viernes, 30 de noviembre de 2018

LA EDAD DE LA INOCENCIA.




   
   Si hay un territorio mágico en la existencia humana ese bien pudiera ser el de nuestra infancia. Durante el resto de nuestra vida somos el niño que fuimos. La infancia condiciona, pues, al hombre en que ha de convertirse el niño y, a pesar de los cambios, en ese hombre no dejará de latir el niño que fue. La vida puede amordazar y hasta ocultar al niño que fuimos, pero nunca podrá negar la luz a que se abrieron sus ojos. Sólo la muerte tiene esa prerrogativa. Somos los rostros de nuestra infancia, los lugares en que jugamos y los olores que percibimos. Nada como el momento de la vida en que nos abrimos al mundo, nos preguntamos por todo aquello que nos rodea y asistimos con asombro a descubrimientos que habrían de deslumbrarnos. Ningún hogar como la casa paterna ni familia como aquella de donde procedemos, ni voces como las que escuchamos, ni ojos como los que nos miraron, ni manos como las que nos acariciaron o nos amonestaron.



   No, no es verdad que el adulto entierra al niño que fue, a pesar de todos los desengaños y fracasos de la vida. El niño que fuiste vive en ti y te acompañará mientras vivas, por lo que irá contigo al sepulcro. Ese niño tiene el mismo miedo que tú, a pesar de que no lo digas, miedo ante la incertidumbre, ante la oscuridad y lo desconocido, ante el mundo de los adultos que le fascina y por el que curiosea. Un adulto es un niño decepcionado, un niño al que le ha sido desvelado el misterio, ese que ha dejado de soñar e imaginar, dando libre vuelo a su fantasía. Nadie tan desinteresado como el niño que no conoce el valor material de las cosas y que, por hacer amigos, no dudaría en desprenderse, incluso, de lo que es más valioso para él. Porque un niño conoce como nadie el valor de la amistad y necesita de afecto para crecer sano y feliz, para incrementar su seguridad y su autoestima, su confianza en un mundo que no entiende y que cuando venga a medio entender se habrá convertido en adulto. 




  Los niños necesitan de libertad y amplitud de espacios para crecer: se asfixian en lugares cerrados, como esos pajarillos que no dejan de aletear en el recinto reducido de su jaula. Como el pájaro es feliz en libertad y se hace al aire en cuanto se le abren las puertas de su encierro; lo mismo los niños, cuya espontanidad les induce a decir y a comportarse como son y como piensan, porque la hipocresía y el fingimiento son más bien cosa de los adultos. Sólo los niños han tocado el cielo con sus dedos, porque no hay mirada más limpia que la suya ni que más agrade al Creador. De la mano de la inocencia se conducen y no aguardan daño. Por eso "quien escandalizare a un niño, más le valiera atarse al cuello una piedra de molino y arrojarse al mar".



                                                                          José Antonio Sáez Fernández.



domingo, 18 de noviembre de 2018

RADIOGRAFÍA DE LA LLUVIA.



(El río Almanzora a su paso por Serón, Almería).



"Mientras sintamos caer la lluvia, habrá esperanza", sentenciaba el abuelo. Cuando sus ojos miraban alrededor, no veían más que desolación. La depredación humana había ido desposeyendo a la tierra de su capa vegetal y, si primero fueron cayendo los árboles porque hacía falta la madera para construir casas, para cocinar los alimentos o para calentarse, después fue la cubierta vegetal de tarays y retamas, de bojas y esparto la que fue sucumbiendo progresivamente, a la par que se abrían caminos y carreteras que removían la tierra para volverla estéril; pues la lluvia, si llegaba, era para acelerar la erosión provocando cárcavas y grietas que dolían como heridas sangrantes en el bramido de la lenta agonía de la tierra. Su piel gredosa, expuesta a los agentes de la erosión, era tan frágil que el viento, el sol y el agua, que se cernían raudos y con violencia sobre ella, la dejaban desnuda y desamparada, a merced de los elementos. Fue así como devino el erial en torno a la villa, al menos como el nieto lo recordaba de labios del abuelo.
"La tierra es nuestra madre. Ella nos acoge de nuevo en su vientre cuando emprendemos el viaje definitivo. Ella nos proporciona los alimentos que necesitamos, sobre ella crece la hierba y bajo ella se sepultan las raíces profundas de los árboles que nos dan sombra en verano y nos resguardan del sol abrasador, las mismas raíces que sujetan la tierra como puños duros y apretados. Sirve de cobijo a muchas criaturas que tienen su guarida en ella y sobre ella posamos con firmeza nuestros pies para dar gracias al Todopoderoso que la hizo fértil y fecunda, mimada por las aguas de los ríos y las fuentes, abonada por los excrementos y el limo que la estercolan. No viertas tú sobre ella líquidos corrosivos que la hieran de muerte ni contamines el lecho de los ríos que van a dar a la mar. La tierra, el aire, el agua son sagrados y los atentados cometidos contra ellos son crímenes de lesa humanidad. Ama la tierra, el aire y el agua, defiéndelos si es preciso, arriesgando tu propia estabilidad; porque la vida nunca será posible sin ellos" -concluía el abuelo, mientras el nieto escuchaba en silencio y guardaba en su corazón cuanto referían sus palabras.


                                                   
                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.



martes, 6 de noviembre de 2018

DÍA DE DIFUNTOS.



(Anto Carte: La Piedad)


   ¿Dónde estáis ahora aquellos que fuisteis puntos de referencia en mi vida y dónde la edad aquella? ¿Dónde vuestra presencia y vuestro abrigo, vuestro calor y el espacio que llenabais? ¿A qué esta orfandad y este desapacible frío que me hiela las manos? No vivimos, no, sino que sobrevivimos a la hecatombe de vuestra marcha, pues nos forjasteis a imagen y semejanza vuestra. Y nos convertimos en náufragos que, arrastrados por las olas, no avistan sino las arenas de la playa a donde fuimos confinados tras vuestra desaparición. 
   Somos, pues, los supervivientes, que no otra cosa; los que se sienten extraños en un lugar que ya vosotros no habitáis y, quienes aquí quedamos, no acertamos a habitarlo sin vosotros. Somos también, y sin acaso, los deshabitados. Resulta cruel privar a alguien de aquellos a quienes amó y dejarlo vivir con su desgarro como si nada hubiera ocurrido. Porque nos convertimos en seres escindidos, cortados por su mitad y, ya en la avanzadilla de la existencia, a la espera de nuestro inevitable final. 
   La vida se convierte así en una antesala de lo que siempre supimos que habría de llegar. El vacío que dejasteis resulta imposible de recomponer: aquí los perdidos, los rotos, los desposeídos. Estamos abocados al desasosiego en esta infinita necesidad de abrazaros, de besaros, de sentiros al lado, de escuchar vuestras voces, sentados tan cerca como siempre estuvimos. No hay día ni noche, ni instante ni hora en que no os convoque con amor y temblor en las manos, mis amados difuntos que me marcáis el camino en donde, a no tardar, habremos de encontrarnos.


                                                                   José Antonio Sáez Fernández.