Entra en mí y empápame de ti, pues
soy como tierra esponjosa. Déjate atravesar por quien llega como el ansiado
para tomar asiento y acampar en tu alma. Si tú vinieras desde más allá del
océano o desde el firmamento cubierto de algodonadas nubes, yo te daría libre
acceso hasta mi corazón gozosamente henchido por tu llegada. Porque tú eres el sol
ardiente que hiende las entrañas consumidas por amor a tu nombre y yo estoy a
la espera de ser fecundada. No acerques tus labios a mi boca porque quema tu
aliento y son fresas mis labios dispuestos a tu mordaza. Como los de la gacela
son tus ojos, corzo que triscas por los roquedos y yo ando prendida a ti, alelada
tras tu porte magnífico. Nos adentramos en el bosque y allí ramoneamos la
hierba a los pies de los árboles soberbios, cuya frondosidad nos encubría. Sus
troncos se alzaban como columnas sobre nuestras cabezas tal si fuese el templo de
Salomón quien nos cubriera, la bóveda celeste, los siete cielos por los que se
filtraba la luz espejeando en el palpitar de las estrellas que nos hacían
señales.
Nadie conoce el secreto que me conduce a ti, cervatillo de incipientes
protuberancias con que adornas y coronas tu sien; así el rey sentado en su
trono impartiendo justicia ante sus súbditos, que doblegan su cabeza y se
postran ante él. Pues que andas en el cortejo, te exhibes y preparas la lid con
otros gamos que te disputan el apareamiento. Nadie como tú me muestra su
elegancia y se pasea tan altivo entre los arbustos. Nadie arremete contra sus
adversarios con tanta decisión y valentía sin mostrar la más leve queja,
poniéndolos en fuga, persiguiéndolos tú tras de su huida. No diré que lamí tus heridas y que recosté
mi cabeza sobre tu pecho ardiente para escuchar los latidos exultantes de tu
corazón que latía acompasado con la fragilidad del mío. Ni diré que reposamos
sobre la hierba fresca para refrescar el sofoco del sol de mediodía. No diré
tampoco lo que en secreto susurraste a mi oído y cómo me confié yo a ti y fui
arcilla en tus manos. Ni revelaré tampoco la dicha que me cupo cuando la luz de
la mañana iluminó tu cara.
José Antonio Sáez Fernández.
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