Vi llegar a lo lejos
a un hombre que venía a pie por el camino serpenteante que lleva a nuestra
hacienda y, a pesar de mi vista cansada y mi visión borrosa, no me cupo duda de
quién se trataba. En seguida noté cómo se agolpaba la sangre en mi corazón, que
daba saltos en mi pecho, y comencé a gritar el nombre de mi padre para que
acudiese a mi llamada con urgencia: “¡Padre, padre, –le dije, con la
respiración entrecortada-, tu hijo, mi hermano, aquél que te exigió la parte de
la herencia que le correspondía y nos abandonó, regresa! Dirige tu mirada a
quien se acerca por el camino polvoriento que lo trae a tu casa y nos lo
devuelve”. No cabía en sí de gozo mi anciano padre, quien a sus muchos años
apenas podía ver ya, y entrecortadamente, balbuciendo palabras inconexas, me
dijo: “¡Rápido, hijo mío, ordena a los criados que maten el mejor y más tierno
cordero guardado en el aprisco y que preparen la mesa para celebrar una gran
fiesta; pues tu hermano regresa para alegrar los últimos días de su padre! Preparad agua caliente para que pueda asearse y disponed las mejores ropas que distingan a mi hijo, porque quien andaba perdido ha sido recuperado. Obedecí en seguida sus requerimientos y me apresuré a cumplirlos.
Cuando llegó ante su presencia, mi padre se abalanzó sobre él, se abrazó fuertemente a su cuerpo y lo estrechó contra su
corazón, mientras las lágrimas corrían por sus cansados y apagados ojos. Ignoro
cuánto duró aquel abrazo, pero sé que no menos que el mío, ni menos
apretado. Al semblante grave de mi hermano, correspondí con palabras de
confianza, sin ningún reproche, al igual que no había salido tampoco ninguno de
labios de mi anciano padre. Festejamos su regreso como nunca antes hubo
celebración alguna en la hacienda. Y cuando nuestro padre llegó el final de sus
días, murió en paz y reconfortado por sus dos hijos, pues ambos nos encontrábamos junto
a él en su lecho de muerte. Mientras mi hermano acogía su frágil pulso entre las
manos, yo cerré sus ojos y recibí su último aliento, como el de un
bienaventurado, tal fuera su voluntad. Dimos a la tierra aquello que es de la tierra, el polvo al
polvo, las cenizas a las cenizas y a día de hoy, unidas nuestras fuerzas, no
cesa de prosperar la hacienda que ensalza la memoria de nuestro amado padre, siempre honrada por sus hijos.
José Antonio Sáez Fernández.
Ilustraciones: "El regreso del hijo pródigo", por Bartolomé Esteban Murillo.
"Abraham e Isaac", por Slava Groshev.
"Abraham e Isaac", por Slava Groshev.
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