfixiante, pues perdí la brújula y cuantos instrumentos me hubiesen ayudado a orientarme. Extraños cantos de pájaros exóticos que no avisto, ya que se ocultan entre las copas de los árboles en busca de los frutos y de la luz inaccesible, escucho con temor; y los alaridos de los primates en sus escaramuzas me estremecen con relativa frecuencia. La selva no es lugar de silencio, pero sí para estar alerta a los sonidos que te cercan y te atormentan con desusada insistencia. A veces me envuelve una suerte de mortal ansiedad que no me deja descansar y paso las noches en una especie de duermevela en que más velo que duermo.


   Hace meses que no avisto un ser humano civilizado y rehuyo el encuentro con los indígenas de los escasos grupos que no han conocido otra cultura que la aborigen porque ignoro, a ciencia cierta, si aún practican el canibalismo. He dedicado semanas a bajar el río en una canoa que encontré en sus orillas, desembarcando puntualmente de ella para aprovisionarme de los frutos de la selva o de la carne de algún animalillo que he podido capturar. El río me ha proporcionado algunos peces de raras especies, los cuales me han servido de alimento durante muchos días de esta insensata exploración, a mayor gloria de la ciencia y el progreso de la humanidad. Todos cuantos me acompañaban en el viaje han ido dejando sus vidas en el camino, haciéndome desembocar en una soledad en donde he de sobrevivir exponiendo la vida a cada instante. Serpientes venenosas, insectos, bestias feroces, alaridos y fecundas plantas me asedian por doquier. Las noches se hacen eternas y me pongo en marcha al rayar el alba, apenas se atisban las primeras luces y se filtran los rayos del sol entre las ramas de los árboles, las cuales se retuercen como los miembros de los cuerpos tenebrosos de enormes gigantes en mi persecución.

   En la mochila guardo mi tesoro más preciado: este diario en donde apunto las impresiones de mi fatigoso caminar, pues es calor resulta así mismo agobiante, dibujo las criaturas asombrosas que la suerte me depara, nunca conocidas por la especie humana, y las plantas en cuyos componentes bien pudiera encontrarse remedio para tantas enfermedades que ensombrecen a mis semejantes. Quiera Dios que este diario me sobreviva, si es que la providencia dispone que mis ojos no hayan de encontrarse de nuevo con la civilización".


                                                                 José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 8 de agosto de 2015

HISTORIAS DEL LLAMADO.






  Cuando entendió que se acercaba el momento, se retiró del mundo y vino a dar con la soledad del desierto. Su alma estaba preparada para asumir lo que viniera. El cuerpo apenas respondía ya a sus requerimientos más instintivos. En la soledad de los páramos de arena, de las dunas de formas cadenciosas nada veía, tocaba, oía, gustaba u olía. Sólo existía para sus adentros. Era una pura antorcha que se extinguía, alzándose sobre los únicos riscos que se pronunciaban a la entrada de la gruta que le servía de cobijo. Había ido recordando cuanto había sido su vida, la celeridad con que todo había transcurrido y la sensación de vértigo que deja el paso del tiempo en los hombres. Se decía que, al final de su vida, continuaba realizándose las mismas preguntas que se hubiera hecho allá en su juventud y que, por consiguiente, de muy poco o de nada había servido interrogarse, pues no había conseguido encontrar respuestas. De ese modo, se dijo que la vida del hombre es un afanarse en vano y que no merecía la pena angustiarse ante todo aquello para lo que no hay respuesta. Se supo así producto del azar y dio en convenir que su vida se había resuelto en pura incertidumbre. "Por azar me señaló el dedo de la fortuna y me dijo: Tú serás. Y fui. Y aquí me hallo, aunque por poco ya. Estoy cumplido, como el día que llega a su final cuando el sol se pone sobre los últimos montes coronados de fuego y arde la cubierta del firmamento en llamas. Si al menos hubiera conquistado un imperio, edificado un hermoso palacio, rendido una ciudad, ganado una batalla, levantado una espada en señal de victoria... Pero heme aquí. ¡Ay de los vencidos! Soy el derrotado por el tiempo. Soy el vencido por el paso del tiempo. Vae victis!
   Al amanecer, vio venir una caravana de camellos con sus esbeltos jinetes. Se guardó de su vista para que no advirtiesen los harapos que cubrían su desnudez ni las greñas que ocultaban su rostro. Las apartaba de su cara con los dedos mugrientos y ennegrecidos. Allí distinguió al gran señor que encabezaba la majestuosa hilera de camellos que serpenteaba en las arenas. Acercóse a ellos en la noche y advirtió, iluminado por el plenilunio, que los jinetes eran cuerpos sin alma o almas sin cuerpo y que quien dirigía la caravana no era sino la Parca misma, ataviada con lujosas vestiduras de oriente.

                                                                         
                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

martes, 4 de agosto de 2015

TRAVESÍA DEL DESIERTO.






¡Oh, Dios, cómo iba desgastándose en la lucha por ganar la vida! El tiempo y la entrega diaria habían causando su desgaste. Y la impotencia por no poder cambiar el mundo: trocar el odio en amor, el dolor en gozo, la tristeza en alegría, la agresividad en caricia, la pobreza en justicia, la marginación en dignidad, la finitud en eternidad... ¿Quién mira tristemente el mar? ¿Quién se aleja cabizbajo y reflexivo? ¿Y quién lanza a las olas sus deseos más íntimos? ¿Quién escribe mensajes y los introduce en una botella que coloca dulcemente sobre las olas, observando cómo zozobra y navega sorteando sus envites? Es el dolor de vivir y de ser hombre. Un dolor que apenas te deja respirar. Un dolor que se clava como una cruenta espina en el alma intangible del que está hecho de barro, del que está hecho de la carne en que se cobija.
¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Acaso el azul traiga consuelo a vuestros ojos o contempláis la nubes que surcan el firmamento y pasan. Pasa también la mano que cierra los ojos de los moribundos y los agonizantes. Pasan también los labios rozando la mejilla y hacen sonar la bolsa de quien vende a su amigo. Pasa la caravana de los muertos vivientes dejando en orfandad los corazones de sus seres queridos. Suenan insistentemente los violines. Surcan ahora el aire los cuatro jinetes del Apocalipsis. Alivia la brisa la debilidad en que me hallo y recupero la certeza de que aún estoy aquí, entre vosotros: Los que me lleváis de la mano, los que me habéis recogido en la calle, los que me habéis ofrecido un sorbo de agua, los que sabéis de mí y me decís quién soy. No tengo un hombro en que apoyarme ni un brazo que me sostenga. "Si amas, me dijeron, tendrás la fuerza del huracán y te sostendrás tú solo, como la caña que dobla pero a la que no quiebra el viento". De esa manera, me adentré en la noche y no pude con las tinieblas. Ellas me vencieron. Así que soy ahora el derrotado que anda en la vergüenza de su derrota y no se atreve a levantar los ojos de la tierra. Constato que hay en mi alma una sed insaciable y que me asedia la melancolía. Pues mi causa, como todas las causas, es una causa perdida y ahora sé, con certeza, que se acerca la gran noche que ha de cernirse sobre los hombres.


                                                                           José Antonio Sáez Fernández.


sábado, 1 de agosto de 2015

LA EXPERIENCIA DEL DOLOR.






                                                                                 Para Jesús y Pilar, en este trance. 

Sólo el dolor. La experiencia del dolor. ¿Qué existe con más propiedad que el dolor para conducir a un hombre hasta su más íntima esencia? El dolor nos vuelca sobre nosotros mismos y nos induce a caer del pedestal en donde el sueño de la realidad nos había ubicado. Nada como el dolor para hacernos ver lo que somos, nada como la nítida lucidez que nos proporciona para mostrarnos una nueva dimensión de nosotros mismos. En el estado de indefensión y de desvalimiento en donde nos sitúa el dolor es en donde los hombres empiezan a entender su condición. Sólo inmersos en el dolor vemos con meridiana claridad, tras la leve transparencia de la luz, la intangible cortina de la luz, que es el aliento en los dedos y sobre el lívido rostro. Varón de dolores te engendré y esa fue tu condición mientras deambulaste por este mundo. Por el dolor descendiste de tu arrogancia y viniste a dar en el polvo a donde caíste. Como Saulo, cegado en el camino de Damasco, viniste a dar con tus huesos en el suelo, tras caer del caballo, sin entender por qué o quién te arrastraba a ese destino de desolación y desamparo.
Navegas en la barca del dolor y entre las blancas sábanas de una nave cuyas velas envuelven tu cuerpo malparado o vendan tus heridas. Eres el hijo de la bajamar que pinta de blanco las paredes de la casa deshabitada y eres la red difunta de los peces, el vuelo inexplorado de los pájaros. Eres también la experiencia de las lágrimas. No hay nada en ti que logre erguirte de tu postración, nada que logre levantarte del lecho en donde yace tu cuerpo extendido como el llano dispuesto a ser roturado por el arado que en él se hunde y te prolonga. Eres la experiencia de la fragilidad, el endeble y quien se tambalea titubeando. Eres el que alza los brazos y ruega una indulgencia para hacer soportable su dolor; el que suplica, la carne rota y el grito quebradizo. El que llora y se desespera y el que pierde el sentido, la noción del tiempo y de los días... Y eres el desconsuelo, el desconsolado que suda lágrimas de sangre en su oración del huerto y solicita auxilio para que, si es posible, pase de él un cáliz de amargura en que habrá de beber. Ese que ruega al ángel que lo conforta y se aferra a sus manos, resistiéndose a sucumbir en un abismo ciego.
Del dolor venimos y vamos hacia el dolor. Él nos muestra el sendero obligado por el que hemos de conducirnos. Los seres humanos no conocemos otro camino que nos venga dado por nuestra condición. Por ella supimos que el dolor puede ser fecundo y engendrar en nosotros una rara luz que nos atraviesa el alma como un dardo intangible. También el dolor, cuando lo superamos, hace grande a quien lo padece y puede ser una bienaventuranza.


                                                                      José Antonio Sáez Fernández.



domingo, 26 de julio de 2015

LA ESTACIÓN DE LOS SENTIDOS.





   El verano es la estación del dominio de los sentidos y es también la estación en que se vive hacia fuera, hacia el exterior. No es tiempo de búsqueda, sino de salida; ni es tampoco estación de término, de final de trayecto, sino de letargo y adormecimiento, de paréntesis y espera para las metas ambiciosas. El verano no es estación definitiva, sino un espejismo en medio de la travesía del desierto, que es el tiempo que nos ha tocado en suerte. En verano has de hibernar o, por el contrario, soltar los cinco mastines de los sentidos para su solaz y tu disfrute. Camina el verano a sus anchas, sin someterse a fuero alguno, aprovechándose del letargo de quienes se baten en retirada bajo un sol de justicia, el sol abrasador, y buscan refugio a la sombra del laurel. Mira que es estación material y grosera, no por ello innecesaria o censurable, pues la carne necesita sus espacios y se recrea en ellos. "No sólo de pan vive el hombre"...
   No te adentres en el verano cargado de proyectos y, si los llevas, deshazte de ellos o desiste de su culminación. No es estación para tales empresas, dignas de otras como el otoño o el invierno. El verano es la "Venus saliendo del mar", de Botticelli o "Las tres Gracias", de Rubens, "La Venus del Espejo", de Velázquez; o "Dánae recibiendo la lluvia de oro" y "La Venus de Urbino" de Tiziano: una exaltación de las formas y de su voluptuosidad, el triunfo de la carne y la mordaza del espíritu sometido. Todo en el verano ha de ser necesariamente flebe y ligero, de fácil asimilación y alcance. ¡Qué, si no, de los cuerpos tendidos sobre la arena de la playa, los cuerpos derrotados y los miembros vencidos que caen flácidamente o se doblegan! Todo es caída bajo el sol inclemente, todo aplastamiento, todo derrumbe. Apenas un ave osa desplegar sus alas en el aire ardiente. Todo es cobijo hasta para las alimañas.
   Láncese el ojo en busca de la mórbida curvatura, guste el paladar de frutas apetecibles y sabrosos manjares, deslícese el tacto sobre la superficie sedosa que añoraba, hágase el oído al chapoteo del agua y otras músicas embriagadoras, detecte el olfato los perfumes de las rosas y atúrdase el cerebro con ellos. Salgan a danzar los cinco juntos y exijan la cabeza del Bautista como premio a las formas que se mueven y agitan.


                                                                                 José Antonio Sáez Fernández.