I
Nos
ubicamos bajo las ramas de aquel árbol frondoso, a través de las cuales se
filtraba la luz cálida de un venerable otoño. Nos cobijamos a su abrigo y
elevamos nuestros ojos a lo alto para que aquella luz nos deslumbrara y fue así
como se iluminó tu rostro. Agradecí mucho aquella luz ascensional que me
impulsaba a ir hacia ella, aunque yo no me sabía digno de los rayos que
atravesaban mi costado, y acaso mi corazón entonces; envolviéndolo en esa
herida de amor que no se cura. Oí sonar las lánguidas notas de un piano que sonaba
límpido y claro en la mañana, como discurre el agua por la acequia que la
conduce jovial por su curso sinuoso. Bajo el árbol, y en su tronco, grabamos
nuestros nombres en medio de un corazón atravesado; mientras las hojas caían
sobre nosotros o a nuestros pies como láminas de oro, zigzagueando en el aire hasta
posarse sobre la tierra que las acogía amontonadas o superpuestas,
disponiéndolas a fermentar y a pudrirse, estercolando la tierra germinadora.
II
Dispone
el acemilero la modesta cabalgadura sobre cuyo plateado lomo ha de erigirse la
adamada figura del Maestro y, azuzándola, se dispone a escoltarla con el grupo
de sus discípulos y seguidores, los cuales portan palmas y ramas de olivo en
sus manos, agitándolas y lanzando vítores a su paso. Rey de qué desposeído
reino, exiliado, sin corona ni cetro, sin trono ni corcel sobre el que entrar
triunfante en la ciudad, a cuyo alrededor se eterniza el desierto. ¿Qué
vestiduras son esas las que viste? ¿Qué sandalias las que calza, nunca
repujadas en oro, sino con el polvo de todos los caminos? Nadie ha lavado sus
pies. Ninguna mujer ha llorado sobre ellos y los ha enjugado con sus lágrimas.
Ni tampoco ha vertido sobre ellos un costoso perfume que escandalice a unos y
otros. Tiempo hace que no asea sus largos cabellos, la venerable barba o los rizos
que caen sobre sus hombros fornidos y a su espalda. A ambos lados del camino
que desemboca en la puerta de entrada a la ciudad se han ido sumando gentes de
toda la laya y condición. No cesan de aclamarle como si fuera un rey
todopoderoso quien provoca su algazara y regocijo, mientras algunas mujeres
arrojan a su paso ramos floridos y pétalos flotando en un agua de rosas. Han
acudido a la cita enfermos traídos por familiares y amigos, aguardando el
milagro que, dicen, puede ocurrir en cualquier momento: acaso atraigan la
atención del Maestro, el rey que va a lomos de una borriquilla azuzada por el
acemilero. Algunos curiosos abandonan el gentío que se congrega a las puertas
de la ciudad tras comprobar de qué se trata. No va con ellos. Están en otra
cosa y, embozados, se pierden por los aledaños como humo que avisa de que está
cerca el fuego.
José Antonio Sáez Fernández.
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