lunes, 16 de septiembre de 2019

GOTA FRÍA.



   


   Nunca el ser humano estuvo tan perdido como lo está en la sociedad de nuestros días, una sociedad que lo ha abocado hacia el materialismo, el agnosticismo, el escepticismo y toda clase de ismos que quieran o puedan añadirse. Nos prometieron una sociedad del bienestar, algo así como un cielo en la tierra, a cambio de un salario por nuestro tiempo, trabajar y consumir, gastar y desgastar en una vorágine destructora que nos está devorando y agotando los recursos disponibles en un planeta que agoniza. No estábamos preparados para que filósofos como Nietzsche decretasen la muerte de Dios, ni tampoco para vivir dos guerras mundiales que bordearon el holocausto de la humanidad. En medio del horror y la tragedia desde la que habíamos divisado el lado más oscuro y funesto del ser humano: el del animal o la fiera siniestra y sombría que todos llevamos dentro, con un poder de destrucción sin límites.



   Y en medio de todo, los voceros del Apocalipsis, los falsos profetas y los verdaderos, los iluminados anunciando en la plaza pública el fin del mundo, reclamando la dimensión espiritual del hombre, el amor como única arma capaz de salvar un mundo habitado por seres humanos, con sus ambiciones y sus muchas miserias, con su desvalimiento y su arrogancia, así como con el sesgo de Caín sobre las cejas. Conocimiento, cultura, reflexión, solidaridad y respeto, convivencia, justicia equitativa fueron conceptos barridos por el viento asolador que generaron los campos de concentración y el holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Las ideologías y los líderes políticos, marionetas al fin y al cabo de las multinacionales y del gran capital; las religiones del miedo, el conformismo, la resignación y el sentimiento de culpa no acertaron a conducir a los pueblos y a sus habitantes por las sendas del esfuerzo y el sacrificio, la austeridad y el reparto equitativo de los bienes que procuraran a las gentes una vida digna, acercándolos, sólo en lo posible, a una utópica felicidad por la que habrían de luchar para aproximarse siquiera a ella. No interesaban ya los cerebros pensantes y críticos, sino las ovejas que se dejaban llevar mansamente al matadero. Libertad, sí, pero libertad vigilada, bajo sospecha, dentro del recinto amurallado que propicia el control, bajo cámaras de vigilancia y redes sociales en la era digital: la de internet y los teléfonos móviles. Nada más fácilmente controlable por los ordenadores y las computadoras que el individuo asalariado con derecho a gastar su salario en bienes que habrían de proporcionarle de manera ficticia la felicidad ansiada, las vacaciones, la ilusión de su tiempo vendido al mejor postor, pues había que comer y la maldición bíblica, ya se sabe: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.


   
Algunos dicen que no hay vuelta atrás, que todo está decidido, que suenan las trompetas del Apocalipsis; otros, sin embargo, auguran que el ser humano será capaz de adaptarse a vivir en medio de la violencia, la contaminación y el caos; que para cuando todo eso llegue, ya habremos colonizado un nuevo planeta a donde los más ricos podrán formar colonias humanas y, si acaso, llevarán a ellas a una clase inferior que les hará las faenas que estimen como ingratas o vejatorias. Los últimos resisten y se empecinan en proclamar que la única revolución posible, esa que tenemos pendiente y que ha de salvar a la humanidad doliente y sufriente, es la revolución del amor, la del espíritu: la Era de Acuario.
                                                                                                                        
                          José Antonio Sáez Fernández.








domingo, 1 de septiembre de 2019

DESVARIANDO.







   Urge un rearme moral de la sociedad, una suerte de concienciación general, “un redoble de conciencia”, que diría Blas de Otero, o un regreso a la propia conciencia, libre y crítica, como guía moral de las acciones humanas. Puede que nunca la especie, la sociedad y hasta el mismo planeta corrieran un mayor riesgo que en esta época de incertidumbre y desasosiego. Pareciera que la cordura no ha de regresar al corazón humano sino tras una cruenta experiencia de dolor y, si así fuera, ¿qué nueva catástrofe de dimensiones colosales podría aguardarnos?

   El mundo se ha deslizado por una espiral de vértigo, hemos imprimido a nuestra vida tales cambios y a semejante velocidad que no tenemos tiempo ni oportunidad para adaptarnos a ellos; lo cual nos crea gran inestabilidad emocional y psíquica. Los hombres necesitamos espejos de referencia, espejos donde mirarnos, pero no los tenemos ni podemos reconocernos en la dimensión en 3D que nos proyectan, porque sabemos que todo se equipara con lo virtual y el autoengaño. La política, la economía, la religión, los medios de comunicación, la tecnología y el modo de vida en que hemos entrado no nos proporcionan soluciones, sino más desequilibrio y zozobra.





   En ocasiones, ni siquiera reconocemos, tanto por sus palabras como por sus decisiones o actuaciones, a quienes más cercanos nos son. Puede que hayamos entrado en la jaula de los locos, que nos encontremos ya en una jaula de grillos y estemos todos a punto de perder la cordura, el sentido común, que dicen es el más común de los sentidos. Debemos ralentizar la máquina para que no descarrile, reclamar el sosiego necesario para replantearnos el rumbo de autodestrucción que llevamos, pues vamos fuera de control, a una velocidad de vértigo suicida. Y nosotros estamos por la perpetuación de la vida en el planeta, por la multiplicación, y no por la extinción, de las diversas especies animales y vegetales que lo pueblan y habitan, por la convivencia respetuosa del hombre con su medio…

   Dejemos las estadísticas de desarrollo y productividad aparcadas a un lado y exijamos una apuesta sostenible para los seres vivos que habitan este planeta que se llama Tierra. No pretendemos el suicidio colectivo ni la extinción de ninguna especie, ni tampoco dejar a las nuevas generaciones un planeta estercolero, un inmenso cementerio de aguas, aire y tierra contaminados, sembrado de tumbas y fósiles de una civilización extinta. Detengamos la máquina y parémonos a reflexionar sobre qué estamos haciendo con nuestra vida y nuestro medio natural. Salgamos de esta espiral de autodestrucción en que nos hayamos inmersos.
                                                                
                      
                                                              José Antonio Sáez Fernández.


Nota: Las fotografías son de William Eugene Smith.