martes, 25 de diciembre de 2018

SEMBRADORES DE ESTRELLAS.




                                                                                           Para Nacho y Javier Zabaleta Botella.


¿Cómo no recordar aquellas noches de su lejana infancia donde contemplar la bóveda celeste era una fiesta, la fiesta de las estrellas brillando en la oscuridad, relampagueando trémulas. Mirar el cielo entonces no cansaba y era como si vieses a Dios paseando por el firmamento iluminado, encendiendo las lamparillas de aceite que alumbraban la noche de los mortales, los que estamos bajo el cielo y pisamos este suelo. Esa frágil llama de la lamparilla de aceite, que dura lo que una vida siempre expuesta a una ráfaga de aire que acabe con su luz y expanda así la oscuridad. Podría ser un celeste sereno quien va encendiendo las lamparillas de aceite en la noche iluminada de estrellas que guían al descarriado hacia el camino seguro. O quizás podría ser un celeste pirómano que hace arder en cielo con minúsculas llamitas que reflejan su amor por las criaturas: un astrónomo perdido por el universo.


Cuando llegó la contaminación lumínica, los niños crecían y se hacían mayores sin haber visto el cielo poblado de estrellas en una noche de verano, escuchando a la par el canto de los grillos. Tampoco se les habían ido los ojos tras el farolillo resplandeciente de las luciérnagas, por lo que no conocían el asombro ni se habían entusiasmado con la emoción de tener entre sus manos al insecto que revolotea en las noches cálidas dibujando trayectorias de luz en el aire escindido. Como quiera que habían escuchado de sus mayores relatos sobre las estrellas visibles y las invisibles, jugaban los niños con su imaginación a ser fareros, a encender las luces y a proyectarlas, intermitentemente, sobre el cielo y el mar para dirigir a los pesqueros hacia lugar seguro. Ya se imaginaban ellos ser capitanes de bajeles piratas que allá en altamar se guiaban por la estrellas, burlándose de la Osa Mayor y de la Osa Menor o de la Vía Láctea en su conjunto, rumbo a la isla de Pascua, desde donde los observaban los moáis, colosales gigantes de piedra milenaria. Así hasta una noche en que vieron pasar, raudo, un cometa que llevaba una larga cola de novia, la cual llegara tarde a su boda. ¿Hacia dónde se dirigía aquel cometa fugitivo con su luminosa cola deslizante? 


Una mañana, vieron pasar sobre la playa una avioneta que llevaba un lienzo donde podía leerse una extraña frase: "Sembradores de Estrellas", decía. Y creyendo entender el mensaje, en el Día de Navidad, se pusieron a dibujar estrellas, a colorearlas y recortarlas, pintándolas de amarillo, para después ir pegándolas sobre una cúpula de papel y cartón que, a su vez, habían fabricado. Luego emprendieron el camino hacia las residencias de ancianos, hacia los hospitales donde otros niños enfermos aguardaban la llegada de la Navidad y fueron también a visitar a los sin techo, quienes dormían al raso, entre cajas y hojas de periódico, en las frías noches de invierno. Si veían a un ciego, lo paraban en la acera y le hacían palpar aquella bóveda celeste de recortadas estrellas amarillas, para que él encendiera las luces de su corazón y pusiera en solfa a quienes creían que no podía ver, que no se puede ver con los ojos interiores: los de la imaginación, los del entusiasmo, los de la fantasía, los de la fe inquebrantable. Andaban todo el día de acá para allá y la gente los miraba extrañada, pues se hacían llamar "Sembradores de Estrellas", los que llevaban la luz en sus corazones, esa que asoma sólo a través de los ojos de los niños y que algunos llaman inocencia y otros ilusión, candor, imaginación o fantasía.


                                                                                    José Antonio Sáez Fernández.



viernes, 30 de noviembre de 2018

LA EDAD DE LA INOCENCIA.




   
   Si hay un territorio mágico en la existencia humana ese bien pudiera ser el de nuestra infancia. Durante el resto de nuestra vida somos el niño que fuimos. La infancia condiciona, pues, al hombre en que ha de convertirse el niño y, a pesar de los cambios, en ese hombre no dejará de latir el niño que fue. La vida puede amordazar y hasta ocultar al niño que fuimos, pero nunca podrá negar la luz a que se abrieron sus ojos. Sólo la muerte tiene esa prerrogativa. Somos los rostros de nuestra infancia, los lugares en que jugamos y los olores que percibimos. Nada como el momento de la vida en que nos abrimos al mundo, nos preguntamos por todo aquello que nos rodea y asistimos con asombro a descubrimientos que habrían de deslumbrarnos. Ningún hogar como la casa paterna ni familia como aquella de donde procedemos, ni voces como las que escuchamos, ni ojos como los que nos miraron, ni manos como las que nos acariciaron o nos amonestaron.



   No, no es verdad que el adulto entierra al niño que fue, a pesar de todos los desengaños y fracasos de la vida. El niño que fuiste vive en ti y te acompañará mientras vivas, por lo que irá contigo al sepulcro. Ese niño tiene el mismo miedo que tú, a pesar de que no lo digas, miedo ante la incertidumbre, ante la oscuridad y lo desconocido, ante el mundo de los adultos que le fascina y por el que curiosea. Un adulto es un niño decepcionado, un niño al que le ha sido desvelado el misterio, ese que ha dejado de soñar e imaginar, dando libre vuelo a su fantasía. Nadie tan desinteresado como el niño que no conoce el valor material de las cosas y que, por hacer amigos, no dudaría en desprenderse, incluso, de lo que es más valioso para él. Porque un niño conoce como nadie el valor de la amistad y necesita de afecto para crecer sano y feliz, para incrementar su seguridad y su autoestima, su confianza en un mundo que no entiende y que cuando venga a medio entender se habrá convertido en adulto. 




  Los niños necesitan de libertad y amplitud de espacios para crecer: se asfixian en lugares cerrados, como esos pajarillos que no dejan de aletear en el recinto reducido de su jaula. Como el pájaro es feliz en libertad y se hace al aire en cuanto se le abren las puertas de su encierro; lo mismo los niños, cuya espontanidad les induce a decir y a comportarse como son y como piensan, porque la hipocresía y el fingimiento son más bien cosa de los adultos. Sólo los niños han tocado el cielo con sus dedos, porque no hay mirada más limpia que la suya ni que más agrade al Creador. De la mano de la inocencia se conducen y no aguardan daño. Por eso "quien escandalizare a un niño, más le valiera atarse al cuello una piedra de molino y arrojarse al mar".



                                                                          José Antonio Sáez Fernández.



domingo, 18 de noviembre de 2018

RADIOGRAFÍA DE LA LLUVIA.



(El río Almanzora a su paso por Serón, Almería).



"Mientras sintamos caer la lluvia, habrá esperanza", sentenciaba el abuelo. Cuando sus ojos miraban alrededor, no veían más que desolación. La depredación humana había ido desposeyendo a la tierra de su capa vegetal y, si primero fueron cayendo los árboles porque hacía falta la madera para construir casas, para cocinar los alimentos o para calentarse, después fue la cubierta vegetal de tarays y retamas, de bojas y esparto la que fue sucumbiendo progresivamente, a la par que se abrían caminos y carreteras que removían la tierra para volverla estéril; pues la lluvia, si llegaba, era para acelerar la erosión provocando cárcavas y grietas que dolían como heridas sangrantes en el bramido de la lenta agonía de la tierra. Su piel gredosa, expuesta a los agentes de la erosión, era tan frágil que el viento, el sol y el agua, que se cernían raudos y con violencia sobre ella, la dejaban desnuda y desamparada, a merced de los elementos. Fue así como devino el erial en torno a la villa, al menos como el nieto lo recordaba de labios del abuelo.
"La tierra es nuestra madre. Ella nos acoge de nuevo en su vientre cuando emprendemos el viaje definitivo. Ella nos proporciona los alimentos que necesitamos, sobre ella crece la hierba y bajo ella se sepultan las raíces profundas de los árboles que nos dan sombra en verano y nos resguardan del sol abrasador, las mismas raíces que sujetan la tierra como puños duros y apretados. Sirve de cobijo a muchas criaturas que tienen su guarida en ella y sobre ella posamos con firmeza nuestros pies para dar gracias al Todopoderoso que la hizo fértil y fecunda, mimada por las aguas de los ríos y las fuentes, abonada por los excrementos y el limo que la estercolan. No viertas tú sobre ella líquidos corrosivos que la hieran de muerte ni contamines el lecho de los ríos que van a dar a la mar. La tierra, el aire, el agua son sagrados y los atentados cometidos contra ellos son crímenes de lesa humanidad. Ama la tierra, el aire y el agua, defiéndelos si es preciso, arriesgando tu propia estabilidad; porque la vida nunca será posible sin ellos" -concluía el abuelo, mientras el nieto escuchaba en silencio y guardaba en su corazón cuanto referían sus palabras.


                                                   
                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.



martes, 6 de noviembre de 2018

DÍA DE DIFUNTOS.



(Anto Carte: La Piedad)


   ¿Dónde estáis ahora aquellos que fuisteis puntos de referencia en mi vida y dónde la edad aquella? ¿Dónde vuestra presencia y vuestro abrigo, vuestro calor y el espacio que llenabais? ¿A qué esta orfandad y este desapacible frío que me hiela las manos? No vivimos, no, sino que sobrevivimos a la hecatombe de vuestra marcha, pues nos forjasteis a imagen y semejanza vuestra. Y nos convertimos en náufragos que, arrastrados por las olas, no avistan sino las arenas de la playa a donde fuimos confinados tras vuestra desaparición. 
   Somos, pues, los supervivientes, que no otra cosa; los que se sienten extraños en un lugar que ya vosotros no habitáis y, quienes aquí quedamos, no acertamos a habitarlo sin vosotros. Somos también, y sin acaso, los deshabitados. Resulta cruel privar a alguien de aquellos a quienes amó y dejarlo vivir con su desgarro como si nada hubiera ocurrido. Porque nos convertimos en seres escindidos, cortados por su mitad y, ya en la avanzadilla de la existencia, a la espera de nuestro inevitable final. 
   La vida se convierte así en una antesala de lo que siempre supimos que habría de llegar. El vacío que dejasteis resulta imposible de recomponer: aquí los perdidos, los rotos, los desposeídos. Estamos abocados al desasosiego en esta infinita necesidad de abrazaros, de besaros, de sentiros al lado, de escuchar vuestras voces, sentados tan cerca como siempre estuvimos. No hay día ni noche, ni instante ni hora en que no os convoque con amor y temblor en las manos, mis amados difuntos que me marcáis el camino en donde, a no tardar, habremos de encontrarnos.


                                                                   José Antonio Sáez Fernández.


jueves, 25 de octubre de 2018

HISTORIAS DE MARGINADOS.





Cada mañana, sobre las 11, Andrés se sienta en el banco de la avenida. Hecho un ovillo, cabizbajo, con la mano sobre la frente, ni siquiera mira a los transeúntes que pasan a su lado y que lo observan de soslayo interrogándose. Va correctamente vestido, si bien sus ropas, algo raídas y pasadas de moda, lo delatan. Pareciera que no puede tirar de la vida ni de su cuerpo, el ovillado, el que esconde su cara, el que no mira, el que está ausente de la indiferencia y el ninguneo a que se ve sometido. De vez en cuando se yergue un poco, aunque su espalda continúa encorvada y en sus ojos puede verse una expresión semejante a la del desposeído que se pregunta qué hago yo aquí, quizá me haya muerto ya y no me haya dado cuenta. Puede que esté esperando a que vengan a abrirme la puerta. Andrés no tiene ni donde caerse muerto y por eso busca el banco de la avenida que lo recibe cada mañana sobre las once. Un día pensó que ojalá pudiera morirse sentado en su banco, recibiendo al sol reconfortante de la mañana en los días de otoño. Y pensó que al pasar sus horas de acostumbrada estancia en aquel banco, y como no se movía, alguien se acercaría, quizás, y le preguntaría, zarandeándolo levemente: ¿Se encuentra bien?, para, en seguida, provocar la alarma entre los viandantes.




Mas no siempre fue así. Cuando era joven, se ganaba la vida descargando camiones y hacía alarde del sudor noble y de los músculos. Siempre fumó puros, excepto en los últimos años de su vida en que fumaba cigarrillos finos que en algo se parecían a los puros. Fumaba con estilo, pues era “un señor” con cierto estilo; si bien ignoro si el estilo que mostraba era más aparente que real. Aseado, repeinado y cambiado de ropa, salía a la calle como un huracán dispuesto a arrasar con todo aquello que se le pusiera por delante cuando entraba a los bares o en los cafés.
Ahí sigue cada día, como si hiciera guardia en su banco de la avenida, ante la fachada de la casa señorial de don Augusto; hecho un ovillo o, acaso, deshecho. Encorvado, enclaustrado, como regresando al útero materno, ante la indefensión que le depara el mundo, con el desamparo y el desvalimiento de los desheredados de la fortuna. Como nadie se dirige a él, pareciera que se le ha olvidado el hablar: el ovillado, el ensimismado, el de mirada perdida y extraviada.




Cualquier día pasearé yo también por la avenida y, al pasar junto a su banco, quizá ya no lo encuentre. Un frío y oscuro anuncio, pegado en una farola del puente, anunciará que Andrés Contreras Martínez falleció ayer mientras dormía, echado sobre su camastro. Lo encontró su hermana, alertada porque aún no se había levantado y se acercaba la hora en que acudía todos los días a sentarse en el banco de la avenida, ante la indiferencia de los transeúntes que pasaban.

                              
                         José Antonio Sáez Fernández.




viernes, 19 de octubre de 2018

LUCIÉRNAGAS.





  Este sol que no quema. Gusta salir a buscarlo y encontrarse con él por las aceras, en el campo, en los parques. Gusta también saludarlo y darle las gracias por ese grato calor que se deshoja en oros. Es el sol que dora los membrillos y amarillea en la pelusilla de su piel áurea. El mismo que dora las hojas de los olmos y los plátanos orientales, a la espera de su desnudez invernal. Este sol que los niños y los ancianos agradecen especialmente, pues los mayores siempre van deprisa, de su corazón a sus asuntos. Sentados los ancianos en los bancos del parque, se dejan seducir por los cálidos rayos en la mañana aún fría, a la espera del sol que más calienta, lejos el verano y su sol despiadado. Este sol del membrillo que hace de oro los frutos en un delirio gualda.




   Hubo manzanas de oro en el Jardín de las Hespérides, hubo trabajos de Hércules, que fueron doce, y hubo leyendas que enseñaron a los hombres a soñar lanzando su imaginación al universo. Porque sólo quien sueña roza lo intangible maravilloso, como un dios desmedido. El sol que se deviene en oro en las frutas del árbol del membrillo es un sol cálido que no quema sino que dora y amarillea en la luz que refulge sobre las aguas en calma o sobre el aire mismo que ha de mecer las ramas y las hojas. Es el sol de las ánimas que calienta los huesos en amor de los fieles difuntos. 



   
   Aquel niño lleva escondida en sus manos una luciérnaga. La guarda como quien atesora algo realmente valioso. Del milagro de su luz surge la maravilla en sus ojos asombrados. Y aunque está ansioso de mostrar su tesoro y de que sus amigos lo admiren, teme abrir las cuencas de sus manos, por si acaso vuela de ellas hacia la libertad. La luz de esa luciérnaga es un sol diminuto, un faro que guía a los barcos perdidos en altamar, una linternita, acaso, como mucho, una cerilla para encender un cirio. Voy a los ojos de ese niño, que son los míos; voy a su corazón acelerado por el milagro de la luciérnaga que oculta,voy a los latidos exultantes de su corazón por la magia del luminoso insecto; voy a ese dedal de luz, a esa chispa solar tan vulnerable que se refleja en sus ojos enormemente abiertos por el asombro y la maravilla; voy a la ilusión y al entusiasmo, y al funeral de la luciérnaga en la inocencia difunta de aquel niño.


                         José Antonio Sáez Fernández.


lunes, 15 de octubre de 2018

DIVÁN DE MELANCÓLICOS.




En los días nublados del otoño, el viento mueve las altas ramas de las palmeras y las gaviotas vienen a tomar las playas desiertas con vuelos cortos, que las prolongan de un lugar a otro de la arena en que reposan los restos arrastrados por la pleamar y abandonados en la bajamar. Tardes de cielos plomizos en que las nubes dejan escapar algunas lágrimas y las gentes se ocultan, temerosas, tras los cristales de las ventanas, como si necesitaran sentirse protegidas y a salvo de una imprevisible amenaza. Hay hojas amarillentas que remueve el aire y que vienen a reposar y a posarse, como a cámara lenta, sobre la calzada húmeda, y son pisadas por los viandantes, o sobre los charcos donde navegan como frágiles navíos con la ilusión de altamar. Son como cuerpos amortajados en el velatorio de la luz que acorta las tardes del otoño que avanza. Los pájaros se ocultan medrosos en las ramas de los árboles y el paseante ensimismado los adivina expectantes. Las altas palmeras de grandes y recortadas hojas se doblegan, dúctiles, movidas por el viento, en la inútil acometida de abanicar al sol ausente, aliviando los pasados sofocos del estío. Sobre ellas, el cielo grisáceo, cubierto de nubes, bien pudiera ser la tumba del arco iris.


El solitario que pasea por la playa en días oscuros advierte las rozaduras que sobre la arena han ido dejando las escorrentías tras la llovizna y la amalgama de detritus arrastrada en su alocada carrera por encontrarse con el mar; algo así como las tortugas marinas que eclosionan de sus huevos y, emergiendo de la arena a la superficie, emprenden el camino que ha de llevarla a su primer encuentro con las olas, como si en ello les fuera la misma vida. ¿Quién dijo que vivir no es un continuo riesgo? La vida es tal en cuanto impredecible y nosotros estamos aquí en cuanto estamos: "In ictu oculi" (el lema de las pinturas de Valdés Leal); esto es, "En un abrir y cerrar de ojos".


                                                                                         José Antonio Sáez Fernández.



viernes, 5 de octubre de 2018

POBRES DE SOLEMNIDAD.





   Cada atardecer, al regresar a casa, transportaba los pedacitos de sí mismo que habían quedado esparcidos en el trayecto que lo conducía a su encuentro con los desposeídos de fama y de fortuna: "Vivir exige su desgaste, se decía, y nada desgasta más que el servicio a otros". 

   Ya en la austera cocina de su casa, sentado en una silla de anea y, ante un vaso de agua, recomponía con meticulosidad esos pedacitos como si fueran las piezas de un complicado rompecabezas y, mientras los tenía entre sus manos, podía sentir el calor que desprendían. ¡Con cuánto amor iba encajando las piezas de caprichosas formas y perfiles diversos, las cuales le iban devolviendo su figura que, poco a poco, iba quedando desvelada en su fragmentación cada vez más unitaria!
   La noche iba cayendo sobre la estancia y la luz era, de vez en vez, más escasa, por lo que se decidió a encender la vela que, sobre la alacena, esperaba desde el día anterior con las gotas de cera coagulada deslizándose por el trayecto que quedaba sin consumir, mientras se hacía las siguientes reflexiones: 





"Hay dignidad en la pobreza, una dignidad que niegan los ojos, pero que sí se vislumbra con las luces que espejean en el interior. ¡Cuántas veces la pobreza no fue amiga de la libertad y hasta de la felicidad, alentando los sueños que empujan a enfrentarse con coraje a la vida! Hermanadas van, cogidas de la mano, solidaridad y pobreza, generosidad y pobreza, desinterés y pobreza. Nada mejor para compartir que en la pobreza y desde ella. La pobreza interior es el desapego que muestras hacia los bienes materiales, que sólo usas en función de una necesidad, pero que no acaparas ni ambicionas, ni tampoco vas tras ellos hasta perderte o perderlos. Sólo eres un usufructuario de esos bienes y debes consumir en función de tus necesidades, pues hay otros detrás de ti que, sin duda, necesitarán también de ellos.







 En vano acumulas lo que otros necesitan para sobrevivir. Con nada llegas al mundo y te vas sin nada porque para ese viaje no necesitas llevar alforjas. Desposesión y generosidad: "Mirad las aves del cielo. No siembran ni recogen, pero vuestro Padre Celestial las alimenta". Inmerso ya en la oscuridad, que había tomado posesión definitiva de la estancia, la vela se había consumido al cabo y, poco a poco, cayó vencido por el sueño. "El sueño, se dijo, es el mayor lujo que pueden permitirse los pobres".  Dormir, soñar, no cuesta nada y los pobres de solemnidad tienen ese bendito privilegio.


                                                                            José Antonio Sáez Fernández.



Nota: Las ilustraciones son de la fotógrafa chilena Paz Errázuriz Körner.


lunes, 24 de septiembre de 2018

QUIMIOTERAPIA.



(Imagen de Paz Errázuriz Körner)




   Abrázame fuerte, me dijo. Y baila conmigo hasta rayar el alba. Dime que la muerte no ha de poder jamás con nuestro abrazo y que no podrá arrancar mi cuerpo de tus manos, escindiéndonos ahora, en este mismo instante en que somos uno. Dime que no somos dos mitades, sino un todo y que, aunque la muerte se empecinara en llamar a uno de nosotros, lo impediría el otro. Baila con la del pecho cercenado y la quimioterapia, condúceme hacia el vals que suena en los oídos de mi alma y bésame en los labios. 
   Sea tu beso tan largo como las breves horas que restan hasta que cante el gallo y comiencen a iluminarse los rincones escondidos de la calle. Bésame con los besos de tu boca. Besa la cabeza rapada que el pañuelo cubre con su alegre diseño, pues celebramos la vida y este vals es como un salmo, como la embriaguez que sigue a la fiesta tras los decorados que clausuran o enclaustran la mirada. Yo no pido otra cosa que me lleven tus brazos sobre el enlosado salón donde suena la orquesta, que te muevas con el estilo y la sobria elegancia de quien te lleva en volandas, te envuelve y te hace girar ante el asombro de aquellos que observan la magia que urge al movimiento.
   Alárgame tu mano, extiéndela para que pueda sostenerme y sostenerla, para gire en torno a ti con el vigor del trompo y en el olvido de náuseas y de arcadas. Sea tu brazo roca a que asirme en mi fragilidad, en esta suprema debilidad que me hace temer lo que presiento que no será, si tú no me despegas de tu cuerpo. Bailemos este vals a que estamos llamados desde la creación del mundo, tú y yo solos, como si nadie existiera y la vida no fuese otra cosa que la invitación a un baile que sólo aceptan los osados; mientras los tímidos se limitan a dejarlas pasar, fingiendo que no va con ellos el asunto y que la orquesta no toca su canción, sino la de otros. Pero en el fondo sabían que era su oportunidad de entrar en el baile y que quizás no habrían de tener otra.
   Baila conmigo y hagamos que el mundo se origine de nuevo, como cuando todo estaba por estrenar y la nieve revestía con su manto de pureza las lomas de los montes, en lontananza. Remontémonos al origen, cuando era yo la niña de primorosas trenzas que recogía blancas margaritas del sembrado y a la que su madre pasaba largas horas peinando despaciosamente los cabellos, que esplendían bajo la delicada luz de la mañana. Dime, susúrrame al oído que la muerte no ha de poder contigo ni conmigo, pues no somos dos, que somos uno, y no permitirá el uno que invite al otro, fascinado, a bailar una danza que no puede imponernos.


                                                             José Antonio Sáez Fernández.




lunes, 17 de septiembre de 2018

LOS FRUTOS DEL GRANADO.



(Ilustración del pintor chino Lui Liu)




Aquella joven había, sin duda, enloquecido. Se paseaba desnuda entre los árboles frutales y atesoraba granadas en sus manos, apretujándolas junto a su pecho mientras sonreía felicísima. Sus mejillas sonrosadas eran granadas, su boca y sus labios, su piel que alboreaba, del color de la granada. Atesoraba granadas que le rebosaban en sus manos y hasta caían sobre la hierba, por lo que las volvía a recoger, acunándolas entre sus senos. Se creía una princesa que danzara sobre un lecho sombreado por las frutas del granado y se obstinaba en tejer collares de rubíes en torno a su blanco cuello y el perfil erguido de su nuca, emulando una rosa blanca entre la espejeante púrpura del fruto que refulgía bajo el plenilunio. Rubíes los granos de la fruta coronada, la reina de las frutas que atesora sus piedras preciosas para embellecer a la más bella, y dulce, y pálida entre las pálidas. Cuando la luz se cierne sobre la pendiente que desciende hacia el desfiladero de sus copas, esplenden allí los granos de la granada, cegadora entre la nieve de las cumbres. 
   Y fue así hasta que aquel joven atravesó el jardín para espiarla y se compadeció de su locura, cubriéndole el cuerpo desnudo con su capa para darle calor y cobijarla a su abrigo, mientras ella lo miraba con ojos abrumadoramente abiertos y sonreía tan cercana que lo obligaba a respirar su aliento. Él correspondía a la vigilia de sus ojos con la mirada afable de los suyos y le obsequiaba con las flores que iba cortando del granado, con las cuales fue sembrando sus cabellos de oro y sobre los que iba posando sus labios espaciadamente, hasta devolver el sosiego al corazón atribulado de la muchacha.



                                                            José Antonio Sáez Fernández.




lunes, 10 de septiembre de 2018

MEJOR IGNORARLO.


(Fotografías de Eladio Begega)


   Desandar lo andado. Regresar sobre los pasos que fuimos dejando atrás. Recuperar lo perdido. Volver a nacer de nuevo. Revivir o resucitar. Aspiraciones imposibles y eternas de los seres humanos que encontramos consuelo en ellas ante la debacle que es la vida y su desenlace final. Cierto que nos es posible evocar el pasado y recuperar lo vivido a través del recurso a la memoria, aunque el paso del tiempo es cruel e irreversible, implacable y sentencioso. También la desmemoria, la demencia senil o el altheimer son enfermedades que atenazan esa magnífica máquina de procesar que es el cerebro, donde se atesora la memoria. Al cabo, sólo la memoria de lo que fuimos nos va quedando y, a poco, ni siquiera eso.  Rebobinar la película de nuestra vida para nacer de nuevo, aun sabiendo las calamidades y sufrimientos a los que la existencia humana se ve sometida en su desarrollo y en su peregrinaje. Nada sucede gratuitamente. Por todo pagamos un precio y en la senda de vivir, esa deuda lleva consigo algunos placeres y muchos sufrimientos. Por todo hemos de pagar un estipendio a cambio de un menguado salario. 



   No, no es posible desvivirse en el sentido literal del término, pues no podemos renunciar, realmente y aunque queramos, a las experiencias que hemos vivido. No está en nuestras posibilidades. Somos, pues, lo que hemos vivido y sobre nuestras cenizas se cernirá el olvido con el paso de los años. Es un noble anhelo humano aspirar a que alguien nos recuerde por algo, de manera que no desaparezcamos del todo de la memoria de nuestros semejantes. Pero, al fin y al cabo, qué más da si se cierne el olvido sobre una tumba que también llegará a desaparecer. ¿Qué será de nuestros humildes huesos, amarillentos huesos pelados, mondos y lirondos, en posición extendida o posición fetal? ¿Vendrán, quizá, sesudos arqueólogos a levantar hipótesis sobre nuestra pobre vida, nuestra decrépita sociedad y la locura que se apoderó de aquellos grupos humanos antes que el lugar que habitamos fuera abandonado por la especie a que pertenecemos?



   No tiene sentido nacer para morir y esa es condición sustancial de los seres vivos, que nacen, crecen se reproducen y mueren. La muerte es absurda y es por eso que ante ella enmudecemos. No encontramos palabras para definir su sentido, porque acaso no lo tiene en sí misma. Los seres vivos fueron creados para la vida y a ella están llamados. Así parecería lo correcto si no existiera el dolor y todo nuestro organismo no tuviese fecha de caducidad. Aquello que llamamos "el tiempo" o "el paso del tiempo" puede que no sea más que la sensación que produce en nosotros el sucederse de los días y las noches, de la luz y la oscuridad, de la salud y la enfermedad, de las estaciones y los acontecimientos. En estas condiciones de deterioro, no cabe otra que esperar con alivio la muerte, pues de lo contrario no hallaríamos la paz ni el descanso a tantos males como nos atenazan. ¿Acaso pediríamos la muerte a gritos o enloqueceríamos de no alcanzarla?

   La única conclusión posible es que la vida es un don precioso, una oportunidad que se nos brinda y lo único de que disponemos. Aprovecharla o no es cuestión de voluntad y del azar propicio. Somos pura fragilidad. Humo que va en el viento.


                                                              José Antonio Sáez Fernández.


viernes, 27 de julio de 2018

LA REALIDAD TRASCENDIDA DE JOSÉ JUAN MONTORO.






La práctica de cualquiera de las artes plásticas requiere sensibilidad, delicadeza y conocimientos técnicos por parte del artista que en ellas se ejercita. Parece evidente que en la pintura de José Juan Martínez Montoro, médico nacido en Almería pero residente en Albox, algo hay de ejercicio y de adiestramiento, de aprendizaje y perfeccionamiento, en suma, de la pintura que vive y siente; a la par que condiciona de algún modo su existencia y que lleva gravada en su interior, pues el artista ve no sólo con los ojos corporales sino también con los ojos interiores, ese espacio de su mente donde caben la superación y la inextinguibe belleza a la que aspira. 

Seguramente la realidad que refleja Montoro es una realidad trascendida, pues sus cuadros, aunque reflejan aspectos de esa realidad tangible que nos circunda, de alguna manera la subliman y la perfeccionan. Hay, pues en la pintura de este artista almeriense un anhelo de perfeccionar la realidad, de sublimarla para ennoblecer sus perfiles e imperfecciones en aras de un íntimo anhelo personal que busca en los rostros, en el desnudo o en el paisaje un reflejo de una noble aspiración que persigue la belleza y la superación humanas.




En la pintura de José Juan Martínez Montoro, el observador atento podrá vislumbrar la evolución que su arte ha seguido hasta alcanzar la sorprendente calidad de que al presente hace gala. Pintor autodidacta, con estudios de delineante, además de la profesión a la que ha dedicado su vida: la medicina, Montoro es un fino observador, tan fino que en sus cuadros se perfila con ansiedad el logro de un perfeccionismo que en no pocas veces parece delatar sus más íntimas inquietudes. Algo o mucho tiene que ver, a menudo, la fotografía con ese anhelo de reproducir con fidelidad las figuras que calan en su interior y que se fijan con persistencia en su cerebro, además de en su retina. 


Sus cuadros son, en efecto, instantes retenidos que le apremian y le urgen por salir de él, por exteriorizarse y ser compartidos con otros ojos que habrán de admirarlos. Así ocurre en sus retratos, donde cautiva la belleza y el erotismo de la juventud a través del desnudo o de las formas corporales veladas, la dignidad y dulzura de la vejez, la soledad, el desamparo o el paisaje más íntimo y cercano. Sus trazos perfilan las formas y las figuras con un anhelo perfeccionista que raya en el preciosismo en unos lienzos siempre luminosos y de alegre colorido. 




En efecto, sus lienzos ambicionan preservar con ellos toda la luz de su tierra natal, que delimita perfiles y hace suaves las formas, dotándolas de un colorido alegre y, al mismo tiempo, iluminado por una voluntad firme. Junto a la luz y los paisajes de su la tierra, el talento de Montoro brilla en los retratos que sorprenden y hasta asombran por su brillantez, fidelidad y perfección en algunos casos. Por sus lienzos, la alegría del color se expande como una fina y delicada pátina, mimada por el artista tanto como sus perfiles.

Pero Montoro es también pintor de escenas que muestran el humanismo de su condición artística, a través de ambientes y detalles que no pasan inadvertidos a quien contempla sus cuadros. Hay en él talento y destreza, imaginación y ambición para lograr metas que estoy seguro habrán de sorprendernos aún más. Obra en movimiento; esto es, obra en marcha y en evolución que demanda nuestro apoyo y nuestra felicitación sincera para el artista.



                                                                             José Antonio Sáez Fernández.



miércoles, 11 de julio de 2018

ENFRENTARSE A LOS MIEDOS.





Nos pasamos la vida intentando hacer frente a nuestros miedos: miedo a la soledad, al castigo, a la enfermedad y al dolor, al fracaso, miedo a la muerte... Pasamos así la vida y cuando venimos a darnos cuenta de lo inútiles que son los miedos y del tiempo que hemos perdido en intentar acabar con ellos, cuando tantas veces eran sólo humo que se difumina en el aire, seguramente ya no tenemos casi nada que perder. ¡Cuántas veces los miedos no fueron fruto sino de nuestra mente obcecada y obsesionada con ellos, sin una razón lógica que los motivase! 

Cierto es que la soledad, la enfermedad, el dolor, los errores y la muerte existen, que el miedo mueve y condiciona las acciones o las decisiones humanas, que incluso puede ser producto del inconsciente e incluso de la propia personalidad. Pero también es cierto que los seres humanos somos seres racionales e inteligentes y que podemos llegar a controlar nuestros miedos para ser capaces de abrirnos el camino hacia el futuro y la esperanza en nuestras vidas. Los miedos lastran nuestra existencia, como lastran nuestras capacidad de iniciativa. Contra ellos, la audacia, la osadía, el coraje, la valentía, la resolución, la voluntad y la constancia suelen ser eficaces. 

A veces la mano que atraviesa la cortina se percata de que no hay nada ni nadie oculto tras ella, que sólo era el viento quien la movía. Fronteras mentales son los miedos, gendarmes que disuaden de tomar la iniciativa o seguir un camino. No cabe duda de que los miedos nos manipulan y condicionan, así como pueden servir para ser utilizados por otros semejantes para manipularnos. Por eso, en la sociedad actual,  pueden constituir un arma eficacísima  y son utilizados por los grupos en el poder para conducirnos hacia donde ellos desean. 




Pueden, en efecto, fabricarse artificialmente los miedos en momentos históricos oportunos. Únicamente un ser humano libre y crítico, capaz de razonar y discernir, puede determinar la racionalidad de los miedos y de sus miedos en particular. Pero es obvio que eso no interesa, que lo que interesa es conducir a las masas hacia donde mejor conviene al poder establecido. Quizás la única forma de desactivar nuestros miedos sea haciéndoles frente para que no nos invaliden, para que no nos impidan avanzar y vivir, en lo posible, una vida libre de ellos.



                                                             José Antonio Sáez Fernández.




jueves, 5 de julio de 2018

EL HUMO DE LOS SUEÑOS (A propósito de un libro de Miguel Argaya).





   Miguel Argaya (Valencia, 1960) es autor de los libros Luces de gálibo (1990), Geometría de las cosas irregulares (1992), Carta triste a Jorge (1993), Curso, caudal y fuentes del Omarambo (1997), su poemario más ambicioso al decir de la crítica literaria, Laberinto de derrotas y derivas (1999), Pregón de trascendencias (2000) y La Ciudad El Deshielo La Palabra (2007), además de dos plaquettes publicadas en la década de los ochenta.

   Con Práctica del amor platónico (2017) viene a profundizar en una poesía reflexiva que bucea en problemas existenciales, tales como el paso del tiempo o el sentido de la vida desde el ángulo del naufragio y la derrota que toda vida humana supone, tanto por el desgaste en el ejercicio de vivir como por los sueños que nunca llegaron a realizarse. Parejo a ellos es el tema del desencanto. La trayectoria poética de Miguel Argaya viene a ser la de un francotirador que no sigue otra escuela ni otra moda que la tradición, en la cual bucea y de la cual aprende en alas a labrarse un estilo tan personal como concienzudo. Tradición y renovación, conciencia de las raíces y originalidad dan alas a una poesía extraordinariamente elaborada, con la minuciosidad y el rigor del orfebre.

   Con prólogo de Luis Alberto de Cuenca y un epílogo de Jaime Olmedo Ramos, el libro está dividido en seis partes. Por la primera «Vidas cruzadas», compuesto por doce poemas en los que utiliza el alejandrino y su dulce musicalidad que recuerda al vaivén de las olas, aparecen cuatro nombres de personajes: Fernando Minglietta, Gabriel Viseu, Dante Guzmán y Gabriel Guzmán. El lector puede interpretar estos textos desde el punto de vista del puro juego o la simple ensoñación, pues no parece sino que pretendiesen emular a una poesía esencialmente narrativa y descriptiva, propia del estilo de García Márquez u otros narradores del boom, a la par que pudiera tratarse una poesía de heterónimos, tal la de Pessoa. Todo ello, ignoro, si con ánimo de crítica. 

   En «Años colaterales», que consta de nueve textos, despliega una gran variedad formal y temática que va desde el soneto y el yugo de la humana temporalidad, al eneasílabo («Odiseo a orillas del Aquerusia», dedicado a su padre, «en la parte alta de su huerto fecundo en vides»); el endecasílabo e incluso, nuevamente, el alejandrino. No parece que lo más lacerante para los seres humanos sea el paso del tiempo en sí mismo, sino las personas y los sueños que nos va arrebatando o que vamos dejando atrás en el camino. Cantamos, en efecto, lo que hemos perdido, como diría Antonio Machado. Es el paso del tiempo lo que nos hace caer en la cuenta de que los sueños parecen inalcanzables y de que nuestros intentos por acceder a ellos, por hacerlos realizables resultan infructuosos. Y es también la conciencia de la imposibilidad de alcanzar los sueños lo que nos hace entrar en conflicto con la existencia y con nosotros mismos mientras no lo asumimos. 

   Por otro lado, la religiosidad y la preocupación por España son también temas de textos en los que el poeta alcanza un alto grado de lirismo y perfección formal. «Las horas» consta de ocho poemas a los que no es ajeno cierto sentido de trascendencia y, por tanto, de finitud y eternidad. La concepción de la vida como lucha agónica y la defenestración del superhombre que quedó atrás, destronado por la conciencia de su propia vulnerabilidad a que da paso el tiempo con su desposesión, así como la afirmación en la fe y en las creencias religiosas que no decepcionan son los temas principales de ella. Al llegar a «Los límites», los poemas se despojan de versos para quedar en la esencialidad del desnudo, en la dimensión conceptual que los asiste y nos deparan en el molde del endecasílabo. Son nueve textos, alguno de solo dos versos. Se trata de una poesía fragmentaria, porque de fragmentos definitorios sobre la certeza, el dolor, el tiempo, el beso, la memoria, el miedo o el ruido versan. 




   De ocho textos consta «Los mapas», en un poeta tan amigo de viajes y geografías aventureras, los cuales gozan de una cierta heterogeneidad temática, que va desde lo estrictamente geográfico a lo religioso, pasando por lo familiar a lo puramente metafórico. Y en llegando al final, la última parte del libro es «La vida contemplada», con ocho textos de hondo calado humano y reflexivo en donde el poeta desea dejar un testimonio de hondura, sinceridad y autenticidad de sus señas de identidad y de sus raíces, no sin cierta melancolía, pero con la crudeza del pelícano que abre su pecho para dar de beber su sangre a sus hijos en tiempos de extrema sequía. Una honda y desgarrada verdad que desdeña todo fingimiento y que desea dejar en herencia a sus hijas, a cuya inocencia soñadora mira con amor y cierto dolor trascendido. A esta última parte corresponden los poemas «No quieres una flor», en el que dice: «No quieres una flor: ‘Hazme un poema’, dices, / ‘una verdad que dure más allá de su aroma, / como si un verso fuera más hondo de una rosa, / más hondo, por ejemplo, que el calor de un abrazo». Y también el poema que da título al libro, «Práctica del amor platónico», donde manifiesta la necesidad esperanzada de hacer compatibles los sueños con la realidad, algo que no viene sino con la madurez existencial, con una sabiduría no aprendida pero que proporciona sosiego al corazón, luz a los ojos.


                                                                     José Antonio Sáez Fernández.



Miguel Argaya: Práctica del amor platónico.  Prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Epílogo de Jaime Olmedo Ramos, editorial Devenir, Madrid, 2017.

(Publicado en "Cuadernos del Sur", núm. 1287,  Diario Córdoba, sábado, 30 de junio de 2018, p.7)





jueves, 14 de junio de 2018

CONJETURAS.




(Fotografía de Santiago Ontañón)




   Seguramente usted encuentra desquiciado el mundo a su alrededor y aún el que existe más lejos de usted. Seguramente usted se encuentra personalmente también, como mínimo, algo desasosegado e intenta hallar las causas de su desazón existencial. Quizá los horarios extenuantes de un trabajo donde tiene que soportar lo indecible de todo tipo de gentes y hasta de su jefe, por un sueldo que apenas le llega para cubrir sus necesidades básicas y las de su familia. Entiende que la televisión, el cine, las nuevas tecnologías, los medios de comunicación, la religión, la economía, la política… toda la vida, en fin, anda desquiciada de aquí para allá con sus continuos mensajes desconcertantes y, nosotros, con desasosiego, viajamos sin rumbo por el tiempo y el espacio, incluso en las relaciones familiares. Y se pregunta si al menos usted y los suyos podrían ponerse a salvo de tamaño desquiciamiento existencial, porque el mal se extiende por doquier y se cuela por los resquicios de las ventanas y las puertas, por los orificios por donde respiramos y por las pupilas con que miramos a nuestro alrededor. 

   Me temo, amigo mío, que de este entuerto no saldrá bien parado tan fácilmente y que su propósito de liberar de él también a los suyos resulte tan loable como difícil, pues ésta es una aventura personal engendrada por la necesidad de constatar que algo va mal, por lo que se hacen necesarios la reflexión continua y el coraje personal para no comulgar con ruedas de molino. Mientras, el mal se expande por el tejido social como la metástasis y no encontramos salida. Puede que el sistema esté en caída libre, como los que en él vivimos.  

   Apunte, entre otros aspectos, a una vida sencilla, pacífica y solidaria, a ver qué pasa. Cultive su intelecto y, si cree en la dimensión espiritual del hombre, cultive también su espíritu con el conocimiento, los valores morales y la cultura. Sea más comunicativo. Verá y entenderá mejor el mundo en que vive y quizá su vida le resulte menos arisca y desapacible.



                                                                                 José Antonio Sáez Fernández.