domingo, 27 de octubre de 2019

EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO.








   Vi llegar a lo lejos a un hombre que venía a pie por el camino serpenteante que lleva a nuestra hacienda y, a pesar de mi vista cansada y mi visión borrosa, no me cupo duda de quién se trataba. En seguida noté cómo se agolpaba la sangre en mi corazón, que daba saltos en mi pecho, y comencé a gritar el nombre de mi padre para que acudiese a mi llamada con urgencia: “¡Padre, padre, –le dije, con la respiración entrecortada-, tu hijo, mi hermano, aquél que te exigió la parte de la herencia que le correspondía y nos abandonó, regresa! Dirige tu mirada a quien se acerca por el camino polvoriento que lo trae a tu casa y nos lo devuelve”. No cabía en sí de gozo mi anciano padre, quien a sus muchos años apenas podía ver ya, y entrecortadamente, balbuciendo palabras inconexas, me dijo: “¡Rápido, hijo mío, ordena a los criados que maten el mejor y más tierno cordero guardado en el aprisco y que preparen la mesa para celebrar una gran fiesta; pues tu hermano regresa para alegrar los últimos días de su padre! Preparad agua caliente para que pueda asearse y disponed las mejores ropas que distingan a mi hijo, porque quien andaba perdido ha sido recuperado. Obedecí en seguida sus requerimientos y me apresuré a cumplirlos. 


   Cuando llegó ante su presencia, mi padre se abalanzó sobre él, se abrazó fuertemente a su cuerpo y lo estrechó contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus cansados y apagados ojos. Ignoro cuánto duró aquel abrazo, pero sé que no menos que el mío, ni menos apretado. Al semblante grave de mi hermano, correspondí con palabras de confianza, sin ningún reproche, al igual que no había salido tampoco ninguno de labios de mi anciano padre. Festejamos su regreso como nunca antes hubo celebración alguna en la hacienda. Y cuando nuestro padre llegó el final de sus días, murió en paz y reconfortado por sus dos hijos, pues ambos nos encontrábamos junto a él en su lecho de muerte. Mientras mi hermano acogía su frágil pulso entre las manos, yo cerré sus ojos y recibí su último aliento, como el de un bienaventurado, tal fuera su voluntad. Dimos a la tierra aquello que es de la tierra, el polvo al polvo, las cenizas a las cenizas y a día de hoy, unidas nuestras fuerzas, no cesa de prosperar la hacienda que ensalza la memoria de nuestro amado padre, siempre honrada por sus hijos.

                                                     José Antonio Sáez Fernández.


Ilustraciones: "El regreso del hijo pródigo", por Bartolomé Esteban Murillo.
                       "Abraham e Isaac", por Slava Groshev.


jueves, 24 de octubre de 2019

NUEVAS ESCENAS OTOÑALES.








   Ah, si descubrieras tu corazón y te exhibieras desnudo, aun sin proponértelo, cubriendo sólo con tus brazos la indefensión de tu cuerpo expuesto a la mirada ajena, tal y como viniste al mundo, tal y como fuiste creado. Quedarían al descubierto tus muchos miedos y tu cobardía, la indefensión y la vulnerabilidad de que estás hecho, débil carne amasada en barro. Si no pudieras ocultar tu temor al dolor y a la muerte, al sufrimiento y a las tinieblas eternas que nos atenazan. Di ahora, si te atreves, que no eres el más medroso de los seres, que no tiemblas y tartamudeas, que no se te traba la lengua ni palideces ante la dificultad, y que no eres capaz de llorar o suplicar ayuda, perdón, socorro, indulgencia, alivio... ¿Habrá alguien entre el gentío que observe al ecce homo, se apiade de él y le lance una túnica, un sayal, unos andrajos que cubran su púdica desnudez? He aquí al que se transparenta y no lo ignora, protegido tras una urna de cristal, maniatado con celofán, amordazado y enmudecido con esparadrapo. El que cae tres veces y hasta treinta y tres o ciento tres. ¿Qué Simón de Cirene te ayudará a levantarte? ¿Qué Verónica enjugará tu rostro mientras el gentío vocifera y clama contra ti o guarda un silencio expectante, varón de dolores, vientre de madre atravesado por siete dagas? Sobre el Lugar de la Calavera fuiste alzado en el aire y elevaste los ojos hacia el cielo: "Abba, Padre. En tus manos encomiendo mi espíritu".

                                              
                                                                             José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 12 de octubre de 2019

ESTAMPAS OTOÑALES.






I

Nos ubicamos bajo las ramas de aquel árbol frondoso, a través de las cuales se filtraba la luz cálida de un venerable otoño. Nos cobijamos a su abrigo y elevamos nuestros ojos a lo alto para que aquella luz nos deslumbrara y fue así como se iluminó tu rostro. Agradecí mucho aquella luz ascensional que me impulsaba a ir hacia ella, aunque yo no me sabía digno de los rayos que atravesaban mi costado, y acaso mi corazón entonces; envolviéndolo en esa herida de amor que no se cura. Oí sonar las lánguidas notas de un piano que sonaba límpido y claro en la mañana, como discurre el agua por la acequia que la conduce jovial por su curso sinuoso. Bajo el árbol, y en su tronco, grabamos nuestros nombres en medio de un corazón atravesado; mientras las hojas caían sobre nosotros o a nuestros pies como láminas de oro, zigzagueando en el aire hasta posarse sobre la tierra que las acogía amontonadas o superpuestas, disponiéndolas a fermentar y a pudrirse, estercolando la tierra germinadora.




II

Dispone el acemilero la modesta cabalgadura sobre cuyo plateado lomo ha de erigirse la adamada figura del Maestro y, azuzándola, se dispone a escoltarla con el grupo de sus discípulos y seguidores, los cuales portan palmas y ramas de olivo en sus manos, agitándolas y lanzando vítores a su paso. Rey de qué desposeído reino, exiliado, sin corona ni cetro, sin trono ni corcel sobre el que entrar triunfante en la ciudad, a cuyo alrededor se eterniza el desierto. ¿Qué vestiduras son esas las que viste? ¿Qué sandalias las que calza, nunca repujadas en oro, sino con el polvo de todos los caminos? Nadie ha lavado sus pies. Ninguna mujer ha llorado sobre ellos y los ha enjugado con sus lágrimas. Ni tampoco ha vertido sobre ellos un costoso perfume que escandalice a unos y otros. Tiempo hace que no asea sus largos cabellos, la venerable barba o los rizos que caen sobre sus hombros fornidos y a su espalda. A ambos lados del camino que desemboca en la puerta de entrada a la ciudad se han ido sumando gentes de toda la laya y condición. No cesan de aclamarle como si fuera un rey todopoderoso quien provoca su algazara y regocijo, mientras algunas mujeres arrojan a su paso ramos floridos y pétalos flotando en un agua de rosas. Han acudido a la cita enfermos traídos por familiares y amigos, aguardando el milagro que, dicen, puede ocurrir en cualquier momento: acaso atraigan la atención del Maestro, el rey que va a lomos de una borriquilla azuzada por el acemilero. Algunos curiosos abandonan el gentío que se congrega a las puertas de la ciudad tras comprobar de qué se trata. No va con ellos. Están en otra cosa y, embozados, se pierden por los aledaños como humo que avisa de que está cerca el fuego.

                                                         José Antonio Sáez Fernández.