(Imagen de Paz Errázuriz Körner) |
Abrázame
fuerte, me dijo. Y baila conmigo hasta rayar el alba. Dime que la muerte no ha
de poder jamás con nuestro abrazo y que no podrá arrancar mi cuerpo de tus
manos, escindiéndonos ahora, en este mismo instante en que somos uno. Dime que
no somos dos mitades, sino un todo y que, aunque la muerte se empecinara en
llamar a uno de nosotros, lo impediría el otro. Baila
con la del pecho cercenado y la quimioterapia, condúceme hacia el vals que
suena en los oídos de mi alma y bésame en los labios.
Sea tu beso tan largo como
las breves horas que restan hasta que cante el gallo y comiencen a iluminarse
los rincones escondidos de la calle. Bésame
con los besos de tu boca. Besa la cabeza rapada que el pañuelo cubre con su
alegre diseño, pues celebramos la vida y este vals es como un salmo, como la
embriaguez que sigue a la fiesta tras los decorados que clausuran o enclaustran
la mirada. Yo no pido otra cosa que me lleven tus brazos sobre el enlosado
salón donde suena la orquesta, que te muevas con el estilo y la sobria
elegancia de quien te lleva en volandas, te envuelve y te hace girar ante el
asombro de aquellos que observan la magia que urge al movimiento.
Alárgame tu mano, extiéndela para que pueda
sostenerme y sostenerla, para gire en torno a ti con el vigor del trompo y en
el olvido de náuseas y de arcadas. Sea tu brazo roca a que asirme en mi
fragilidad, en esta suprema debilidad que me hace temer lo que presiento que no
será, si tú no me despegas de tu cuerpo. Bailemos
este vals a que estamos llamados desde la creación del mundo, tú y yo solos,
como si nadie existiera y la vida no fuese otra cosa que la invitación a un
baile que sólo aceptan los osados; mientras los tímidos se limitan a dejarlas
pasar, fingiendo que no va con ellos el asunto y que la orquesta no toca su
canción, sino la de otros. Pero en el fondo sabían que era su oportunidad de
entrar en el baile y que quizás no habrían de tener otra.
Baila
conmigo y hagamos que el mundo se origine de nuevo, como cuando todo estaba por
estrenar y la nieve revestía con su manto de pureza las lomas de los montes, en
lontananza. Remontémonos al origen, cuando era yo la niña de primorosas trenzas que recogía blancas margaritas del sembrado y a la que su madre pasaba largas horas
peinando despaciosamente los cabellos, que esplendían bajo la delicada luz de
la mañana. Dime, susúrrame al oído que la muerte no ha de poder contigo ni
conmigo, pues no somos dos, que somos uno, y no permitirá el uno que invite al
otro, fascinado, a bailar una danza que no puede imponernos.
José
Antonio Sáez Fernández.
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