domingo, 27 de mayo de 2018

LIBRO DE LA PESADUMBRE.



(Fotografía: Georges Dessaud)



   Te muestro mis manos. No quiero que veas en ellas lo que nunca tuve. Yo sólo soy lo que fui y lo que he sido. Soy el marcado, el estigmatizado, el que flota en las aguas mansas de la tarde marchita, cuando la luz se va debilitando y los pájaros regresan a ocultarse tras las hojas de las ramas pobladas de los árboles. Sobrevuelan los vencejos nerviosos el cielo esmerilado en busca de los insectos que les proporcionan alimento. Si tú hubieras estado allí cuando te necesitaba, habrías abierto mis ojos desmesuradamente con el asombro de un niño que ve llegar a quien no espera, pero cuya presencia le proporciona seguridad y confianza. Si hubieras estado allí, no se hubiera cubierto de ceniza mi corazón enlutado ni hubiera dado sepultura a la esperanza. Si hubieras estado allí, habrías entrado en mi alma como la brisa cuando suena en el bosque y hace crujir los árboles que la reciben de pie y permanecen. 
   Yo sólo sabía mirar desesperadamente los caminos que me llevaban a ti, por si acaso aparecías, y escuchaba con languidez los pasos reveladores, delatadores de tu presencia. Mas no llegaste y se me fueron secando las lágrimas a fuerza de anegarme y se me fue marchitando la sonrisa como un crisantemo mustio que perfila su forma ante la tumba del arco iris, ya en caída libre, no en vuelo rasante. Si tú hubieras estado aquí y no te hubieses alejado de mi presencia, me habrían crecido madreselvas de los dedos y te entregaría mi alma, envuelta en una delicada tela de seda en la que los ángeles viniesen a tejer caricias por mi orfandad. 

(Fotografía: Georges Dussaud)

   Me asomo ahora al niño que fui y no me sorprende su tristeza, tal su soledad y su desamparo. Por las aceras me cruzo con gentes que me ignoran y a las que desconozco. Fuimos, somos como autómatas que se cruzan sin verse. Y es que no hay nada tan doloroso como saberse solo e ignorado entre los otros, sin nada ni nadie a que acogerse cuando llega la noche y las luciérnagas duermen al raso aguardando la luna. Hay alas vencidas de mariposa, cuerpos a la deriva del aire a los que la ingravidez llama a la tierra. Como el sepulturero de los jazmines, cavo pequeñas tumbas para esos cuerpos diminutos donde ya no alienta la vida, mientras Dios reclama su presencia para situarlos a la derecha de su trono de majestad; allí donde ángeles niños juegan alborotando por doquier.

   Soy, al presente, el hombre deshabitado, el ser sin alma, el desalmado que camina con lentitud; tal es el peso, la carga de su infinita pena, vástago de la tristeza que acompaña a los días nublados o a la lluvia que resbala sobre el cristal tras el que se protege, sin poder evitar las lágrimas. Huérfano que ahora mira al niño que antes fue y que sigue viviendo en ti, muriendo en ti, resucitando en ti, para volver a morir a cada instante y continuar viviendo hasta el dolor final, hasta el postrer aliento en que el infante difunto pondrá sus dedos sobre la cortina de tus párpados para proporcionarte, definitivamente, la paz que necesitas.

                                                                              José Antonio Sáez Fernández.




viernes, 18 de mayo de 2018

TRATADO DE ESTUPEFACCIÓN.








Antonio Enrique
La palabra muda
Bilbao, Ediciones El Gallo de Oro, 2018, 60 pp.



El escritor Antonio Enrique (Granada, 1953) nos sorprende nuevamente con un desconcertante poemario, basado en la realidad histórica del holocausto y los campos de exterminio nazis. La palabra muda es un vómito, que no un alumbramiento, pues tal experiencia no puede digerirse. Una larga letanía del horror constituida por veintidós poemas, tantos como letras tiene el alfabeto hebreo y ligados al simbolismo de cada una de ellas, más un epílogo. Después de los campos de exterminio hay un antes y un después en la historia de la humanidad. Nada es ya lo mismo ni podrá serlo nunca, porque ahora si sabemos de qué es capaz esta especie nuestra.
Es el apocalipsis que llama a nuestras puertas, el quinto jinete que cabalga a lomos del horror y de la muerte. Tan brutal es la sacudida emocional de su lectura, que tarda ésta en aposentarse en el cerebro y ni siquiera lo consigue. Por eso "la palabra muda" no puede definirse, porque es el horror en grado sumo, la crueldad y el ensañamiento con premeditación y alevosía; aquello que va más allá de la bestia en su descenso a los infiernos. ¿Qué ser es éste que nos constituye y qué éste de que estamos hechos? La bestia desatada, liberada, la rueda puesta en marcha resulta demoledora en su exterminio. La Humanidad nunca podrá digerir esta experiencia que estará siempre ahí, ante nuestros ojos, para infamia y degradación nuestra. 
   Una sensación de desvalimiento y desamparo aflige al lector conmovido por semejante realidad histórica, frente al horror que refleja este La palabra muda, porque ante él no puede haber otra cosa que no sea estupefacción y vómito, o pérdida del sentido ante el sinsentido. Un horror, en fin, que paraliza. Dios nos libre del hombre y de su capacidad destructora, de su crueldad y de su ensañamiento con sus semejantes. Y ello a pesar de que, finalmente, se recurre a la esperanza que la posibilidad del amor depara.   





Antonio Enrique ha escrito un libro de significación universal. Obras así no pueden escribirse sin quedar uno mismo sobrecogido por lo que ha sido capaz de generar sin salir seriamente perturbado. Probablemente suceda, como así apunta el autor, en la esclarecedora “Nota a la Edición”, que ha sido conducido o llevado a ella. ¿Quién no ha tenido o sentido con frecuencia presentimientos nefastos respecto a lo que aguarda a esta humanidad tan desoladamente extraviada? La palabra muda es como un estertor de muerte, el último escalofrío sobrecogedor lleno de simbolismo, como en el caso de la cebra, trasunto de las ropas de los presidiarios, la ceniza que hace pesado el aire por los crematorios, la sopa de verduras carente de alimento, los pájaros que sobrevuelan los campos de exterminio, trasunto de la libertad y su carencia; el ojo del cíclope que es el gran foco de los vigilantes, el anonimato y la numeración de los presos, etc. Por estos versos campan situaciones de insoportable o insufrible dolor, la desesperación y la ausencia total de condiciones higiénicas, el nulo valor de la vida humana o el sometimiento a los verdugos. Ardua temática que, en principio, pudiera parecer poco proclive a un libro de poemas como el presente. Sólo el amor pone el contrapunto al horror. Y en él radica la única propuesta de esperanza y de futuro para la especie humana, cuya crueldad y violencia ha dado sobradas muestras a través de la historia y, especialmente, a través de la experiencia del holocausto.
            


                                                                    José Antonio Sáez Fernández.




viernes, 11 de mayo de 2018

DESTERRADOS.







Estamos aquí para llorar el desamor del mundo, quienes un día fuimos expulsados de nuestra propia patria y ahora, en el destierro, lamentamos nuestra suerte evocando los días felices en nuestra tierra, cantando canciones que nos desgarran el corazón y nos llenan los ojos de lágrimas. Menos mal que estás tú aquí, hermano mío, compañero de ausencias, para que pueda abrazarte, porque ambos tuvimos que salir en mitad de la noche, dejando nuestras casas y a nuestros seres queridos que, en el sueño, ignoraban nuestra desventura por lugares extraños. Ah, cuánto añoramos la tierra que dejamos y con qué saña su ausencia nos desgarra: sus fuentes, sus árboles frutales, sus montañas cubiertas de nieve, la risa en flor de las muchachas mirando de soslayo a los jóvenes que vienen a cortejarlas, la paz en el corazón de los ancianos recibiendo en su cuerpo los tenues rayos del sol que apenas si calienta en los días de invierno, o viendo caer la lluvia con la inmensa gratitud de quien sabe culminado su ciclo y sólo siente dicha por la vida que tuvo.
Quizás podamos regresar un día para morir allí, pues no descansa el corazón que muere en tierra extraña –cantan con voz trémula los bardos y pregonan aedos venidos de otros lares. No se hizo el destierro para quienes aprendimos de nuestros mayores a amar nuestra tierra y por eso ahora la lloramos mientras cantamos sus bienaventuranzas con el corazón encogido y las gargantas agarrotadas.
Tierra de leche y miel: quién pudiera llenar sus puños preñados de ti y, ya cerrados, fuertemente apretarte. Dulce tierra besada, regada con nuestro sudor y el de nuestros antepasados, fertilizada con su sangre y con nuestro dolor: ¡Cómo no habríamos de regresar un día a mirarnos en los ojos de las muchachas enamoradas, a degustar nuevamente tus frutos, a beber de tu rojo vino entre risas y lágrimas, para mirar de frente y sentir el aire que baja hasta los valles y la nieve derretida que hace fluir el agua fresca y clara de las fuentes, corriendo por las acequias, acunada en las cuencas de las manos para limpiar los rostros fatigados por la faena! ¡Y qué mal dolor es éste, qué llanto amargo, qué feroz esta herida que nos desgarra el pecho como si hubiésemos muerto alanceados en la batalla o atravesados por la espada implacable de nuestros enemigos!
Estamos aquí los que hemos venido para llorar el desamor del mundo, el destino fijado de los desheredados, mientras divisamos a lo lejos la línea del horizonte y contemplamos las arenas del desierto que nos cerca, en donde hemos sido confinados por amor a nuestra patria, la de los verdes valles y los ríos que fluyen sus aguas hacia el mar de un azul esmerilado.

                                                            José Antonio Sáez Fernández.

jueves, 10 de mayo de 2018

CORZA ENAMORADA.






   
   Entra en mí y empápame de ti, pues soy como tierra esponjosa. Déjate atravesar por quien llega como el ansiado para tomar asiento y acampar en tu alma. Si tú vinieras desde más allá del océano o desde el firmamento cubierto de algodonadas nubes, yo te daría libre acceso hasta mi corazón gozosamente henchido por tu llegada. Porque tú eres el sol ardiente que hiende las entrañas consumidas por amor a tu nombre y yo estoy a la espera de ser fecundada. No acerques tus labios a mi boca porque quema tu aliento y son fresas mis labios dispuestos a tu mordaza. Como los de la gacela son tus ojos, corzo que triscas por los roquedos y yo ando prendida a ti, alelada tras tu porte magnífico. Nos adentramos en el bosque y allí ramoneamos la hierba a los pies de los árboles soberbios, cuya frondosidad nos encubría. Sus troncos se alzaban como columnas sobre nuestras cabezas tal si fuese el templo de Salomón quien nos cubriera, la bóveda celeste, los siete cielos por los que se filtraba la luz espejeando en el palpitar de las estrellas que nos hacían señales. 




   Nadie conoce el secreto que me conduce a ti, cervatillo de incipientes protuberancias con que adornas y coronas tu sien; así el rey sentado en su trono impartiendo justicia ante sus súbditos, que doblegan su cabeza y se postran ante él. Pues que andas en el cortejo, te exhibes y preparas la lid con otros gamos que te disputan el apareamiento. Nadie como tú me muestra su elegancia y se pasea tan altivo entre los arbustos. Nadie arremete contra sus adversarios con tanta decisión y valentía sin mostrar la más leve queja, poniéndolos en fuga, persiguiéndolos tú tras de su huida. No diré que lamí tus heridas y que recosté mi cabeza sobre tu pecho ardiente para escuchar los latidos exultantes de tu corazón que latía acompasado con la fragilidad del mío. Ni diré que reposamos sobre la hierba fresca para refrescar el sofoco del sol de mediodía. No diré tampoco lo que en secreto susurraste a mi oído y cómo me confié yo a ti y fui arcilla en tus manos. Ni revelaré tampoco la dicha que me cupo cuando la luz de la mañana iluminó tu cara.



                                                                          José Antonio Sáez Fernández.