(Fotografía: Georges Dessaud) |
Te
muestro mis manos. No quiero que veas en ellas lo que nunca tuve. Yo sólo soy lo
que fui y lo que he sido. Soy el marcado, el estigmatizado, el que flota en las
aguas mansas de la tarde marchita, cuando la luz se va debilitando y los
pájaros regresan a ocultarse tras las hojas de las ramas pobladas de los
árboles. Sobrevuelan los vencejos nerviosos el cielo esmerilado en busca de los
insectos que les proporcionan alimento. Si tú hubieras estado allí cuando te
necesitaba, habrías abierto mis ojos desmesuradamente con el asombro de un niño
que ve llegar a quien no espera, pero cuya presencia le proporciona seguridad y
confianza. Si hubieras estado allí, no se hubiera cubierto de ceniza mi corazón
enlutado ni hubiera dado sepultura a la esperanza. Si hubieras estado allí,
habrías entrado en mi alma como la brisa cuando suena en el bosque y hace
crujir los árboles que la reciben de pie y permanecen.
Yo sólo sabía mirar
desesperadamente los caminos que me llevaban a ti, por si acaso aparecías, y
escuchaba con languidez los pasos reveladores, delatadores de tu presencia. Mas
no llegaste y se me fueron secando las lágrimas a fuerza de anegarme y se me
fue marchitando la sonrisa como un crisantemo mustio que perfila su forma ante
la tumba del arco iris, ya en caída libre, no en vuelo rasante. Si tú hubieras
estado aquí y no te hubieses alejado de mi presencia, me habrían crecido
madreselvas de los dedos y te entregaría mi alma, envuelta en una delicada tela
de seda en la que los ángeles viniesen a tejer caricias por mi orfandad.
(Fotografía: Georges Dussaud) |
Me
asomo ahora al niño que fui y no me sorprende su tristeza, tal su soledad y su
desamparo. Por las aceras me cruzo con gentes que me ignoran y a las que
desconozco. Fuimos, somos como autómatas que se cruzan sin verse. Y es que no hay nada
tan doloroso como saberse solo e ignorado entre los otros, sin nada ni nadie a que
acogerse cuando llega la noche y las luciérnagas duermen al raso aguardando la luna. Hay alas vencidas de mariposa, cuerpos a la deriva del aire a los que la
ingravidez llama a la tierra. Como el sepulturero de los jazmines, cavo
pequeñas tumbas para esos cuerpos diminutos donde ya no alienta la vida,
mientras Dios reclama su presencia para situarlos a la derecha de su
trono de majestad; allí donde ángeles niños juegan alborotando por doquier.
Soy, al presente, el hombre deshabitado, el ser sin alma, el desalmado que camina con
lentitud; tal es el peso, la carga de su infinita pena, vástago de la tristeza
que acompaña a los días nublados o a la lluvia que resbala sobre el cristal
tras el que se protege, sin poder evitar las lágrimas. Huérfano que ahora
mira al niño que antes fue y que sigue viviendo en ti, muriendo en ti,
resucitando en ti, para volver a morir a cada instante y continuar viviendo
hasta el dolor final, hasta el postrer aliento en que el infante difunto pondrá
sus dedos sobre la cortina de tus párpados para proporcionarte, definitivamente, la paz que
necesitas.
José
Antonio Sáez Fernández.
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