lunes, 24 de septiembre de 2018

QUIMIOTERAPIA.



(Imagen de Paz Errázuriz Körner)




   Abrázame fuerte, me dijo. Y baila conmigo hasta rayar el alba. Dime que la muerte no ha de poder jamás con nuestro abrazo y que no podrá arrancar mi cuerpo de tus manos, escindiéndonos ahora, en este mismo instante en que somos uno. Dime que no somos dos mitades, sino un todo y que, aunque la muerte se empecinara en llamar a uno de nosotros, lo impediría el otro. Baila con la del pecho cercenado y la quimioterapia, condúceme hacia el vals que suena en los oídos de mi alma y bésame en los labios. 
   Sea tu beso tan largo como las breves horas que restan hasta que cante el gallo y comiencen a iluminarse los rincones escondidos de la calle. Bésame con los besos de tu boca. Besa la cabeza rapada que el pañuelo cubre con su alegre diseño, pues celebramos la vida y este vals es como un salmo, como la embriaguez que sigue a la fiesta tras los decorados que clausuran o enclaustran la mirada. Yo no pido otra cosa que me lleven tus brazos sobre el enlosado salón donde suena la orquesta, que te muevas con el estilo y la sobria elegancia de quien te lleva en volandas, te envuelve y te hace girar ante el asombro de aquellos que observan la magia que urge al movimiento.
   Alárgame tu mano, extiéndela para que pueda sostenerme y sostenerla, para gire en torno a ti con el vigor del trompo y en el olvido de náuseas y de arcadas. Sea tu brazo roca a que asirme en mi fragilidad, en esta suprema debilidad que me hace temer lo que presiento que no será, si tú no me despegas de tu cuerpo. Bailemos este vals a que estamos llamados desde la creación del mundo, tú y yo solos, como si nadie existiera y la vida no fuese otra cosa que la invitación a un baile que sólo aceptan los osados; mientras los tímidos se limitan a dejarlas pasar, fingiendo que no va con ellos el asunto y que la orquesta no toca su canción, sino la de otros. Pero en el fondo sabían que era su oportunidad de entrar en el baile y que quizás no habrían de tener otra.
   Baila conmigo y hagamos que el mundo se origine de nuevo, como cuando todo estaba por estrenar y la nieve revestía con su manto de pureza las lomas de los montes, en lontananza. Remontémonos al origen, cuando era yo la niña de primorosas trenzas que recogía blancas margaritas del sembrado y a la que su madre pasaba largas horas peinando despaciosamente los cabellos, que esplendían bajo la delicada luz de la mañana. Dime, susúrrame al oído que la muerte no ha de poder contigo ni conmigo, pues no somos dos, que somos uno, y no permitirá el uno que invite al otro, fascinado, a bailar una danza que no puede imponernos.


                                                             José Antonio Sáez Fernández.




lunes, 17 de septiembre de 2018

LOS FRUTOS DEL GRANADO.



(Ilustración del pintor chino Lui Liu)




Aquella joven había, sin duda, enloquecido. Se paseaba desnuda entre los árboles frutales y atesoraba granadas en sus manos, apretujándolas junto a su pecho mientras sonreía felicísima. Sus mejillas sonrosadas eran granadas, su boca y sus labios, su piel que alboreaba, del color de la granada. Atesoraba granadas que le rebosaban en sus manos y hasta caían sobre la hierba, por lo que las volvía a recoger, acunándolas entre sus senos. Se creía una princesa que danzara sobre un lecho sombreado por las frutas del granado y se obstinaba en tejer collares de rubíes en torno a su blanco cuello y el perfil erguido de su nuca, emulando una rosa blanca entre la espejeante púrpura del fruto que refulgía bajo el plenilunio. Rubíes los granos de la fruta coronada, la reina de las frutas que atesora sus piedras preciosas para embellecer a la más bella, y dulce, y pálida entre las pálidas. Cuando la luz se cierne sobre la pendiente que desciende hacia el desfiladero de sus copas, esplenden allí los granos de la granada, cegadora entre la nieve de las cumbres. 
   Y fue así hasta que aquel joven atravesó el jardín para espiarla y se compadeció de su locura, cubriéndole el cuerpo desnudo con su capa para darle calor y cobijarla a su abrigo, mientras ella lo miraba con ojos abrumadoramente abiertos y sonreía tan cercana que lo obligaba a respirar su aliento. Él correspondía a la vigilia de sus ojos con la mirada afable de los suyos y le obsequiaba con las flores que iba cortando del granado, con las cuales fue sembrando sus cabellos de oro y sobre los que iba posando sus labios espaciadamente, hasta devolver el sosiego al corazón atribulado de la muchacha.



                                                            José Antonio Sáez Fernández.




lunes, 10 de septiembre de 2018

MEJOR IGNORARLO.


(Fotografías de Eladio Begega)


   Desandar lo andado. Regresar sobre los pasos que fuimos dejando atrás. Recuperar lo perdido. Volver a nacer de nuevo. Revivir o resucitar. Aspiraciones imposibles y eternas de los seres humanos que encontramos consuelo en ellas ante la debacle que es la vida y su desenlace final. Cierto que nos es posible evocar el pasado y recuperar lo vivido a través del recurso a la memoria, aunque el paso del tiempo es cruel e irreversible, implacable y sentencioso. También la desmemoria, la demencia senil o el altheimer son enfermedades que atenazan esa magnífica máquina de procesar que es el cerebro, donde se atesora la memoria. Al cabo, sólo la memoria de lo que fuimos nos va quedando y, a poco, ni siquiera eso.  Rebobinar la película de nuestra vida para nacer de nuevo, aun sabiendo las calamidades y sufrimientos a los que la existencia humana se ve sometida en su desarrollo y en su peregrinaje. Nada sucede gratuitamente. Por todo pagamos un precio y en la senda de vivir, esa deuda lleva consigo algunos placeres y muchos sufrimientos. Por todo hemos de pagar un estipendio a cambio de un menguado salario. 



   No, no es posible desvivirse en el sentido literal del término, pues no podemos renunciar, realmente y aunque queramos, a las experiencias que hemos vivido. No está en nuestras posibilidades. Somos, pues, lo que hemos vivido y sobre nuestras cenizas se cernirá el olvido con el paso de los años. Es un noble anhelo humano aspirar a que alguien nos recuerde por algo, de manera que no desaparezcamos del todo de la memoria de nuestros semejantes. Pero, al fin y al cabo, qué más da si se cierne el olvido sobre una tumba que también llegará a desaparecer. ¿Qué será de nuestros humildes huesos, amarillentos huesos pelados, mondos y lirondos, en posición extendida o posición fetal? ¿Vendrán, quizá, sesudos arqueólogos a levantar hipótesis sobre nuestra pobre vida, nuestra decrépita sociedad y la locura que se apoderó de aquellos grupos humanos antes que el lugar que habitamos fuera abandonado por la especie a que pertenecemos?



   No tiene sentido nacer para morir y esa es condición sustancial de los seres vivos, que nacen, crecen se reproducen y mueren. La muerte es absurda y es por eso que ante ella enmudecemos. No encontramos palabras para definir su sentido, porque acaso no lo tiene en sí misma. Los seres vivos fueron creados para la vida y a ella están llamados. Así parecería lo correcto si no existiera el dolor y todo nuestro organismo no tuviese fecha de caducidad. Aquello que llamamos "el tiempo" o "el paso del tiempo" puede que no sea más que la sensación que produce en nosotros el sucederse de los días y las noches, de la luz y la oscuridad, de la salud y la enfermedad, de las estaciones y los acontecimientos. En estas condiciones de deterioro, no cabe otra que esperar con alivio la muerte, pues de lo contrario no hallaríamos la paz ni el descanso a tantos males como nos atenazan. ¿Acaso pediríamos la muerte a gritos o enloqueceríamos de no alcanzarla?

   La única conclusión posible es que la vida es un don precioso, una oportunidad que se nos brinda y lo único de que disponemos. Aprovecharla o no es cuestión de voluntad y del azar propicio. Somos pura fragilidad. Humo que va en el viento.


                                                              José Antonio Sáez Fernández.