lunes, 17 de septiembre de 2018

LOS FRUTOS DEL GRANADO.



(Ilustración del pintor chino Lui Liu)




Aquella joven había, sin duda, enloquecido. Se paseaba desnuda entre los árboles frutales y atesoraba granadas en sus manos, apretujándolas junto a su pecho mientras sonreía felicísima. Sus mejillas sonrosadas eran granadas, su boca y sus labios, su piel que alboreaba, del color de la granada. Atesoraba granadas que le rebosaban en sus manos y hasta caían sobre la hierba, por lo que las volvía a recoger, acunándolas entre sus senos. Se creía una princesa que danzara sobre un lecho sombreado por las frutas del granado y se obstinaba en tejer collares de rubíes en torno a su blanco cuello y el perfil erguido de su nuca, emulando una rosa blanca entre la espejeante púrpura del fruto que refulgía bajo el plenilunio. Rubíes los granos de la fruta coronada, la reina de las frutas que atesora sus piedras preciosas para embellecer a la más bella, y dulce, y pálida entre las pálidas. Cuando la luz se cierne sobre la pendiente que desciende hacia el desfiladero de sus copas, esplenden allí los granos de la granada, cegadora entre la nieve de las cumbres. 
   Y fue así hasta que aquel joven atravesó el jardín para espiarla y se compadeció de su locura, cubriéndole el cuerpo desnudo con su capa para darle calor y cobijarla a su abrigo, mientras ella lo miraba con ojos abrumadoramente abiertos y sonreía tan cercana que lo obligaba a respirar su aliento. Él correspondía a la vigilia de sus ojos con la mirada afable de los suyos y le obsequiaba con las flores que iba cortando del granado, con las cuales fue sembrando sus cabellos de oro y sobre los que iba posando sus labios espaciadamente, hasta devolver el sosiego al corazón atribulado de la muchacha.



                                                            José Antonio Sáez Fernández.




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