miércoles, 26 de febrero de 2014

ALEGORÍA DE LA NAVE DE LOS LOCOS.






He aquí la barca de los sin patria. Quienes se lanzaron a la mar un día lejano añoran el acceso a una playa que no han de heredar. En días oscuros, arrecia la tormenta y las olas se vuelcan bravías sobre la cubierta de la nave. Algunos marineros han enloquecido, otros se arrojaron al mar en vadeando la Isla de las Sirenas, cuyos cantos provocan la locura en la tripulación. Bien pudiera encallar nuestro barco de no ser por la pericia del capitán, diestro en el arte de la navegación y conocedor de estos mares inhóspitos, repletos de peligros innumerables. Sin otro techo que el cielo y otro suelo que las aguas bajo el armazón de madera que nos protege, pasamos los días y las noches a la espera de que el vigía nos anuncie el avistamiento de la costa. Mas esa hora no llega y no son pocos los que desesperan en el alcohol o en riñas que no resuelven nada, sino que entorpecen y retrasan nuestro objetivo. Va para dos años que salimos de nuestro añorado solar en el Mediterráneo y vagamos a la deriva por el océano, perdidos en este mar de nuestros pecados y estimulados por el afán de aventura. Mil peligros nos acechan y ya son muchos los nuestros que han perecido en la travesía, presa de las enfermedades y de la adversidad. En el mascarón de proa de nuestra nave portamos la insignia de la patria que nos viera nacer y abandonamos; en el corazón llevamos la imagen de nuestras mujeres que salieron a despedirnos con lágrimas en los ojos y los niños colgados de los brazos, junto a su regazo. Este es el día en que ignoramos nuestro paradero. Sólo las nubes nos visitan, y los peces que vienen a caer en nuestras redes y constituyen nuestro sustento diario. Recogemos el agua de lluvia que el cielo nos regala, pero son muchas las ocasiones en que hemos visto el rostro duro y frío de la muerte. 
Hoy ha sobrevolado nuestra nave un grupo de aves marinas, lo que nos hace sospechar que en las próximas horas o días tocaremos tierra. No sabemos que nos deparará el destino. Confiamos en que, de ser una nueva isla, ésta nos proporcione alimentos y agua dulce para continuar la travesía. Salimos un día de nuestra patria en busca de aventura y ahora sólo deseamos encontrar una tierra que nos acoja en medio del océano, donde poder depositar nuestros huesos doloridos por la lucha sin cuartel que sostenemos contra el mar y por nuestra supervivencia. ¿Cuántos de nosotros lograrán arribar a la playa que soñamos?... Firma este cuaderno de bitácora un marinero que lo escribió por no enloquecer como sus compañeros.


                                                                             José Antonio Sáez Fernández.



viernes, 21 de febrero de 2014

DIVÁN DE LOS AUSENTES.






La vida es una continua pérdida. Todo lo vamos dejando atrás para llegar desnudos a la meta, como los hijos de la mar, que dijera Machado. Es obvio que nada nos llevamos, que el equipaje ha de ser ligero, inevitablemente, para un viaje que no es sino un abrir y cerrar de ojos (in ictu oculi). No llegamos a este lugar para quedarnos. ¿Para qué obstinarse, entonces, en instalarnos cómodamente en este suelo si solamente pasábamos por aquí? Somos viajeros que andan de paso por un planeta azul. Nuestro destino está más allá del firmamento y las estrellas que, a simple vista, podemos vislumbrar en la noche constelada. Somos una inmensa lágrima, un grito que se escucha en el silencio, el llanto de un niño o el gemido de algún desventurado que rumia su soledad y su desamparo ante la ignorancia de sus congéneres. Navegantes que abandonaron un día la tierra que los viera nacer, la Ítaca de su llanto y su nostalgia, la patria añorada a la que no dejamos de nombrar sin temblor en los labios y una enorme congoja en el corazón. Uno no debiera volver sobre los lugares que va dejando atrás y, sin embargo, hemos de cerrar el círculo, regresar al lugar en donde nuestros ojos se abrieron para ver la luz primera y el rostro amado de la madre que deambula extraviado en la memoria. Somos, sí, lo que hemos perdido y lo que nos resta por perder. Todo se nos va como agua entre los dedos. Somos los que se inmolan y los inmolados por el paso del tiempo.
Hasta ayer tú crecías como el alto abeto de los bosques silentes. Tus raíces bebían de la más fresca agua que en lo hondo del valle hacía sonar el gran tambor del aire. Danzabas y te erguías atrapando, incorpóreo, el espacio yacente que ante ti se cernía. Hoy escribes tu nombre con temblor en los dedos y te despides agitando las manos como el que pide auxilio y se sabe condenado a la ausencia. Somos nuestros ausentes, aquellos que nos faltan, y ellos fueron nosotros. ¡Cómo extender los brazos y no tocar su rostro y besar sus mejillas y decir al oído las hermosas palabras desde este desconsuelo! Sois vosotros, ausentes, quienes me vivís y hacéis que yo vista el traje de los lunes, por quienes extiendo este amor por el mundo que me duele tan alto, que desgarra profundo.


                                                                                   José Antonio Sáez Fernández.

martes, 18 de febrero de 2014

CUANDO EL AMOR SE MUERE.






Malos tiempos éstos en donde crece la desconfianza entre los seres humanos y se ahonda el abismo en los corazones. Creo que esa desconfianza nace, en buena medida, del desconocimiento. Crece, pues, el recelo cavando una profunda sima entre las almas, dificultando el acceso a nuestra, al presente, clamorosa necesidad de los demás. Un hombre no es tal si no es en los otros, por los otros, para los otros. Tiene más sentido la vida si se vive por alguien y para alguien. La generosidad es un don, como lo son la capacidad de entrega y de sacrificio. En la medida en que se da, el hombre accede a estadios superiores de la dignidad humana. En las complicadas relaciones entre los hombres y las mujeres del siglo XXI ha surgido una nueva circunstancia y no precisamente meritoria, pues entiendo que han crecido en el interior de las gentes la desconfianza y el recelo, forjando un gélido muro entre ambos seres creados a imagen y semejanza de la divinidad. Se resquebraja el amor como sentimiento máximo humano, proyección de lo más noble de los dioses sobre sus frágiles criaturas. Un concepto reduccionista del amor se extiende hoy entre nosotros hasta empequeñecer o minimizar la grandeza del más noble de esos sentimientos. Muchos, cada vez más, son quienes han equiparado al amor con la atracción, magnificando así la dimensión pasional de la más grande y magnífica de las emociones humanas. Porque el ser humano es un conglomerado de emociones y sentimientos, por un lado, y de raciocinio por otro. "También el corazón tiene sus razones que la razón no entiende" reza el dicho. 
El recelo, la desconfianza, el desconocimiento entre los seres humanos vienen contribuyendo, a mi juicio, en nuestros días a esa concepción reduccionista, empequeñecedora y minimalista del amor como atracción y a la dimensión pasional del mismo. Siendo importante, que lo es, esa dimensión pasional del amor a que conlleva la atracción (lo cual, en opinión de los entendidos, no deja de ser una reacción química del organismo); no es menos cierto que el amor tiene una dimensión más ambiciosa y trascendente que está inmersa en el ámbito de las emociones y de los sentimientos humanos. No hay amor que no implique sufrimiento, de tal modo que quien no está dispuesto a sufrir tampoco debiera estar dispuesto a amar. El amor con ambiciones de proyectarse indefinidamente en el tiempo y entre dos seres humanos parece ser aquél que está fundamentado en un proyecto de vida en común, el cual camina abrazado al sacrificio, a la generosidad, al respeto, a la fidelidad, a la tolerancia... Lo que pone a prueba el amor es su capacidad de resistencia ante lo adverso, pues en tiempos de bonanza sólo hay que dejarse llevar por la corriente. También suele ser la capacidad de sacrificio lo que nos pone a prueba a lo largo de la vida.
Crece la desconfianza entre los seres humanos abriendo una brecha insalvable en el corazón de los hombres. El amor parece ser también hoy un superviviente. Y la constatación de esta certeza es lo que más debería preocuparnos; si no, afligirnos.

                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.

viernes, 14 de febrero de 2014

EL PASTELITO ENVENENADO.




Las nuevas tecnologías, especialmente los teléfonos móviles, están creando serios problemas en los jóvenes. Sin poner en duda la eficacia comunicativa de las mismas y su incuestionable ventaja en las relaciones humanas, va a resultar que son como un pastelito envenenado. Quienes trabajamos con los adolescentes venimos comprobando día a día la situación de dependencia permanente que estos han desarrollado respecto a la tecnología digital representada especialmente por los móviles y, por extensión, con el whatsapp. Ya se ha inventado un nuevo vocablo, monofobia, para denominar a una patología que viene a significar en esencia la excesiva dependencia del móvil hasta el punto de que la persona enganchada padece verdaderos síntomas de ansiedad y angustia, incluso taquicardias cuando no puede acceder instantáneamente a su teléfono móvil. A esa situación de dependencia evidente y fácilmente observable hay que sumar otras connotaciones no menos importantes. Me explico: se está produciendo en muchos casos un estado de permanente aislamiento personal que conduce a un cambio patológico en las relaciones sociales y en la comunicación entre los seres humanos en la sociedad del siglo XXI. Cada vez con más frecuencia se difunden fotografías y mensajes en las que un grupo de personas permanecen ensimismadas y absorbidas por el teléfono móvil y los auriculares, incluso en grupos reducidos y en lugares de ocio, ignorando a otras de las que están acompañadas y que, a su vez, andan abducidas por su propia telefonía móvil. La conversación, la charla parece haberse sustituido por la dictadura de la máquina que ha sometido las mentes dotadas de inteligencia y voluntad a su capricho, anulándolas, dejándolas vacías, inermes, indefensas ante la más mínima manipulación. Anulada la voluntad por la máquina, sin capacidad crítica o de defensa algunas, ¿qué porvenir aguarda a estos jóvenes y adolescentes que deambulan por las calles como zombies o robóticos seres inermes? Las nuevas tecnologías tienen indudables ventajas -¡cómo poder negarlas!-, pero están influyendo alarmantemente en lo que podríamos calificar de "proceso de descerebración masiva", que convierte en seres pasivos, amorfos e indolentes a nuestros jóvenes, reduciendo considerablemente su capacidad crítica y de esfuerzo, en muchos casos inexistente o no formada. A ello contribuye descaradamente una programación televisiva embrutecedora y castrante. Seres indefensos, al fin y al cabo, ante la todopoderosa industria de la telefonía móvil y las multinacionales. He escuchado a algunos amigos decir que tal vez el peligro esté en el uso que se hace de estos medios, pero añado que no sólo radica en ello. Y eso que soy plenamente consciente de que aquí no hay vuelta atrás.
Otra consideración que me parece oportuna y necesaria es el tiempo diario que absorben estas nuevas formas de comunicación, las cuales se han convertido ya en erramientas cotidianas insustituibles. Demasiado, en efecto. La telefonía móvil, las nuevas tecnologías, las redes sociales, los videojuegos, las consolas demandan una enorme dedicación y la práctica totalidad del tiempo de que disponen demasiadas personas que han caído definitivamente en su tela de araña. Reflexionen los adultos y los padres de estos chicos y chicas enganchados al móvil. Reflexionemos todos y denuncien sociólogos, psicólogos, psiquiatras y demás especialistas los peligros que nos acechan en cuanto nos está ocurriendo. Porque sufrimos la amenaza de una anulación masiva, con cerebros huecos o llenos de serrín, de almas a la deriva de la incomunicación y la soledad permanentes. Seres instalados en la abulia, acríticos, anulada su voluntad y entregados a la pasividad, cada vez más solos, hastiados e indefensos.

                                                                                   José Antonio Sáez Fernández.

miércoles, 12 de febrero de 2014

FÁBULA DE LA MUERTE Y EL CABALLERO.





                                                   A la memoria de Domingo F. Failde.

"Después de puesta la vida/ tantas veces por su ley/ al tablero;/ después de tan bien servida/ la corona de su rey/ verdadero;/ después de tanta hazaña/ a que no puede bastar/ cuenta cierta,/ en la su villa de Ocaña/ vino la Muerte a llamar/ a su puerta,/ diciendo: <<Buen caballero,/dejad el mundo engañoso/ y su halago;/vuestro corazón de acero,/ muestre su esfuerzo famoso/ en este trago (...)"
                                                                                                   
                                                                                                       Jorge Manrique: Coplas.


Coincido en general con la opinión de que el poeta no es un ser humano fabricado de una materia especial. No entiendo la poesía sino como un menester humilde, surgido de la reflexión y la indagación interior, y la actitud del poeta como un estar alerta a las señales que surgen tanto del exterior como de su interior. Y digo "en general" porque, si acaso, el poeta es un ser con una singular conciencia de la presencia permanente de la muerte en la vida, de la fragilidad de ésta y de la amenaza continua que se vierte sobre ella. La vida sería así como una frágil vasija que puede romperse en cualquier instante. Los poetas no cortejan a la muerte, sino a la vida. Parecen coquetear con la primera, aceptar su invitación al baile, como en aquellas macabras danzas medievales, porque saben que ella es la triunfadora todopoderosa, la permanente e invicta. La presencia de la muerte en la vida resulta indiscutible e imposible de ocultar por más que nos obstinemos en negarla. El poeta así: un ser ante la muerte que celebra la vida. La vida no es justa y la muerte, con demasiada frecuencia, lo es menos. Ante ella rinde sus bien medidas armas el poeta. Y si a veces se rebela por el yugo mortal que nos aflige, cae luego a tierra y le rinde pleitesía. Recuerdo que hace muchos años alguien me dijo que si por él fuese estipularía periódicamente una visita obligatoria a los hospitales y a los cementerios. El dolor y la muerte es lo que somos, es lo que tenemos, es lo que nos queda.
Acaba de morir en Jerez de la Frontera uno de mis más cercanos e íntimos, mi hermano espiritual: el poeta Domingo F. Failde García y me he puesto a hilvanar unas líneas que me lo traigan vivo a la memoria y me lo recuperen, siquiera sea momentáneamente, para aliviar la congoja que me aflige. Como era un caballero, Domingo cortejaba a la muerte como si de una dama se tratara, le lanzaba requiebros en sus versos y sostenía con ella los más altos desafíos a sabiendas de que nunca podría ganar la partida de ajedrez, los retos a los que ella, sabedora de su superioridad, no contestaba a la espera de que llegara su momento. Pero contrariamente a lo que pudiera parecer, Domingo F. Failde no era un poeta de la muerte, sino un vitalista como pocos, con un deseo irreprimible de exprimir la existencia y vivirla hasta casi rozar sus límites. Poeta culto, sabedor de latines y degustador de los clásicos, era amable y gentil caballero. Como tal trataba a la muerte, aun siendo conocedor de las argucias de tan terrible dama. La poesía y la vida de Domingo F. Failde han querido ser una respuesta a la omnipresencia de la muerte como tema determinante de la condición humana, un concierto barroco en el que literariamente están presentes todos los tópicos verdaderos de la existencia. Ahora Domingo se ha dejado ganar la partida de ajedrez como el cabellero que no desea desairar a una dama. No la cortejará más porque ella ha vuelto inexorablemente a triunfar sobre la vida. Pero quizás, despúes de todo su transitar por este valle de lágrimas, el poeta haya conseguido con sus versos ganarle una última batalla pues, sin pretenderlo, la dama de luto lo ha proyectado hacia la eternidad.


                                                                             José Antonio Sáez Fernández.

viernes, 7 de febrero de 2014

LOS PÁJAROS.





 No imagino un cielo sin pájaros, ni un mundo, ni una vida sin pájaros. Los pájaros son criaturas que se abren al aire y surcan el espacio acariciándolo con sus alas abiertas. Cuando remontan las nubes buscando las alturas es porque tienen aspiraciones superiores. Los pájaros y los niños son las criaturas preferidas por los dioses. Nadie más inocente ni con más candor. Nadie más confiado en la providencia ni más indefenso o desamparado. Nadie más seguro en la bondad de los ojos que contemplan. Ellos, con los ángeles y los arcángeles, forman el coro celestial y sus trinos resuenan junto al arpa de un dios que se deleita con su canto y el alboroto de niños que juegan en las plazas. Oír a los pájaros, entender su lenguaje en clave, descifrarlo, supone un gran deleite para el alma afligida o muy lastimada por el desamor. Ven junto a mí y escucha, tú que andas encadenado a la soledad. No hay armonía superior a esta melodía que brota de sus gargantas ni timbre más preciado que el de este diapasón. Ve cómo, en la cara de sorprensa y en la emoción de cada niño, se inaugura el mundo. Y ve con qué temblor toma el infante en sus manos el pajarillo vivo que ha caído del nido. Porque apenas sentir su corazón acelerado va y las abre con grande estremecimiento y deja en libertad lo que indescriptiblemente nunca retuvo a su capricho.
Cuando enfermó de melancolía, muy sesudos doctores se reunieron para estudiar su caso y le recomendaron que se internara en el bosque para escuchar el canto de los pájaros. No había mejor terapia para los males del alma, le afirmaron. Y cada día sus oídos se abrían a la vida que le brindaban las flores, las plantas y los árboles aguardando el sinuoso canto que cura las heridas que no se ven, aunque sí se detectan. Cuando enfermó de tristeza paseaba en soledad para escuchar a lo lejos el alborozo de los pájaros ocultos entre la hojarasca del árbol dormitorio o adormidera. Allí acudía al caer de la tarde, mientras el sol agonizaba lentamente sobre los montes cercanos que circundaban la estancia sacudida y más allá, hasta donde sus ojos cansados lograban atisbar el horizonte. Así soñaba en irse, calladamente, fundiéndose con el gozo íntimo de los pájaros, con su levedad e ingravidez, desplazándose con las corrientes de aire. Leve ya él mismo, ínfimo, mínimo, con los pájaros y los niños, asciendo entre nubes como algodón de azúcar. Pura golosina para los pequeños.

  
                                                                              José Antonio Sáez Fernández.