viernes, 27 de julio de 2018

LA REALIDAD TRASCENDIDA DE JOSÉ JUAN MONTORO.






La práctica de cualquiera de las artes plásticas requiere sensibilidad, delicadeza y conocimientos técnicos por parte del artista que en ellas se ejercita. Parece evidente que en la pintura de José Juan Martínez Montoro, médico nacido en Almería pero residente en Albox, algo hay de ejercicio y de adiestramiento, de aprendizaje y perfeccionamiento, en suma, de la pintura que vive y siente; a la par que condiciona de algún modo su existencia y que lleva gravada en su interior, pues el artista ve no sólo con los ojos corporales sino también con los ojos interiores, ese espacio de su mente donde caben la superación y la inextinguibe belleza a la que aspira. 

Seguramente la realidad que refleja Montoro es una realidad trascendida, pues sus cuadros, aunque reflejan aspectos de esa realidad tangible que nos circunda, de alguna manera la subliman y la perfeccionan. Hay, pues en la pintura de este artista almeriense un anhelo de perfeccionar la realidad, de sublimarla para ennoblecer sus perfiles e imperfecciones en aras de un íntimo anhelo personal que busca en los rostros, en el desnudo o en el paisaje un reflejo de una noble aspiración que persigue la belleza y la superación humanas.




En la pintura de José Juan Martínez Montoro, el observador atento podrá vislumbrar la evolución que su arte ha seguido hasta alcanzar la sorprendente calidad de que al presente hace gala. Pintor autodidacta, con estudios de delineante, además de la profesión a la que ha dedicado su vida: la medicina, Montoro es un fino observador, tan fino que en sus cuadros se perfila con ansiedad el logro de un perfeccionismo que en no pocas veces parece delatar sus más íntimas inquietudes. Algo o mucho tiene que ver, a menudo, la fotografía con ese anhelo de reproducir con fidelidad las figuras que calan en su interior y que se fijan con persistencia en su cerebro, además de en su retina. 


Sus cuadros son, en efecto, instantes retenidos que le apremian y le urgen por salir de él, por exteriorizarse y ser compartidos con otros ojos que habrán de admirarlos. Así ocurre en sus retratos, donde cautiva la belleza y el erotismo de la juventud a través del desnudo o de las formas corporales veladas, la dignidad y dulzura de la vejez, la soledad, el desamparo o el paisaje más íntimo y cercano. Sus trazos perfilan las formas y las figuras con un anhelo perfeccionista que raya en el preciosismo en unos lienzos siempre luminosos y de alegre colorido. 




En efecto, sus lienzos ambicionan preservar con ellos toda la luz de su tierra natal, que delimita perfiles y hace suaves las formas, dotándolas de un colorido alegre y, al mismo tiempo, iluminado por una voluntad firme. Junto a la luz y los paisajes de su la tierra, el talento de Montoro brilla en los retratos que sorprenden y hasta asombran por su brillantez, fidelidad y perfección en algunos casos. Por sus lienzos, la alegría del color se expande como una fina y delicada pátina, mimada por el artista tanto como sus perfiles.

Pero Montoro es también pintor de escenas que muestran el humanismo de su condición artística, a través de ambientes y detalles que no pasan inadvertidos a quien contempla sus cuadros. Hay en él talento y destreza, imaginación y ambición para lograr metas que estoy seguro habrán de sorprendernos aún más. Obra en movimiento; esto es, obra en marcha y en evolución que demanda nuestro apoyo y nuestra felicitación sincera para el artista.



                                                                             José Antonio Sáez Fernández.



miércoles, 11 de julio de 2018

ENFRENTARSE A LOS MIEDOS.





Nos pasamos la vida intentando hacer frente a nuestros miedos: miedo a la soledad, al castigo, a la enfermedad y al dolor, al fracaso, miedo a la muerte... Pasamos así la vida y cuando venimos a darnos cuenta de lo inútiles que son los miedos y del tiempo que hemos perdido en intentar acabar con ellos, cuando tantas veces eran sólo humo que se difumina en el aire, seguramente ya no tenemos casi nada que perder. ¡Cuántas veces los miedos no fueron fruto sino de nuestra mente obcecada y obsesionada con ellos, sin una razón lógica que los motivase! 

Cierto es que la soledad, la enfermedad, el dolor, los errores y la muerte existen, que el miedo mueve y condiciona las acciones o las decisiones humanas, que incluso puede ser producto del inconsciente e incluso de la propia personalidad. Pero también es cierto que los seres humanos somos seres racionales e inteligentes y que podemos llegar a controlar nuestros miedos para ser capaces de abrirnos el camino hacia el futuro y la esperanza en nuestras vidas. Los miedos lastran nuestra existencia, como lastran nuestras capacidad de iniciativa. Contra ellos, la audacia, la osadía, el coraje, la valentía, la resolución, la voluntad y la constancia suelen ser eficaces. 

A veces la mano que atraviesa la cortina se percata de que no hay nada ni nadie oculto tras ella, que sólo era el viento quien la movía. Fronteras mentales son los miedos, gendarmes que disuaden de tomar la iniciativa o seguir un camino. No cabe duda de que los miedos nos manipulan y condicionan, así como pueden servir para ser utilizados por otros semejantes para manipularnos. Por eso, en la sociedad actual,  pueden constituir un arma eficacísima  y son utilizados por los grupos en el poder para conducirnos hacia donde ellos desean. 




Pueden, en efecto, fabricarse artificialmente los miedos en momentos históricos oportunos. Únicamente un ser humano libre y crítico, capaz de razonar y discernir, puede determinar la racionalidad de los miedos y de sus miedos en particular. Pero es obvio que eso no interesa, que lo que interesa es conducir a las masas hacia donde mejor conviene al poder establecido. Quizás la única forma de desactivar nuestros miedos sea haciéndoles frente para que no nos invaliden, para que no nos impidan avanzar y vivir, en lo posible, una vida libre de ellos.



                                                             José Antonio Sáez Fernández.




jueves, 5 de julio de 2018

EL HUMO DE LOS SUEÑOS (A propósito de un libro de Miguel Argaya).





   Miguel Argaya (Valencia, 1960) es autor de los libros Luces de gálibo (1990), Geometría de las cosas irregulares (1992), Carta triste a Jorge (1993), Curso, caudal y fuentes del Omarambo (1997), su poemario más ambicioso al decir de la crítica literaria, Laberinto de derrotas y derivas (1999), Pregón de trascendencias (2000) y La Ciudad El Deshielo La Palabra (2007), además de dos plaquettes publicadas en la década de los ochenta.

   Con Práctica del amor platónico (2017) viene a profundizar en una poesía reflexiva que bucea en problemas existenciales, tales como el paso del tiempo o el sentido de la vida desde el ángulo del naufragio y la derrota que toda vida humana supone, tanto por el desgaste en el ejercicio de vivir como por los sueños que nunca llegaron a realizarse. Parejo a ellos es el tema del desencanto. La trayectoria poética de Miguel Argaya viene a ser la de un francotirador que no sigue otra escuela ni otra moda que la tradición, en la cual bucea y de la cual aprende en alas a labrarse un estilo tan personal como concienzudo. Tradición y renovación, conciencia de las raíces y originalidad dan alas a una poesía extraordinariamente elaborada, con la minuciosidad y el rigor del orfebre.

   Con prólogo de Luis Alberto de Cuenca y un epílogo de Jaime Olmedo Ramos, el libro está dividido en seis partes. Por la primera «Vidas cruzadas», compuesto por doce poemas en los que utiliza el alejandrino y su dulce musicalidad que recuerda al vaivén de las olas, aparecen cuatro nombres de personajes: Fernando Minglietta, Gabriel Viseu, Dante Guzmán y Gabriel Guzmán. El lector puede interpretar estos textos desde el punto de vista del puro juego o la simple ensoñación, pues no parece sino que pretendiesen emular a una poesía esencialmente narrativa y descriptiva, propia del estilo de García Márquez u otros narradores del boom, a la par que pudiera tratarse una poesía de heterónimos, tal la de Pessoa. Todo ello, ignoro, si con ánimo de crítica. 

   En «Años colaterales», que consta de nueve textos, despliega una gran variedad formal y temática que va desde el soneto y el yugo de la humana temporalidad, al eneasílabo («Odiseo a orillas del Aquerusia», dedicado a su padre, «en la parte alta de su huerto fecundo en vides»); el endecasílabo e incluso, nuevamente, el alejandrino. No parece que lo más lacerante para los seres humanos sea el paso del tiempo en sí mismo, sino las personas y los sueños que nos va arrebatando o que vamos dejando atrás en el camino. Cantamos, en efecto, lo que hemos perdido, como diría Antonio Machado. Es el paso del tiempo lo que nos hace caer en la cuenta de que los sueños parecen inalcanzables y de que nuestros intentos por acceder a ellos, por hacerlos realizables resultan infructuosos. Y es también la conciencia de la imposibilidad de alcanzar los sueños lo que nos hace entrar en conflicto con la existencia y con nosotros mismos mientras no lo asumimos. 

   Por otro lado, la religiosidad y la preocupación por España son también temas de textos en los que el poeta alcanza un alto grado de lirismo y perfección formal. «Las horas» consta de ocho poemas a los que no es ajeno cierto sentido de trascendencia y, por tanto, de finitud y eternidad. La concepción de la vida como lucha agónica y la defenestración del superhombre que quedó atrás, destronado por la conciencia de su propia vulnerabilidad a que da paso el tiempo con su desposesión, así como la afirmación en la fe y en las creencias religiosas que no decepcionan son los temas principales de ella. Al llegar a «Los límites», los poemas se despojan de versos para quedar en la esencialidad del desnudo, en la dimensión conceptual que los asiste y nos deparan en el molde del endecasílabo. Son nueve textos, alguno de solo dos versos. Se trata de una poesía fragmentaria, porque de fragmentos definitorios sobre la certeza, el dolor, el tiempo, el beso, la memoria, el miedo o el ruido versan. 




   De ocho textos consta «Los mapas», en un poeta tan amigo de viajes y geografías aventureras, los cuales gozan de una cierta heterogeneidad temática, que va desde lo estrictamente geográfico a lo religioso, pasando por lo familiar a lo puramente metafórico. Y en llegando al final, la última parte del libro es «La vida contemplada», con ocho textos de hondo calado humano y reflexivo en donde el poeta desea dejar un testimonio de hondura, sinceridad y autenticidad de sus señas de identidad y de sus raíces, no sin cierta melancolía, pero con la crudeza del pelícano que abre su pecho para dar de beber su sangre a sus hijos en tiempos de extrema sequía. Una honda y desgarrada verdad que desdeña todo fingimiento y que desea dejar en herencia a sus hijas, a cuya inocencia soñadora mira con amor y cierto dolor trascendido. A esta última parte corresponden los poemas «No quieres una flor», en el que dice: «No quieres una flor: ‘Hazme un poema’, dices, / ‘una verdad que dure más allá de su aroma, / como si un verso fuera más hondo de una rosa, / más hondo, por ejemplo, que el calor de un abrazo». Y también el poema que da título al libro, «Práctica del amor platónico», donde manifiesta la necesidad esperanzada de hacer compatibles los sueños con la realidad, algo que no viene sino con la madurez existencial, con una sabiduría no aprendida pero que proporciona sosiego al corazón, luz a los ojos.


                                                                     José Antonio Sáez Fernández.



Miguel Argaya: Práctica del amor platónico.  Prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Epílogo de Jaime Olmedo Ramos, editorial Devenir, Madrid, 2017.

(Publicado en "Cuadernos del Sur", núm. 1287,  Diario Córdoba, sábado, 30 de junio de 2018, p.7)