martes, 25 de diciembre de 2018

SEMBRADORES DE ESTRELLAS.




                                                                                           Para Nacho y Javier Zabaleta Botella.


¿Cómo no recordar aquellas noches de su lejana infancia donde contemplar la bóveda celeste era una fiesta, la fiesta de las estrellas brillando en la oscuridad, relampagueando trémulas. Mirar el cielo entonces no cansaba y era como si vieses a Dios paseando por el firmamento iluminado, encendiendo las lamparillas de aceite que alumbraban la noche de los mortales, los que estamos bajo el cielo y pisamos este suelo. Esa frágil llama de la lamparilla de aceite, que dura lo que una vida siempre expuesta a una ráfaga de aire que acabe con su luz y expanda así la oscuridad. Podría ser un celeste sereno quien va encendiendo las lamparillas de aceite en la noche iluminada de estrellas que guían al descarriado hacia el camino seguro. O quizás podría ser un celeste pirómano que hace arder en cielo con minúsculas llamitas que reflejan su amor por las criaturas: un astrónomo perdido por el universo.


Cuando llegó la contaminación lumínica, los niños crecían y se hacían mayores sin haber visto el cielo poblado de estrellas en una noche de verano, escuchando a la par el canto de los grillos. Tampoco se les habían ido los ojos tras el farolillo resplandeciente de las luciérnagas, por lo que no conocían el asombro ni se habían entusiasmado con la emoción de tener entre sus manos al insecto que revolotea en las noches cálidas dibujando trayectorias de luz en el aire escindido. Como quiera que habían escuchado de sus mayores relatos sobre las estrellas visibles y las invisibles, jugaban los niños con su imaginación a ser fareros, a encender las luces y a proyectarlas, intermitentemente, sobre el cielo y el mar para dirigir a los pesqueros hacia lugar seguro. Ya se imaginaban ellos ser capitanes de bajeles piratas que allá en altamar se guiaban por la estrellas, burlándose de la Osa Mayor y de la Osa Menor o de la Vía Láctea en su conjunto, rumbo a la isla de Pascua, desde donde los observaban los moáis, colosales gigantes de piedra milenaria. Así hasta una noche en que vieron pasar, raudo, un cometa que llevaba una larga cola de novia, la cual llegara tarde a su boda. ¿Hacia dónde se dirigía aquel cometa fugitivo con su luminosa cola deslizante? 


Una mañana, vieron pasar sobre la playa una avioneta que llevaba un lienzo donde podía leerse una extraña frase: "Sembradores de Estrellas", decía. Y creyendo entender el mensaje, en el Día de Navidad, se pusieron a dibujar estrellas, a colorearlas y recortarlas, pintándolas de amarillo, para después ir pegándolas sobre una cúpula de papel y cartón que, a su vez, habían fabricado. Luego emprendieron el camino hacia las residencias de ancianos, hacia los hospitales donde otros niños enfermos aguardaban la llegada de la Navidad y fueron también a visitar a los sin techo, quienes dormían al raso, entre cajas y hojas de periódico, en las frías noches de invierno. Si veían a un ciego, lo paraban en la acera y le hacían palpar aquella bóveda celeste de recortadas estrellas amarillas, para que él encendiera las luces de su corazón y pusiera en solfa a quienes creían que no podía ver, que no se puede ver con los ojos interiores: los de la imaginación, los del entusiasmo, los de la fantasía, los de la fe inquebrantable. Andaban todo el día de acá para allá y la gente los miraba extrañada, pues se hacían llamar "Sembradores de Estrellas", los que llevaban la luz en sus corazones, esa que asoma sólo a través de los ojos de los niños y que algunos llaman inocencia y otros ilusión, candor, imaginación o fantasía.


                                                                                    José Antonio Sáez Fernández.



No hay comentarios:

Publicar un comentario