Cada
mañana, sobre las 11, Andrés se sienta en el banco de la avenida. Hecho un
ovillo, cabizbajo, con la mano sobre la frente, ni siquiera mira a los
transeúntes que pasan a su lado y que lo observan de soslayo interrogándose. Va
correctamente vestido, si bien sus ropas, algo raídas y pasadas de moda, lo
delatan. Pareciera que no puede tirar de la vida ni de su cuerpo, el ovillado,
el que esconde su cara, el que no mira, el que está ausente de la indiferencia
y el ninguneo a que se ve sometido. De vez en cuando se yergue un poco, aunque
su espalda continúa encorvada y en sus ojos puede verse una expresión semejante a
la del desposeído que se pregunta qué hago yo aquí, quizá me haya muerto ya y
no me haya dado cuenta. Puede que esté esperando a que vengan a abrirme la
puerta. Andrés no tiene ni donde caerse muerto y por eso busca el banco de la
avenida que lo recibe cada mañana sobre las once. Un día pensó que ojalá
pudiera morirse sentado en su banco, recibiendo al sol reconfortante de la
mañana en los días de otoño. Y pensó que al pasar sus horas de acostumbrada
estancia en aquel banco, y como no se movía, alguien se acercaría, quizás, y le
preguntaría, zarandeándolo levemente: ¿Se encuentra bien?, para, en seguida,
provocar la alarma entre los viandantes.
Mas no siempre
fue así. Cuando era joven, se ganaba la vida descargando camiones y hacía alarde
del sudor noble y de los músculos. Siempre fumó puros, excepto en los últimos
años de su vida en que fumaba cigarrillos finos que en algo se parecían a los
puros. Fumaba con estilo, pues era “un señor” con cierto estilo; si bien ignoro
si el estilo que mostraba era más aparente que real. Aseado, repeinado y
cambiado de ropa, salía a la calle como un huracán dispuesto a arrasar con
todo aquello que se le pusiera por delante cuando entraba a los bares o en los
cafés.
Ahí sigue cada día, como si hiciera guardia en su banco de la avenida, ante la
fachada de la casa señorial de don Augusto; hecho un ovillo o, acaso, deshecho.
Encorvado, enclaustrado, como regresando al útero materno, ante la indefensión
que le depara el mundo, con el desamparo y el desvalimiento de los desheredados
de la fortuna. Como nadie se dirige a él, pareciera que se le ha
olvidado el hablar: el ovillado, el ensimismado, el de mirada perdida y
extraviada.
Cualquier
día pasearé yo también por la avenida y, al pasar junto a su banco, quizá ya no
lo encuentre. Un frío y oscuro anuncio, pegado en una farola del puente,
anunciará que Andrés Contreras Martínez falleció ayer mientras dormía, echado
sobre su camastro. Lo encontró su hermana, alertada porque aún no se había
levantado y se acercaba la hora en que acudía todos los días a sentarse en el banco de la
avenida, ante la indiferencia de los transeúntes que pasaban.
José Antonio Sáez Fernández.
Precioso escrito que refleja la realidad de los desposeídos.
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