Dejo aquí la quintaesencia depurada de lo
que las sucesivas lecturas de “Gadea”, poemario de Domingo Nicolás que mereciera el premio nacional de poesía Rafael Morales en 2008, han ido posando
sobre mi espíritu, lo que ellas me han sugerido para que yo pueda dejar fluir
este torrente verbal que sigue.
A “Gadea” hay que ir desde el silencio, porque se trata de un territorio de silencio. Para internarse en este poemario, el lector ha de despojarse de ataduras y prejuicios e ir dispuesto a dejarse cautivar por el alumbramiento y el deslumbramiento; porque “Gadea” es un territorio interior, una desusada conquista de los claros del bosque. Si tú, lector, no estás dispuesto a adentrarte en el mutismo para escuchar su elocuencia, mejor sería intentarlo en otro momento, en un cambio de disposición anímica. Este devocionario, este libro de horas te hará desembocar en una geografía inusitada, en un mar de aguas tranquilas y en el lago que espejea como el alma herida de amor que, en este bosque en llamas, se consume entre el sosiego y el desasosiego, la certeza mayor y la menor incertidumbre.
“Gadea” es, sin duda, el poeta ciego que se mueve entre algunas certezas, aquel que
se deja subyugar por el brillo de las piedras luminiscentes en la noche y para
el que la opacidad no es sino travesía. De su mano se deshacen las tinieblas y
la aurora llega con su florido carruaje a celebrar los esponsales del espíritu.
Ve despacio, condúcete con cautela por este territorio lírico de ecos y de
cautivadora música. Al poeta se le ha soltado la lengua y ha aflojado las
correas que le ataban al mundo para estallar en un parto de palabras que son
acordes bien avenidos. ¡Y qué afinado suena este feliz instrumento! Pareciera
inspirado por un desconocido instructor que ha señalado al poeta como
depositario de la revelación contenida en este discurso monacal de meditación, donde el flujo de conciencia se derrama sobre los textos con desusado encaje.
“Gadea” es mística y es dolor, porque en ocasiones el dolor puede seguir un
curso ascendente y toparse de golpe con los gozos del espíritu. Es, por tanto,
una ascensión, un estado de ascesis que, partiendo de la realidad subrepticia, desemboca
en el ancho mar de la elocuencia y la palabra revelada. Es el poeta quien
habla, pero hay otro aliento que envuelve netamente el suyo hasta entrar en
bodas con él, así como en los tres grandes poemas de San Juan de la Cruz.
“Gadea” es un libro de horas, esto es, un libro de meditación, de oración en la
soledad del amor herido por los zarandeos y las sacudidas del vivir. El libro de la mansedumbre
de los pacíficos, de los que han encontrado el río vadeable de las aguas
tranquilas; el de los misericordiosos: un libro de paz, de serenidad, de perdón
y de reconciliación. Es la depuración y es la esencia que sigue al
despojamiento, y es también la extenuación final que sigue al colosal esfuerzo.
Ven, ahora, a este canto acordado y a esta sinfonía, a este concierto místico,
a esta aleluya coral. Ven sin prejuicios y sin prisas. Degusta este licor tan
exquisito al paladar, pero cuida que vengas a caer en la sustancia. “Gadea” es el discurso del enamorado, sin trampa ni cartón, y como tal, posee su código
secreto; por lo cual necesitas conocer las claves, descifrar este lenguaje
cifrado en amor y por amor, en el dolor y por el dolor de toda una vida. Te
conmoverá y te zarandeará. Te hablará como un susurro que va directamente a los
oídos del espíritu. Hallarás en él un cántico de las criaturas; pues los
árboles y los pájaros, las flores, las aguas y hasta el ventalle de los cedros
se pasean por los textos que lo constituyen. No encontrarás estridencias ni
disonancias en él: todo está dicho en un tono discreto, sin ruido. Una voz y un
susurro que nace de las altas horas de la noche, esas que rondan la madrugada que se confunde con ellas; pues busca la soledad y el apartamiento
reveladores. Es la voz del poeta Domingo Nicolás que, con “Gadea” alcanza la
cima de su quehacer poético. Una obra para ser leída allá donde fue concebida:
en el Valle de los Naranjos de Pechina, donde vive y habita el poeta. En los
atardeceres, el sol es un ascua de oro, una oblea esplendente, y el aire
transporta en sus ondas los aromas perfumados del azahar.
Sin embargo, a pesar
de sus concomitancias místicas, “Gadea” no es sólo un libro en el aire; sino
que lo es también, y mucho, un libro muy anclado a la tierra y muy enraizado en
el mar cercano que se intuye: todo un panteísmo y una glorificación del
silencio fecundo del desierto almeriense y de sus oasis. Asiste a su bonanza,
pues se desliza por las corrientes cálidas del aire para emprender el vuelo.
Desde su retiro espiritual, casi monástico, Domingo Nicolás nos lleva de la
mano y nos descubre sus secretos mejor guardados, que son los de su alma. Para
mí es un libro de libros que, en su gestación, no tuvo otras pretensiones que
las de la humildad y el enfrentamiento con la propia verdad desnuda. Y como
tal, es un libro íntimo que te convierte en confidente de su delicadeza y
hondura; una de esas obras en las que no puedes bucear sino con pudor ante el
despojamiento y la autenticidad que manifiestan, como quien se atreve a
penetrar en un territorio hasta entonces nunca habitado.
Con
“Gadea” navegas entre la pleamar y la bajamar por un mar de aguas tranquilas,
dejándote anegar por ellas, y, cubriéndote el agua hasta la cintura, braceas en
el aire. Sus versos tienen la levedad y el vuelo del haikú, desde donde planean
hasta hacerse a un espacio con guiños cinematográficos a Humberto Eco y a
Miguel Delibes; esto es: “El nombre de la rosa” y “Los santos inocentes”, la
música de Beethoven y el poeta granadino Luis Rosales, a quien no niega y de
quien no reniega. Domingo Nicolás balbucea en “Gadea” y cae en una suerte de
borrachera locuaz por la que se desliza él mismo y este libro de preces, este
devocionario, este libro de horas que es su poemario, monacal y franciscano. El
poeta se hace niño y anida, de nuevo, en el desamparo. Regresa a la posguerra, adivina
el hambre y la crueldad del mundo para hacerse en el hijo y poner en sus manos
la parte que le toca del oasis de la belleza, en el Valle de los Naranjos, donde se pierden los ojos interiores que van de vuelo.
José Antonio Sáez
Fernández.
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