jueves, 26 de septiembre de 2013

LUZ DE OTOÑO.






                                                                                       A la memoria de mi madre,
                                                                          Mariana Fernández Conchillo (1923-2004)


Está en oro el jinjolero bajo el sol del membrillo. Sembraron sus hojas una áurea alfombra alrededor de las ramas. Una tumba de hojas es la tierra abonada. Yacen mariposas difuntas al final del verano. Septiembre marchitó las ultimas rosas que regara la mano amantísima de la pálida ausente. El deshabitado se fue poblando de ausencias. Superficie arrasada, vasta extensión del caos, espacio sembrado de sal que, a su suerte, abandonó el conquistador. Páramos para la desolaciónn del invisible. Espíritu o barca a la deriva entre la niebla espesa. Tardes de otoño: Qué frágil vuestra luz, qué quebradiza, qué delicada seda, qué tejido suave, qué sutil fragancia en el aire más frío, qué rosa efímera en el jardín de hogaño, qué roce o qué caricia que apenas insinúa su túnica aparente... Así la vida, dulce como el licor destilado en el alambique, inaprehensible siempre. La eternidad: ¡qué lejos!



                                                                                         José Antonio Sáez.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

LAS POSTRIMERÍAS DE VALDÉS LEAL.




Don Miguel de Mañara sería el encargado de concluir las obras de la nueva iglesia de la Hermandad de la Santa Caridad. En el Hospital de La Caridad de Sevilla se exhiben dos de las pinturas más representativas del barroco español, obra de Juan de Valdés Leal (Sevilla, 1622-1690), las cuales abundan sobre los motivos de la brevedad de la vida y la vanidad de las cosas terrenales. Se trata de "In ictu oculi"; esto es: "En un abrir y cerrar de ojos"; y de "Finis gloriae mundi", o "Fin de las glorias mundanas". Ambas constituyen un motivo de reflexión permanente y una lección de vida que nos sitúa ante la cuestión esencial de la condición humana: la muerte como verdad aleccinadora.
   Dichas pinturas son conocidas como "Las Postrimerías" de Valdés Leal y, a mi juicio, por tal término debe entenderse "lo que viene después de la muerte", pues no en vano el prefijo post- significa "después de". El artista, hijo indudable de su época, viene a transmitirnos una verdad aleccionadora: la vida es tan breve y todo lo vivido es tan efímero como un parpadear apenas, un pestañear si se quiere, como un abrir y cerrar de ojos. En "In ictu oculi", la Parca lleva bajo el brazo izquierdo un ataúd y lo que parece un sudario, agarrando de esa mano la guadaña. Con la maño derecha y los dedos abiertos señala hacia ese "abrir y cerrar de ojos" y, bajo ella, aparece la vela apagada que sostiene el candelabro, símbolo del final de la vida. Sobre la mesa: el báculo, la mitra y el capelo cardenalicio, atributos del poder eclesiástico; capas, hábitos y vestiduras que con la corona, el cetro, el toisón y otros insignias y ornamentos representan la realeza y el poder mundano; espadas usadas en guerras, batallas y conquistas; libros que fueron compendio de todo el saber humano, palacios para la ostentación, pinceles, ramos de palmas para la celebrar la gloria vencida. Bajo su pie izquierdo, la Parca, que nos mira implacable de frente a través de las cuencas vacías de sus ojos, aplasta la bola del mundo. El fondo oscuro del cuadro empuja hacia el primer plano, poniendola de relieve tan aleccionadora ilustración, hermanada con los mensajes del pesimismo y el desengaño del barroco español.






 En "Finis gloriae mundi" la mano llagada de Cristo sostiene desde lo alto, en un espacio luminoso, la balanza en cuyos dos platillos, "Ni más", "Ni menos", queda reflejado el juicio de las almas. En el primero, el de la izquierda, aparecen los símbolos de los pecados capitales que llevan a la condenación eterna, mientras que en el plato derecho -con la inscripción "Ni menos"- podemos ver diferentes elementos relacionados con la virtud, la oración y la penitencia. De la libertad humana y de las obras del hombre depende el que la balanza se incline hacia uno u otro lado; esto es: la salvación o la condenación. Bajo los platillos de la balanza, en siniestra oscuridad, hay un osario y un esqueleto humano. En primera línea de la imagen, el cuerpo en descomposición de un obispo, con la tiara, sus vestiduras y el báculo, yace sobre su caja desvencijada. A su lado reposa un caballero de la Orden de Calatrava. Algunos otros detalles podrá advertir el lector, como la lechuza y el murciélago, pájaros de la oscuridad. Ambos cuadros están enmarcados en un arco que bien pudiera introducir en una cripta funeraria. La brevedad de la vida y la vanidad de las cosas terrenales quedan expuestas con un fin eminentemente didáctico y aleccionador ante los ojos escrutadores de los visitantes que se conmueven ante las dos pinturas de Valdés Leal, quien a buen seguro debió seguir las instrucciones de don Miguel de Mañara, legándonos con ello dos de los mayores símbolos artísticos del barroco español.


                                                                               José Antonio Sáez Fernández.


sábado, 7 de septiembre de 2013

BAJO LA FINA LLUVIA DE SEPTIEMBRE.






Llega septiembre, preludio del otoño, antesala del sueño, con sus alas desplegadas y amerizando sobre el agua llovida de tus ojos. Besa las olas con su pico de estaño o viene a caer en busca de los pececillos plateados que vagan por la superficie de un mar transparente. Llega septiembre con sus timbales y el coro de nubes que lo acompaña: las uñas aceradas y el color plúmbeo de los dedos gastados en la caricia. Llega y apenas deja una señal de aviso, un coro concertado de muchachas, el aroma del membrillo y las rosas tardías que exhalan su fragancia en el aire sostenido con la levedad de un pájaro diminuto. Viene insinuándose, tal como si amenazara con una fiebre de olores que aturden y enloquecen a los desafiantes, con su leve nota solar de melancolía, con un alarde de violines en fuga. Pues se entrega la novia esplendente al maduro galán que la corteja. En su mensaje efímero, septiembre es la desembocadura de un río navegable, las capitulaciones firmadas sin demora, el tiempo que apremia y la realidad del sueño que es la vida. Llega septiembre cambiante e inconsciente, como si no quisiera hacerse cargo de lo que es, con sus frutas maduras bajo el sol del verano y sus trasnochadas alegrías pasajeras. Llega con sus ribetes cambiantes de oro pálido y sus panes de oro para dorar los túmulos y las estelas de templos y de tumbas, de lugares abandonados y playas desérticas por donde deambulan los últimos náufragos solitarios que se resisten a aceptar que todo aquí termina. Llega el dulce y recatado, el mudo y revelador, el transparente... Viene con sus higos dulcísimos y sus pájaros voraces, apremiando a las uvas, vistiendo de amarillo a los amantes. Sólo sus manos enlazadas tienden un puente a las glorias perdidas, como quien rinde una fortaleza o entrega las llaves de una ciudad vencida. Septiembre es el espejo en que mirarnos y aceptar lo que somos, una lluvia en los ojos que roza las mejillas y resbala cayendo, pues en caída libre estamos los durmientes. Llega el desconcertante con "Dánae recibiendo su lluvia de oro", del Tiziano, portando bajo los brazos las "Postrimerías" de Valdés Leal. Llega el embriagado por los olores de después de la lluvia. Abridle las compuertas, salidle al paso, vosotros, caminantes, extranjeros, exiliados que lloráis por la patria perdida.


                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.