lunes, 30 de marzo de 2020

INTIMISMO POÉTICO Y EFICACIA COMUNICATIVA.








   El poeta Antonio Pérez Roldán (Nueva Carteya, Córdoba, 1945), residente en Tarrasa, codirector allí, con el almeriense Francisco Lucio, de la colección de poesía “Alandar”; es autor de varios libros de poemas, aforismos y cuentos, todos ellos publicados entre los años 1992 y 2017. Su última obra editada, aparecida en estos últimos meses, lleva por título “Señales de uno”. Se trata de unos textos que fueron escritos entre 2007 y 2011, de una poesía depurada, quintaesenciada, diría yo, como si de un alquimista o un destilador de enjundiosos licores se tratara. El lenguaje se hace aquí enormemente efectivo y eficaz, a la par que significativo, pues nada sobra ni falta en el verso ni en el poema. Todo ello hace de ésta una poesía ágil, ligera, que va de vuelo. Nada hay que distraiga al lector, nada que lo desvíe de la senda trazada en la escritura por el poeta, quien conduce a ambos (lector y texto) con economía de elementos y esencialidad. Poesía intimista, sin duda, y profundamente reflexiva, que sitúa al hombre y al poeta ante sí mismo y ante los problemas o interrogantes vitales que acosan al ser humano; especialmente aquí, el paso del tiempo y la muerte.
   El lector atento hallará en estos versos un acentuado aliento que se debate entre una tan profunda como lejana tristeza y la melancolía; correlatos del dolor y el desgaste de vivir, de haber luchado y haberse dejado la piel en el intento; esto es, en el camino de la vida. Nada es en balde, nada ocurre o sucede en balde: la superación de las condiciones adversas, incluidas las de desarraigo y la edad, no pasan sino dejando factura y al guerrero seriamente herido. Esa herida es la que respira en los poemas de “Señales de uno”, donde la soledad y la escritura del poema, incluso a altas horas de la noche o ya en la madrugada, parecen requerirse mutuamente desde el insomnio. Un cierto desencanto se aprecia también en estos textos ante el balance que se extrae de la experiencia del vivir.



   Diría que el poeta Antonio Pérez Roldán siente la urgente necesidad de dejar testimonio del sentido agónico, unamuniano de la vida y de dar fe de ella, para que no todo sea pasto del olvido y algo quede así en la memoria de sus contemporáneos; dar testimonio, digo, de algunas de las preocupaciones que, en gran medida, han requerido de sus afanes y desvelos en su pasar por este mundo. Y ello sucede cuando se tiene la clara conciencia del esfuerzo, del sacrificio, de la entrega y superación que la existencia humana requiere. No se hacen señales en la noche sino para advertir de que estamos aquí, en radical soledad, insomnes ante el dolor, el paso del tiempo y la muerte. Luminarias, señales en la noche, bengalas que lentamente se consumen por si alguien las avista y recoge, con amor, la honda verdad que ellas representan. En su lucha con las palabras, el poeta las desnuda para extraer de ellas su sentido primigenio y verdadero; se desnuda igualmente a sí mismo para presentar ante el lector su más honda y genuina verdad, que es también nuestra más honda y genuina verdad: lo esencial humano.


                                                                José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 7 de marzo de 2020

ESENCIAS DE "GADEA".




      Dejo aquí la quintaesencia depurada de lo que las sucesivas lecturas de “Gadea”, poemario de Domingo Nicolás que mereciera el premio nacional de poesía Rafael Morales en 2008, han ido posando sobre mi espíritu, lo que ellas me han sugerido para que yo pueda dejar fluir este torrente verbal que sigue.


       A “Gadea” hay que ir desde el silencio, porque se trata de un territorio de silencio. Para internarse en este poemario, el lector ha de despojarse de ataduras y prejuicios e ir dispuesto a dejarse cautivar por el alumbramiento y el deslumbramiento; porque “Gadea” es un territorio interior, una desusada conquista de los claros del bosque. Si tú, lector, no estás dispuesto a adentrarte en el mutismo para escuchar su elocuencia, mejor sería intentarlo en otro momento, en un cambio de disposición anímica. Este devocionario, este libro de horas te hará desembocar en una geografía inusitada, en un mar de aguas tranquilas y en el lago que espejea como el alma herida de amor que, en este bosque en llamas, se consume entre el sosiego y el desasosiego, la certeza mayor y la menor incertidumbre. 

   “Gadea” es, sin duda, el poeta ciego que se mueve entre algunas certezas, aquel que se deja subyugar por el brillo de las piedras luminiscentes en la noche y para el que la opacidad no es sino travesía. De su mano se deshacen las tinieblas y la aurora llega con su florido carruaje a celebrar los esponsales del espíritu. Ve despacio, condúcete con cautela por este territorio lírico de ecos y de cautivadora música. Al poeta se le ha soltado la lengua y ha aflojado las correas que le ataban al mundo para estallar en un parto de palabras que son acordes bien avenidos. ¡Y qué afinado suena este feliz instrumento! Pareciera inspirado por un desconocido instructor que ha señalado al poeta como depositario de la revelación contenida en este discurso monacal de meditación, donde el flujo de conciencia se derrama sobre los textos con desusado encaje. “Gadea” es mística y es dolor, porque en ocasiones el dolor puede seguir un curso ascendente y toparse de golpe con los gozos del espíritu. Es, por tanto, una ascensión, un estado de ascesis que, partiendo de la realidad subrepticia, desemboca en el ancho mar de la elocuencia y la palabra revelada. Es el poeta quien habla, pero hay otro aliento que envuelve netamente el suyo hasta entrar en bodas con él, así como en los tres grandes poemas de San Juan de la Cruz. 

   “Gadea” es un libro de horas, esto es, un libro de meditación, de oración en la soledad del amor herido por los zarandeos y las sacudidas del vivir. El libro de la mansedumbre de los pacíficos, de los que han encontrado el río vadeable de las aguas tranquilas; el de los misericordiosos: un libro de paz, de serenidad, de perdón y de reconciliación. Es la depuración y es la esencia que sigue al despojamiento, y es también la extenuación final que sigue al colosal esfuerzo. 
   Ven, ahora, a este canto acordado y a esta sinfonía, a este concierto místico, a esta aleluya coral. Ven sin prejuicios y sin prisas. Degusta este licor tan exquisito al paladar, pero cuida que vengas a caer en la sustancia. “Gadea” es el discurso del enamorado, sin trampa ni cartón, y como tal, posee su código secreto; por lo cual necesitas conocer las claves, descifrar este lenguaje cifrado en amor y por amor, en el dolor y por el dolor de toda una vida. Te conmoverá y te zarandeará. Te hablará como un susurro que va directamente a los oídos del espíritu. Hallarás en él un cántico de las criaturas; pues los árboles y los pájaros, las flores, las aguas y hasta el ventalle de los cedros se pasean por los textos que lo constituyen. No encontrarás estridencias ni disonancias en él: todo está dicho en un tono discreto, sin ruido. Una voz y un susurro que nace de las altas horas de la noche, esas que rondan la madrugada que se confunde con ellas; pues busca la soledad y el apartamiento reveladores. Es la voz del poeta Domingo Nicolás que, con “Gadea” alcanza la cima de su quehacer poético. Una obra para ser leída allá donde fue concebida: en el Valle de los Naranjos de Pechina, donde vive y habita el poeta. En los atardeceres, el sol es un ascua de oro, una oblea esplendente, y el aire transporta en sus ondas los aromas perfumados del azahar. 



Sin embargo, a pesar de sus concomitancias místicas, “Gadea” no es sólo un libro en el aire; sino que lo es también, y mucho, un libro muy anclado a la tierra y muy enraizado en el mar cercano que se intuye: todo un panteísmo y una glorificación del silencio fecundo del desierto almeriense y de sus oasis. Asiste a su bonanza, pues se desliza por las corrientes cálidas del aire para emprender el vuelo. Desde su retiro espiritual, casi monástico, Domingo Nicolás nos lleva de la mano y nos descubre sus secretos mejor guardados, que son los de su alma. Para mí es un libro de libros que, en su gestación, no tuvo otras pretensiones que las de la humildad y el enfrentamiento con la propia verdad desnuda. Y como tal, es un libro íntimo que te convierte en confidente de su delicadeza y hondura; una de esas obras en las que no puedes bucear sino con pudor ante el despojamiento y la autenticidad que manifiestan, como quien se atreve a penetrar en un territorio hasta entonces nunca habitado.

Con “Gadea” navegas entre la pleamar y la bajamar por un mar de aguas tranquilas, dejándote anegar por ellas, y, cubriéndote el agua hasta la cintura, braceas en el aire. Sus versos tienen la levedad y el vuelo del haikú, desde donde planean hasta hacerse a un espacio con guiños cinematográficos a Humberto Eco y a Miguel Delibes; esto es: “El nombre de la rosa” y “Los santos inocentes”, la música de Beethoven y el poeta granadino Luis Rosales, a quien no niega y de quien no reniega. Domingo Nicolás balbucea en “Gadea” y cae en una suerte de borrachera locuaz por la que se desliza él mismo y este libro de preces, este devocionario, este libro de horas que es su poemario, monacal y franciscano. El poeta se hace niño y anida, de nuevo, en el desamparo. Regresa a la posguerra, adivina el hambre y la crueldad del mundo para hacerse en el hijo y poner en sus manos la parte que le toca del oasis de la belleza, en el Valle de los Naranjos, donde se pierden los ojos interiores que van de vuelo.


                                                      José Antonio Sáez Fernández.