viernes, 19 de octubre de 2018

LUCIÉRNAGAS.





  Este sol que no quema. Gusta salir a buscarlo y encontrarse con él por las aceras, en el campo, en los parques. Gusta también saludarlo y darle las gracias por ese grato calor que se deshoja en oros. Es el sol que dora los membrillos y amarillea en la pelusilla de su piel áurea. El mismo que dora las hojas de los olmos y los plátanos orientales, a la espera de su desnudez invernal. Este sol que los niños y los ancianos agradecen especialmente, pues los mayores siempre van deprisa, de su corazón a sus asuntos. Sentados los ancianos en los bancos del parque, se dejan seducir por los cálidos rayos en la mañana aún fría, a la espera del sol que más calienta, lejos el verano y su sol despiadado. Este sol del membrillo que hace de oro los frutos en un delirio gualda.




   Hubo manzanas de oro en el Jardín de las Hespérides, hubo trabajos de Hércules, que fueron doce, y hubo leyendas que enseñaron a los hombres a soñar lanzando su imaginación al universo. Porque sólo quien sueña roza lo intangible maravilloso, como un dios desmedido. El sol que se deviene en oro en las frutas del árbol del membrillo es un sol cálido que no quema sino que dora y amarillea en la luz que refulge sobre las aguas en calma o sobre el aire mismo que ha de mecer las ramas y las hojas. Es el sol de las ánimas que calienta los huesos en amor de los fieles difuntos. 



   
   Aquel niño lleva escondida en sus manos una luciérnaga. La guarda como quien atesora algo realmente valioso. Del milagro de su luz surge la maravilla en sus ojos asombrados. Y aunque está ansioso de mostrar su tesoro y de que sus amigos lo admiren, teme abrir las cuencas de sus manos, por si acaso vuela de ellas hacia la libertad. La luz de esa luciérnaga es un sol diminuto, un faro que guía a los barcos perdidos en altamar, una linternita, acaso, como mucho, una cerilla para encender un cirio. Voy a los ojos de ese niño, que son los míos; voy a su corazón acelerado por el milagro de la luciérnaga que oculta,voy a los latidos exultantes de su corazón por la magia del luminoso insecto; voy a ese dedal de luz, a esa chispa solar tan vulnerable que se refleja en sus ojos enormemente abiertos por el asombro y la maravilla; voy a la ilusión y al entusiasmo, y al funeral de la luciérnaga en la inocencia difunta de aquel niño.


                         José Antonio Sáez Fernández.


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