lunes, 27 de abril de 2020

EN CAÍDA LIBRE.







Cuando un cuerpo está en caída libre, la ley de la gravedad y la inercia lo atraen hasta que choca con la dura tierra que lo aguarda desde el origen para reiniciar el ciclo de la vida. Así los seres humanos que no cesan de desgastarse, consumidos día a día, hora a hora, minuto a minuto por el tiempo devastador. Se nos va la vida como se va el agua por el desagüe. He ahí el desplome de las criaturas todas en la abducción de la caída que no cesa, de la tierra que imanta y convierte en fermento cuanto ser deposita su aliento en ella. He ahí esa lenta agonía, ese sabernos en caída libre hasta el último choque, hasta el estruendo horrísono de la hecatombe, hasta el choque de cuerpos que se encuentran y, enfrentados, sucumben el uno en el otro y el otro en el uno, fundiéndose, desintegrándose. He ahí el descendimiento y la cámara que ralentiza la caída de la hoja desde la rama más alta del árbol generoso, abundante en frutos y pájaros que entre sus ramas se cobijan. He ahí el picado y su contra picado. Acércate al charco y siente la putrefacción de las hojas que se hicieron en volandas a la caída. Y ve a los que lloran, postrados a los pies del madero, sosteniendo el cuerpo exánime del rey de la caída, el que cayó tres veces y reinició su camino hasta el lugar donde estaba convocado. 





Tú que naciste para volar, aprendiste que tu vuelo es en caída libre, que lo tuyo es caer y levantarte mientras puedas, para remontar el vuelo. Pero, lo tuyo es caer. Caer, no lo olvides. Aunque te veas izado en el aire, alzado como un estandarte en la batalla de la vida, sabe que tú estás llamado a la caída y, una vez en tierra, a la putrefacción que ha de nutrirla. No eres más que el caído, el descendido, el bajado, el recogido y recostado. Y bien lo sabes, porque a veces planeas u oteas desde arriba tu propia caída.



                                                                       José Antonio Sáez Fernández.



jueves, 23 de abril de 2020

LA EXPERIENCIA DEL DOLOR EN LA POESÍA DE EZEQUÍAS BLANCO.







Ezequías Blanco: Tierra de Luz Blanda, Prólogo de Enrique Gracia Trinidad, Madrid, Los Libros del Mississippi (Col. Poesía, 11), 2020.


   En ocasiones, el devenir existencial suele llevarnos a todos ante una situación que pone a prueba nuestra capacidad de superación de obstáculos que, en apariencia, nos parecían difícilmente superables. Una de esas situaciones, que nos ubican en esos casi, para muchos, inexplorados límites; bien pudiera estar vinculada a la salud y nos ubica en un hospital, afrontando la experiencia de una operación quirúrgica difícil de asumir. La enfermedad o el dolor nos adentran en un territorio abisal donde el miedo y los temores suelen provocar un sufrimiento añadido.
   El tema de la experiencia hospitalaria, unido al de una operación quirúrgica, no es la primera vez que aparece hermanado con la poesía (recuérdese, por ejemplo, el poemario Trasmundo, de Ángel García López) y es también el que el escritor Ezequías Blanco (Paladinos del Valle, Zamora, 1952) ha querido afrontar en su último libro, Tierra de Luz Blanda. En los textos poéticos que conforman íntegramente el volumen, el escritor zamorano residente en Getafe, conocido tanto por su obra literaria bien contrastada, como por su labor al frente de la revista “Cuadernos del Matemático” y otras empresas socioculturales afronta, con un coraje digno de encomio, el reto de poetizar una experiencia que, en principio, podíamos considerar si favorece poco o mucho, el grado de su poetización. Creo, en principio, que no todos los poetas seríamos o somos capaces de ello y que el acometer tal empresa, bien pudiera servir de terapia psicológica en aras a vencer las secuelas de una experiencia quirúrgica y hospitalaria. Ardua tarea, sin duda, esa de poetizar una experiencia traumática; si bien es cierto que convertir en literatura la experiencia de los límites, en este o en otros casos similares, siempre supuso un reto y un incentivo para el escritor que se pone a prueba a sí mismo y pone a prueba su suficiencia en ese transgredir las fronteras de lo tan difícilmente literaturizable.





   Ezequías Blanco ha escrito un libro valiente y ha superado con nota el reto que suponía su empeño. Así lo vienen reconociendo crítica y lectores de su poemario Tierra de Luz Blanda, empezando por el prologuista del libro, el poeta Enrique Gracia Trinidad. Dedicado a los doctores que lo atendieron, e introducido por citas de Escribir, de Marguerite Duras, y de Poesía y Cuerpo, de Cecilia E. Collazo, nos encontramos ante un viaje o una experiencia que somatiza líricamente pasos y procesos, intuiciones y circunstancias: desde el quirófano a la anestesia, desde la sala de reanimación al dolor y al gotero en una habitación de hospital, la herida y su drenaje, los calmantes, la cama y las visitas, la enfermera y el andador, los tiempos interminables (especialmente las noches), los miedos y temores en un Paseo por el amor y la muerte: “No había asomado por aquí la muerte/ todavía junto al amor que nace/ y el que se malogró/ en este tierra de luz blanda” (p. 42).       Un viaje necesario que se culmina felizmente, pero que no termina cuando llega el alta, a la cual ha de seguir necesariamente la recuperación. Ya en curso de la misma, el poeta se decide a hacer balance de su experiencia: “Por delante la tristeza y por detrás la niebla. / Y no hace falta ya que muera nadie. / Eso ha sido la vida en esta estancia: / trenes vacíos con estaciones sin destino” –escribe en el poema Balance, p. 45. Noches que siguen al insomnio, paisajes para después de la batalla en los que se comprueba que la vida sigue, el sol sale cada día y los árboles visten de hojas sus ramas en un abril que puede llegar a ser el mes más cruel. Así, como quien aprende a caminar de nuevo y halla siempre el auxilio de los bancos que esperan el reposo del cuerpo cansado y dolorido, porque no queda otra que afianzarse en la esperanza, acertando a ver la vida como la maravilla que es: como una oportunidad para ser vivida.


   El poeta zamorano nos ha legado un libro existencial y valiente, que es expresión de una experiencia realmente difícil y dolorosa; pues no en vano el dolor puede llegar a considerarse como una de las mayores y más complejas experiencias. De ahí que el poeta se pregunte si habrá un día en que el dolor se aplaque, aunque sabe que “Breve es el tiempo de quien sufre” y que “La música del vuelo está perdida.                

                               
                    José Antonio Sáez Fernández.





martes, 21 de abril de 2020

CATÁBASIS O DESCENSUS AD INFEROS.







¡Qué misterio insondable se oculta en el interior de los seres humanos! Por mucho que intentes penetrar en el corazón, en el alma humana, no conseguirás hacer grandes progresos, incluso si a quien pretendes llegar se abre a ti. Las motivaciones últimas de la conducta humana son, a menudo, insondables; tanto para quien pretende acceder a ese lugar inefable como para quien desea hacer explícita su intimidad. Porque desde el mismo instante en que alguien se decide a exteriorizar esas motivaciones o intenta justificarlas, sólo se queda en eso y el resultado resulta tan inverosímil como vano, voluble o antojadizo para quien lo intenta y suele descarriar en el camino. Seguramente no encontramos justificación a las motivaciones últimas del alma y la conducta humanas. Puede que solo haya una vía de acceso a ese abismo insondable, a esa bajada a los infiernos, cuyo conocimiento provoca tanto desasosiego, tanto desconcierto y tanta desazón a quien logra descender hasta allí. Esa bajada tiene una sola vía de acceso y es personal e intransferible: la tuya, desde ti mismo hacia ti mismo. Es un viaje de inciertos logros que atemoriza y amenaza con la demencia a quien se atreve a intentarlo, tal es el descubrimiento de la lucidez y lo indigerible de los hallazgos. Los fantasmas de la conciencia que se manifiestan en tal descenso ad inferos atormentan desde el inconsciente al ser consciente y no le permiten ubicarse en un estado normal de consciencia, de realidad o de más o menos normalidad. No pocos se decidieron a acceder a ese territorio hermético a través del alcohol o distintos tipos de estupefacientes y fueron presa del desasosiego permanente, si no de la locura; incapacitándose a sí mismos para la convivencia o la sociabilidad con sus semejantes.






   Si hay algo que caracteriza a ese espacio del alma humana es su hermetismo, su blindaje, su opacidad amurallada, su caparazón acorazado. Nadie que logre asomarse a ese abismo sale indemne de su osadía, ni nadie que haya sido capaz de descender allí o adentrarse en él, siquiera sea mínimamente, no queda afectado de por vida. La lucidez se paga, pues, muy cara. Su carga es demasiado pesada para la endeble, indefensa y desamparada corporeidad que nos reviste. Territorio ignoto de todos los abismos, viaje que conduce con demasiada frecuencia al extravío.                            


                                                                    José Antonio Sáez Fernández.





martes, 7 de abril de 2020

AUTE, EL JUGLAR MELANCÓLICO.








   El cantautor Luis Eduardo Aute ha sido un buque insignia para mi generación y puede que para algunas más. Nadie como él supo conectar con los anhelos de los jóvenes españoles de los setenta y los ochenta, quienes vivieron la agonía del franquismo y la llegada de la democracia como la conquista de la tierra prometida, tan largamente esperada. Aute canta y parece que susurra y sugiere a la par. Nunca estridente. Es un poeta que canta, un juglar melancólico que tiñe de melancolía cuanto expresa. Y es un desarraigado, un desgarrado, un expatriado, un herido de amor muy lastimado. También de libertad y de belleza. Le dolió su país y se refugió en el amor, en la amistad, en la música y en el arte. En la belleza, en definitiva, a la que aspiraba; sabiéndose humano, falible y mortal. Su imagen misma era la de una generación inadaptada, rebelde y contestaría desde postulados nunca violentos, pero sí de rechazo; de una especie de rechazo autodestructivo que plasmaba a través de la melancolía y la indeclinable tristeza de sus textos y sus cuadros, engendrados por una suerte de incapacidad o de frustración ante la consciencia de no poder cambiar el mundo. 
   También el amor puede resultar una experiencia de aniquilamiento personal, un proceso de autoafirmación destructiva en cuanto los amantes disuelven su más íntimo ser en la conjunción con el otro. Ese perpetuo estado de desazón que deviene en melancolía y autodestrucción, reflejada esta última también en su pintura, junto a la rebeldía, lo convirtieron en emblema para los jóvenes de los años setenta y ochenta, como digo. Fue un juglar no acomodaticio que molestaba y suscitaba desconfianza o prevención en amplios sectores de los poderes públicos de entonces. Del mismo modo, fue un ser libre, en un país donde no todo el mundo entiende ni respeta la libertad del otro. La figura de Luis Eduarte Aute es la radiografía emocional de varias generaciones de jóvenes españoles, de sus anhelos y aspiraciones en la España de la transición. 





   Lo que lo diferenció de otros cantautores está a la vista: de unos, la canción protesta de cariz político-reivindicativo; de otros, el carácter intrínsecamente urbano de su temática. Puede que Aute tuviera algo de los dos grupos, pues fue un subvertidor de valores y emociones. Su personalidad y su singularidad son incuestionables, junto al intimismo, de raíz inconformista, en sus creaciones literarias, musicales o pictóricas. Intimismo, pues, junto a rebeldía, elegancia estética y melancolía, se dan la mano en un artista indiscutible de la España actual que, en sus concomitancias culturalistas, entronca con la poesía española de los setenta, la de los novísimos; por ejemplo, en lo que a sus referencias cinematográficas se refiere. Mientras que, en sus tintes filosóficos, no deja ser un existencialista pasional que consumía sus cigarrillos con voracidad.


                                                                        José Antonio Sáez Fernández.