Nunca
el ser humano estuvo tan perdido como lo está en la sociedad de nuestros días,
una sociedad que lo ha abocado hacia el materialismo, el agnosticismo, el
escepticismo y toda clase de ismos que quieran o puedan añadirse. Nos
prometieron una sociedad del bienestar, algo así como un cielo en la tierra, a
cambio de un salario por nuestro tiempo, trabajar y consumir, gastar y
desgastar en una vorágine destructora que nos está devorando y agotando los
recursos disponibles en un planeta que agoniza. No estábamos preparados para
que filósofos como Nietzsche decretasen la muerte de Dios, ni tampoco para
vivir dos guerras mundiales que bordearon el holocausto de la humanidad. En
medio del horror y la tragedia desde la que habíamos divisado el lado más oscuro
y funesto del ser humano: el del animal o la fiera siniestra y sombría que todos llevamos dentro, con un poder de destrucción sin límites.
Y en
medio de todo, los voceros del Apocalipsis, los falsos profetas y los
verdaderos, los iluminados anunciando en la plaza pública el fin del mundo,
reclamando la dimensión espiritual del hombre, el amor como única arma capaz de
salvar un mundo habitado por seres humanos, con sus ambiciones y sus muchas
miserias, con su desvalimiento y su arrogancia, así como con el sesgo de Caín
sobre las cejas. Conocimiento, cultura, reflexión, solidaridad y respeto,
convivencia, justicia equitativa fueron conceptos barridos por el viento asolador
que generaron los campos de concentración y el holocausto nuclear de Hiroshima y
Nagasaki. Las ideologías y los líderes políticos, marionetas al fin y al cabo de las
multinacionales y del gran capital; las religiones del miedo, el conformismo, la resignación y
el sentimiento de culpa no acertaron a conducir a los pueblos y a sus habitantes
por las sendas del esfuerzo y el sacrificio, la austeridad y el reparto
equitativo de los bienes que procuraran a las gentes una vida digna, acercándolos,
sólo en lo posible, a una utópica felicidad por la que habrían de luchar para
aproximarse siquiera a ella. No interesaban ya los cerebros pensantes y
críticos, sino las ovejas que se dejaban llevar mansamente al matadero.
Libertad, sí, pero libertad vigilada, bajo sospecha, dentro del recinto
amurallado que propicia el control, bajo cámaras de vigilancia y redes sociales en la era
digital: la de internet y los teléfonos móviles. Nada más fácilmente
controlable por los ordenadores y las computadoras que el individuo asalariado con
derecho a gastar su salario en bienes que habrían de proporcionarle de manera ficticia la
felicidad ansiada, las vacaciones, la ilusión de su tiempo vendido al mejor
postor, pues había que comer y la maldición bíblica, ya se sabe: “Ganarás el
pan con el sudor de tu frente”.
Algunos
dicen que no hay vuelta atrás, que todo está decidido, que suenan las trompetas
del Apocalipsis; otros, sin embargo, auguran que el ser humano será capaz de
adaptarse a vivir en medio de la violencia, la contaminación y el caos; que
para cuando todo eso llegue, ya habremos colonizado un nuevo planeta a donde
los más ricos podrán formar colonias humanas y, si acaso, llevarán a ellas a
una clase inferior que les hará las faenas que estimen como ingratas o
vejatorias. Los últimos resisten y se empecinan en proclamar que la única
revolución posible, esa que tenemos pendiente y que ha de salvar a la humanidad doliente y sufriente,
es la revolución del amor, la del espíritu: la Era de Acuario.
José Antonio Sáez Fernández.
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