sábado, 12 de octubre de 2019

ESTAMPAS OTOÑALES.






I

Nos ubicamos bajo las ramas de aquel árbol frondoso, a través de las cuales se filtraba la luz cálida de un venerable otoño. Nos cobijamos a su abrigo y elevamos nuestros ojos a lo alto para que aquella luz nos deslumbrara y fue así como se iluminó tu rostro. Agradecí mucho aquella luz ascensional que me impulsaba a ir hacia ella, aunque yo no me sabía digno de los rayos que atravesaban mi costado, y acaso mi corazón entonces; envolviéndolo en esa herida de amor que no se cura. Oí sonar las lánguidas notas de un piano que sonaba límpido y claro en la mañana, como discurre el agua por la acequia que la conduce jovial por su curso sinuoso. Bajo el árbol, y en su tronco, grabamos nuestros nombres en medio de un corazón atravesado; mientras las hojas caían sobre nosotros o a nuestros pies como láminas de oro, zigzagueando en el aire hasta posarse sobre la tierra que las acogía amontonadas o superpuestas, disponiéndolas a fermentar y a pudrirse, estercolando la tierra germinadora.




II

Dispone el acemilero la modesta cabalgadura sobre cuyo plateado lomo ha de erigirse la adamada figura del Maestro y, azuzándola, se dispone a escoltarla con el grupo de sus discípulos y seguidores, los cuales portan palmas y ramas de olivo en sus manos, agitándolas y lanzando vítores a su paso. Rey de qué desposeído reino, exiliado, sin corona ni cetro, sin trono ni corcel sobre el que entrar triunfante en la ciudad, a cuyo alrededor se eterniza el desierto. ¿Qué vestiduras son esas las que viste? ¿Qué sandalias las que calza, nunca repujadas en oro, sino con el polvo de todos los caminos? Nadie ha lavado sus pies. Ninguna mujer ha llorado sobre ellos y los ha enjugado con sus lágrimas. Ni tampoco ha vertido sobre ellos un costoso perfume que escandalice a unos y otros. Tiempo hace que no asea sus largos cabellos, la venerable barba o los rizos que caen sobre sus hombros fornidos y a su espalda. A ambos lados del camino que desemboca en la puerta de entrada a la ciudad se han ido sumando gentes de toda la laya y condición. No cesan de aclamarle como si fuera un rey todopoderoso quien provoca su algazara y regocijo, mientras algunas mujeres arrojan a su paso ramos floridos y pétalos flotando en un agua de rosas. Han acudido a la cita enfermos traídos por familiares y amigos, aguardando el milagro que, dicen, puede ocurrir en cualquier momento: acaso atraigan la atención del Maestro, el rey que va a lomos de una borriquilla azuzada por el acemilero. Algunos curiosos abandonan el gentío que se congrega a las puertas de la ciudad tras comprobar de qué se trata. No va con ellos. Están en otra cosa y, embozados, se pierden por los aledaños como humo que avisa de que está cerca el fuego.

                                                         José Antonio Sáez Fernández.

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