jueves, 25 de octubre de 2018

HISTORIAS DE MARGINADOS.





Cada mañana, sobre las 11, Andrés se sienta en el banco de la avenida. Hecho un ovillo, cabizbajo, con la mano sobre la frente, ni siquiera mira a los transeúntes que pasan a su lado y que lo observan de soslayo interrogándose. Va correctamente vestido, si bien sus ropas, algo raídas y pasadas de moda, lo delatan. Pareciera que no puede tirar de la vida ni de su cuerpo, el ovillado, el que esconde su cara, el que no mira, el que está ausente de la indiferencia y el ninguneo a que se ve sometido. De vez en cuando se yergue un poco, aunque su espalda continúa encorvada y en sus ojos puede verse una expresión semejante a la del desposeído que se pregunta qué hago yo aquí, quizá me haya muerto ya y no me haya dado cuenta. Puede que esté esperando a que vengan a abrirme la puerta. Andrés no tiene ni donde caerse muerto y por eso busca el banco de la avenida que lo recibe cada mañana sobre las once. Un día pensó que ojalá pudiera morirse sentado en su banco, recibiendo al sol reconfortante de la mañana en los días de otoño. Y pensó que al pasar sus horas de acostumbrada estancia en aquel banco, y como no se movía, alguien se acercaría, quizás, y le preguntaría, zarandeándolo levemente: ¿Se encuentra bien?, para, en seguida, provocar la alarma entre los viandantes.




Mas no siempre fue así. Cuando era joven, se ganaba la vida descargando camiones y hacía alarde del sudor noble y de los músculos. Siempre fumó puros, excepto en los últimos años de su vida en que fumaba cigarrillos finos que en algo se parecían a los puros. Fumaba con estilo, pues era “un señor” con cierto estilo; si bien ignoro si el estilo que mostraba era más aparente que real. Aseado, repeinado y cambiado de ropa, salía a la calle como un huracán dispuesto a arrasar con todo aquello que se le pusiera por delante cuando entraba a los bares o en los cafés.
Ahí sigue cada día, como si hiciera guardia en su banco de la avenida, ante la fachada de la casa señorial de don Augusto; hecho un ovillo o, acaso, deshecho. Encorvado, enclaustrado, como regresando al útero materno, ante la indefensión que le depara el mundo, con el desamparo y el desvalimiento de los desheredados de la fortuna. Como nadie se dirige a él, pareciera que se le ha olvidado el hablar: el ovillado, el ensimismado, el de mirada perdida y extraviada.




Cualquier día pasearé yo también por la avenida y, al pasar junto a su banco, quizá ya no lo encuentre. Un frío y oscuro anuncio, pegado en una farola del puente, anunciará que Andrés Contreras Martínez falleció ayer mientras dormía, echado sobre su camastro. Lo encontró su hermana, alertada porque aún no se había levantado y se acercaba la hora en que acudía todos los días a sentarse en el banco de la avenida, ante la indiferencia de los transeúntes que pasaban.

                              
                         José Antonio Sáez Fernández.




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