domingo, 26 de mayo de 2019

SER ESPIRITUAL.







   La sociedad actual tiene una imperiosa necesidad de reivindicar la dimensión espiritual del hombre y afirmarse en ella, porque es universal; constituyente indivisible e inseparable, por consiguiente, de los seres que pertenecen a la especie humana. No hay por qué identificar religión con espiritualidad, pues el segundo concepto es mucho más amplio y abarcador que el primero. Y ello, además, porque las religiones parecen ser opciones, formas concretas y diversas a través de las cuales es posible acceder a la espiritualidad, aunque no forzosamente. La espiritualidad adquiere una única forma y la vía de acceso que conduce a ella es la mente, el conocimiento. Por eso, aquellas han sido utilizadas en ocasiones a lo largo de la historia por parte de determinados grupos humanos en su beneficio; no así la espiritualidad, que nos adentra en la dimensión de la más absoluta libertad individual y sitúa al hombre frente a sí mismo y la trascendencia. La espiritualidad es, pues, un ejercicio de ascesis individual, no comunitario, que no equivale tampoco a la mística; pues esta constituye el estadio superior de espiritualidad. La religión comprende normas, ideas, rituales y ceremonias; mientras que la espiritualidad suele carecer prácticamente de todas ellas. El hombre es un ser espiritual porque aspira al conocimiento, que es la pura abstracción, la llama que arde y es contemplada con ensimismamiento por los ojos absorbidos por el fuego interior. Es ese anhelo de conocimiento lo que ha de salvar a la humanidad: el camino hacia la sabiduría y el  íntimo conocimiento. 



   
   Conforme los hombres niegan su dimensión espiritual, se apartan de ella o simplemente abandonan su cultivo, atraen hacia sí mismos toda clase de desequilibrios que los acercan más al precipicio. Ha de existir en el hombre, mientras vive, un equilibrio entre lo físico y lo espiritual cognitivo. Desde el momento en que se produce el desequilibrio entre ambos, el mismo ser humano se tambalea y hace aguas. Parece indiscutible que tenemos necesidades físicas que han de ser satisfechas mínimamente para mantenernos con vida sobre la tierra que pisamos (hambre, cobijo, vestido, reproducción, etc.); pero, del mismo modo, lo que nos distingue de las demás especies y nos hace avanzar como tal especie no es otra cosa que el cultivo espiritual, el cultivo del conocimiento y la sabiduría puestos al servicio del bienestar y el progreso de aquellos que se irguieron sobre sus pies y al hacerlo, dejaron de arquear su espalda, agrandando su capacidad craneana para albergar el cerebro y asistirlo con el don del lenguaje, haciendo así comunicables y solidarias sus experiencias.





   El cultivo espiritual lleva al hombre a buscar respuestas a sus preguntas y, para ello, cuenta con su capacidad intelectiva, aquella que lo conduce de la nada, lo que no es, a algo, que sí es. La historia del ser humano sobre este planeta no ha sido otra que la búsqueda de esas respuestas, entre las que se encuentra la pura contingencia del ser en el tiempo y la trascendencia. ¿Quién indujo en la mente de nuestros antepasados, desde tiempos ancestrales, la necesidad de enterrar a sus muertos provistos de ajuares y alimentos de que habrían de servirse en otra dimensión, que no ya en esta física, material y limitada por el justo tiempo humano? ¿Acaso no suponían que habrían de necesitarlos más allá del fin de una vida perecedera? Luego… intuían que habría de existir otra dimensión que se prolonga más allá de lo aparente. Podría argumentarse que estaban equivocados, que la humanidad anduvo errada durante la larga noche de los tiempos y hasta en nuestros días, que todo eso no suponía más que una falacia por negarse a aceptar la pérdida de las personas que caminan a nuestro lado y de nosotros mismos en su día. La idea de que el universo y su orden, esto es, la armonía que lo rige no es fruto del azar o de la casualidad; se instaló así en la mente humana y a día de hoy, continúa aún inquietándonos y nos impulsa a seguir indagando en ella con sinceridad, hondura y autenticidad.




   La conciencia de que han querido dotarse los seres humanos a través de siglos y generaciones, no es asunto baladí. Responde a una necesidad de convivencia en la consciencia de la fragilidad individual y de los principios que deben regir la vida de los hombres y su convivencia. Se trata de normas morales o de comportamiento, vinculadas en parte al transcurrir de los tiempos; pero surgidas del convencimiento de su inevitabilidad. Tenemos un sentido del bien y del mal, hay acciones que repugnan a la naturaleza humana, como matar a un semejante, por ejemplo. Un hombre sin conciencia es un ser totalmente vacío, que va a la deriva de sí mismo y puede constituirse en una amenaza para sus semejantes, con los que convive. Creo que el ser humano del futuro ha de ser, si es, necesariamente, un ser espiritual que ame el arte, cultive el conocimiento y busque la belleza, el bien y la justicia, sin apartar de sus preocupaciones existenciales cuestiones tales como el devenir del tiempo, el sentido de la vida, el dolor, el amor, la trascendencia, la muerte o la eternidad.



                                                                  José Antonio Sáez Fernández.