viernes, 28 de agosto de 2015

DESVALIMIENTO Y DESAMPARO.


(Fotografía de Cristina García Rodero)


   El desvalimiento humano es una suerte de indefensión ante la adversidad, el devenir o cualquier tipo de agentes agresores. Indefensos llegamos al mundo, indefensos estamos ante el paso del tiempo e indefensos nos enfrentamos al inevitable final que nos aguarda. Entiendo que el desamparo significa más bien marginación u olvido, desinterés, ignorancia o menosprecio por parte de los otros ante un estado de carencia más o menos grave. La insolidaridad y la injusticia, respecto a la marginación o la carencia, pueden causar desamparo en una persona. El desvalimiento es consustancial a la condición humana; no así el desamparo. El desamparo viene causado por la insolidaridad a que un individuo se ve sometido por parte de sus semejantes en su estado de carencia o de necesidad. Desvalimiento es pues condición humana, indefensión, debilidad congénita; siendo así que un polluelo sale del huevo y a poco se yergue de su postración y ya empieza a corretear picoteando las semillas que han de servirle de alimento. Sin embargo, el ser humano exige, ya desde su nacimiento, una total dependencia de los demás, de alguien que lo alimente, lo asee, le dé calor y afecto. Nuestra inferioridad, la de la especie humana, resulta manifiesta por nuestra dependencia de los demás, que es absoluta.
   En la constatación de ese desvalimiento radica nuestra imperiosa necesidad de amar y ser amados, de expresar afectos y recibirlos, de compartir emociones y expresarlas. Nada gratifica más que un abrazo o un beso, los gestos de delicadeza o de ternura (especialmente con los niños, los ancianos, quienes viven en soledad y los enfermos).
   No te hagas el fuerte con los débiles, con los que están en manifiesta situación de desventaja o inferioridad respecto a ti. Eso resulta de una bajeza humana imperdonable, de una ruindad, de una mezquindad indigna de un ser humano que se precie de tal. Antes bien: si te es dado encontrarte en situación de ventaja y acudiese en tu socorro quien se halla en situación de desvalimiento o desamparo, tienes ante ti una oportunidad de oro para demostrar tu altura moral, tu calidad humana. Cerrar tus oídos a la extrema necesidad de tus semejantes o fingir que no puedes hacer nada por satisfacerla, en la medida de tus posibilidades, sería una demostración de lo peor de la condición humana egoísta y desalmada; esto es: sin alma, sin escrúpulos, sin conciencia.

       
                                                                    José Antonio Sáez Fernández.



jueves, 20 de agosto de 2015

EL FINAL DEL VERANO.





Declina el sol de agosto vencido en la cal de las paredes. Se diría que dio su brazo a torcer y perdió su vigor al salir derrotado en un pulso con las estaciones. No de otra cosa se trata, sino de la intensa luz y del calor que despiden los rayos del sol, que comienzan a decantarse perdiendo su vigor. Progresivamente, abandonan las playas los bañistas y algunos se resisten a apurar la copa de vino que degustan hasta la última gota. Se huele en el aire el final del verano y de la ilusión de libertad que él nos brinda. Me digo que el verano es como la vida misma: un sueño que a poco se convierte en arena entre los dedos. Pero es que pareciera que no estamos hechos para vivir en verano a perpetuidad, como tampoco en la frágil ilusión que representa. La realidad no es el verano y es también el verano, ya que reúne las mismas contradicciones que la vida. Si convenimos, puede que de otro signo.
Necesitamos soñar para afrontar la vida con ilusión y entusiasmo, con positividad y esperanza. Los sueños no cuestan y son el alimento conceptual de las buenas gentes. Por eso, dormir es el lujo más barato que pueden permitirse los pobres. Dormir y soñar. Para mucha gente, el final del verano significa la vuelta a la rutina diaria, al embrutecimiento diario, a la sinrazón de una forma de vida que nos viene sobrevenida y de la que es muy difícil escapar. Las cadenas pesan desmesuradamente y, por el mito de Sísifo, sabemos que hemos de subir indefinidamente la montaña, arrastrando la pesada piedra que dejaremos caer una vez alcanzada la cima. Y así, indefinidamente. Otras mentes entendieron antes que las nuestras qué significaba vivir y qué la condición humana. Difícil resulta escapar al destino, aun disponiendo de inteligencia, voluntad y libertad cuando todo parece volverse contra nosotros. Aun así, el ser humano es un ejemplo de lucha por la supervivencia y es capaz de adaptarse a las condiciones de vida más complejas. Me gustaría creer que lo que salva a los hombres es la solidaridad, pero la realidad es terca en mostrarnos lo contrario a esa cara amable de nuestra condición. Todos tenemos el deber de contribuir a hacer de este planeta un mundo más habitable, donde los seres humanos puedan vivir con dignidad. Si no ocurre así, algo muy grave debe estar pasando y ay de aquel que contribuye, malversando sus atribuciones, a impedir que los seres humanos tengan acceso a una vida digna, de acuerdo con la solemnidad de que están revestidos desde su nacimiento.


                                                                   José Antonio Sáez Fernández.


jueves, 13 de agosto de 2015

DIARIO DE UN EXPLORADOR PERDIDO EN LA SELVA.






   "Este anhelo, este desasosiego, esta ansia de infinitud, esta búsqueda insaciable de eternidad no hallan consuelo ni satisfacción. Días ha que me encuentro perdido en esta espesa selva que me devora por momentos. Los peligros que me acechan son incontables y voy de acá para allá dando vueltas, deambulando extraviado sin saber a dónde me dirijo, qué suerte me aguarda entre esta espesura asfixiante, pues perdí la brújula y cuantos instrumentos me hubiesen ayudado a orientarme. Extraños cantos de pájaros exóticos que no avisto, ya que se ocultan entre las copas de los árboles en busca de los frutos y de la luz inaccesible, escucho con temor; y los alaridos de los primates en sus escaramuzas me estremecen con relativa frecuencia. La selva no es lugar de silencio, pero sí para estar alerta a los sonidos que te cercan y te atormentan con desusada insistencia. A veces me envuelve una suerte de mortal ansiedad que no me deja descansar y paso las noches en una especie de duermevela en que más velo que duermo.


   Hace meses que no avisto un ser humano civilizado y rehuyo el encuentro con los indígenas de los escasos grupos que no han conocido otra cultura que la aborigen porque ignoro, a ciencia cierta, si aún practican el canibalismo. He dedicado semanas a bajar el río en una canoa que encontré en sus orillas, desembarcando puntualmente de ella para aprovisionarme de los frutos de la selva o de la carne de algún animalillo que he podido capturar. El río me ha proporcionado algunos peces de raras especies, los cuales me han servido de alimento durante muchos días de esta insensata exploración, a mayor gloria de la ciencia y el progreso de la humanidad. Todos cuantos me acompañaban en el viaje han ido dejando sus vidas en el camino, haciéndome desembocar en una soledad en donde he de sobrevivir exponiendo la vida a cada instante. Serpientes venenosas, insectos, bestias feroces, alaridos y fecundas plantas me asedian por doquier. Las noches se hacen eternas y me pongo en marcha al rayar el alba, apenas se atisban las primeras luces y se filtran los rayos del sol entre las ramas de los árboles, las cuales se retuercen como los miembros de los cuerpos tenebrosos de enormes gigantes en mi persecución.

   En la mochila guardo mi tesoro más preciado: este diario en donde apunto las impresiones de mi fatigoso caminar, pues es calor resulta así mismo agobiante, dibujo las criaturas asombrosas que la suerte me depara, nunca conocidas por la especie humana, y las plantas en cuyos componentes bien pudiera encontrarse remedio para tantas enfermedades que ensombrecen a mis semejantes. Quiera Dios que este diario me sobreviva, si es que la providencia dispone que mis ojos no hayan de encontrarse de nuevo con la civilización".


                                                                 José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 8 de agosto de 2015

HISTORIAS DEL LLAMADO.






  Cuando entendió que se acercaba el momento, se retiró del mundo y vino a dar con la soledad del desierto. Su alma estaba preparada para asumir lo que viniera. El cuerpo apenas respondía ya a sus requerimientos más instintivos. En la soledad de los páramos de arena, de las dunas de formas cadenciosas nada veía, tocaba, oía, gustaba u olía. Sólo existía para sus adentros. Era una pura antorcha que se extinguía, alzándose sobre los únicos riscos que se pronunciaban a la entrada de la gruta que le servía de cobijo. Había ido recordando cuanto había sido su vida, la celeridad con que todo había transcurrido y la sensación de vértigo que deja el paso del tiempo en los hombres. Se decía que, al final de su vida, continuaba realizándose las mismas preguntas que se hubiera hecho allá en su juventud y que, por consiguiente, de muy poco o de nada había servido interrogarse, pues no había conseguido encontrar respuestas. De ese modo, se dijo que la vida del hombre es un afanarse en vano y que no merecía la pena angustiarse ante todo aquello para lo que no hay respuesta. Se supo así producto del azar y dio en convenir que su vida se había resuelto en pura incertidumbre. "Por azar me señaló el dedo de la fortuna y me dijo: Tú serás. Y fui. Y aquí me hallo, aunque por poco ya. Estoy cumplido, como el día que llega a su final cuando el sol se pone sobre los últimos montes coronados de fuego y arde la cubierta del firmamento en llamas. Si al menos hubiera conquistado un imperio, edificado un hermoso palacio, rendido una ciudad, ganado una batalla, levantado una espada en señal de victoria... Pero heme aquí. ¡Ay de los vencidos! Soy el derrotado por el tiempo. Soy el vencido por el paso del tiempo. Vae victis!
   Al amanecer, vio venir una caravana de camellos con sus esbeltos jinetes. Se guardó de su vista para que no advirtiesen los harapos que cubrían su desnudez ni las greñas que ocultaban su rostro. Las apartaba de su cara con los dedos mugrientos y ennegrecidos. Allí distinguió al gran señor que encabezaba la majestuosa hilera de camellos que serpenteaba en las arenas. Acercóse a ellos en la noche y advirtió, iluminado por el plenilunio, que los jinetes eran cuerpos sin alma o almas sin cuerpo y que quien dirigía la caravana no era sino la Parca misma, ataviada con lujosas vestiduras de oriente.

                                                                         
                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

martes, 4 de agosto de 2015

TRAVESÍA DEL DESIERTO.






¡Oh, Dios, cómo iba desgastándose en la lucha por ganar la vida! El tiempo y la entrega diaria habían causando su desgaste. Y la impotencia por no poder cambiar el mundo: trocar el odio en amor, el dolor en gozo, la tristeza en alegría, la agresividad en caricia, la pobreza en justicia, la marginación en dignidad, la finitud en eternidad... ¿Quién mira tristemente el mar? ¿Quién se aleja cabizbajo y reflexivo? ¿Y quién lanza a las olas sus deseos más íntimos? ¿Quién escribe mensajes y los introduce en una botella que coloca dulcemente sobre las olas, observando cómo zozobra y navega sorteando sus envites? Es el dolor de vivir y de ser hombre. Un dolor que apenas te deja respirar. Un dolor que se clava como una cruenta espina en el alma intangible del que está hecho de barro, del que está hecho de la carne en que se cobija.
¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Acaso el azul traiga consuelo a vuestros ojos o contempláis la nubes que surcan el firmamento y pasan. Pasa también la mano que cierra los ojos de los moribundos y los agonizantes. Pasan también los labios rozando la mejilla y hacen sonar la bolsa de quien vende a su amigo. Pasa la caravana de los muertos vivientes dejando en orfandad los corazones de sus seres queridos. Suenan insistentemente los violines. Surcan ahora el aire los cuatro jinetes del Apocalipsis. Alivia la brisa la debilidad en que me hallo y recupero la certeza de que aún estoy aquí, entre vosotros: Los que me lleváis de la mano, los que me habéis recogido en la calle, los que me habéis ofrecido un sorbo de agua, los que sabéis de mí y me decís quién soy. No tengo un hombro en que apoyarme ni un brazo que me sostenga. "Si amas, me dijeron, tendrás la fuerza del huracán y te sostendrás tú solo, como la caña que dobla pero a la que no quiebra el viento". De esa manera, me adentré en la noche y no pude con las tinieblas. Ellas me vencieron. Así que soy ahora el derrotado que anda en la vergüenza de su derrota y no se atreve a levantar los ojos de la tierra. Constato que hay en mi alma una sed insaciable y que me asedia la melancolía. Pues mi causa, como todas las causas, es una causa perdida y ahora sé, con certeza, que se acerca la gran noche que ha de cernirse sobre los hombres.


                                                                           José Antonio Sáez Fernández.


sábado, 1 de agosto de 2015

LA EXPERIENCIA DEL DOLOR.






                                                                                 Para Jesús y Pilar, en este trance. 

Sólo el dolor. La experiencia del dolor. ¿Qué existe con más propiedad que el dolor para conducir a un hombre hasta su más íntima esencia? El dolor nos vuelca sobre nosotros mismos y nos induce a caer del pedestal en donde el sueño de la realidad nos había ubicado. Nada como el dolor para hacernos ver lo que somos, nada como la nítida lucidez que nos proporciona para mostrarnos una nueva dimensión de nosotros mismos. En el estado de indefensión y de desvalimiento en donde nos sitúa el dolor es en donde los hombres empiezan a entender su condición. Sólo inmersos en el dolor vemos con meridiana claridad, tras la leve transparencia de la luz, la intangible cortina de la luz, que es el aliento en los dedos y sobre el lívido rostro. Varón de dolores te engendré y esa fue tu condición mientras deambulaste por este mundo. Por el dolor descendiste de tu arrogancia y viniste a dar en el polvo a donde caíste. Como Saulo, cegado en el camino de Damasco, viniste a dar con tus huesos en el suelo, tras caer del caballo, sin entender por qué o quién te arrastraba a ese destino de desolación y desamparo.
Navegas en la barca del dolor y entre las blancas sábanas de una nave cuyas velas envuelven tu cuerpo malparado o vendan tus heridas. Eres el hijo de la bajamar que pinta de blanco las paredes de la casa deshabitada y eres la red difunta de los peces, el vuelo inexplorado de los pájaros. Eres también la experiencia de las lágrimas. No hay nada en ti que logre erguirte de tu postración, nada que logre levantarte del lecho en donde yace tu cuerpo extendido como el llano dispuesto a ser roturado por el arado que en él se hunde y te prolonga. Eres la experiencia de la fragilidad, el endeble y quien se tambalea titubeando. Eres el que alza los brazos y ruega una indulgencia para hacer soportable su dolor; el que suplica, la carne rota y el grito quebradizo. El que llora y se desespera y el que pierde el sentido, la noción del tiempo y de los días... Y eres el desconsuelo, el desconsolado que suda lágrimas de sangre en su oración del huerto y solicita auxilio para que, si es posible, pase de él un cáliz de amargura en que habrá de beber. Ese que ruega al ángel que lo conforta y se aferra a sus manos, resistiéndose a sucumbir en un abismo ciego.
Del dolor venimos y vamos hacia el dolor. Él nos muestra el sendero obligado por el que hemos de conducirnos. Los seres humanos no conocemos otro camino que nos venga dado por nuestra condición. Por ella supimos que el dolor puede ser fecundo y engendrar en nosotros una rara luz que nos atraviesa el alma como un dardo intangible. También el dolor, cuando lo superamos, hace grande a quien lo padece y puede ser una bienaventuranza.


                                                                      José Antonio Sáez Fernández.