viernes, 7 de febrero de 2014

LOS PÁJAROS.





 No imagino un cielo sin pájaros, ni un mundo, ni una vida sin pájaros. Los pájaros son criaturas que se abren al aire y surcan el espacio acariciándolo con sus alas abiertas. Cuando remontan las nubes buscando las alturas es porque tienen aspiraciones superiores. Los pájaros y los niños son las criaturas preferidas por los dioses. Nadie más inocente ni con más candor. Nadie más confiado en la providencia ni más indefenso o desamparado. Nadie más seguro en la bondad de los ojos que contemplan. Ellos, con los ángeles y los arcángeles, forman el coro celestial y sus trinos resuenan junto al arpa de un dios que se deleita con su canto y el alboroto de niños que juegan en las plazas. Oír a los pájaros, entender su lenguaje en clave, descifrarlo, supone un gran deleite para el alma afligida o muy lastimada por el desamor. Ven junto a mí y escucha, tú que andas encadenado a la soledad. No hay armonía superior a esta melodía que brota de sus gargantas ni timbre más preciado que el de este diapasón. Ve cómo, en la cara de sorprensa y en la emoción de cada niño, se inaugura el mundo. Y ve con qué temblor toma el infante en sus manos el pajarillo vivo que ha caído del nido. Porque apenas sentir su corazón acelerado va y las abre con grande estremecimiento y deja en libertad lo que indescriptiblemente nunca retuvo a su capricho.
Cuando enfermó de melancolía, muy sesudos doctores se reunieron para estudiar su caso y le recomendaron que se internara en el bosque para escuchar el canto de los pájaros. No había mejor terapia para los males del alma, le afirmaron. Y cada día sus oídos se abrían a la vida que le brindaban las flores, las plantas y los árboles aguardando el sinuoso canto que cura las heridas que no se ven, aunque sí se detectan. Cuando enfermó de tristeza paseaba en soledad para escuchar a lo lejos el alborozo de los pájaros ocultos entre la hojarasca del árbol dormitorio o adormidera. Allí acudía al caer de la tarde, mientras el sol agonizaba lentamente sobre los montes cercanos que circundaban la estancia sacudida y más allá, hasta donde sus ojos cansados lograban atisbar el horizonte. Así soñaba en irse, calladamente, fundiéndose con el gozo íntimo de los pájaros, con su levedad e ingravidez, desplazándose con las corrientes de aire. Leve ya él mismo, ínfimo, mínimo, con los pájaros y los niños, asciendo entre nubes como algodón de azúcar. Pura golosina para los pequeños.

  
                                                                              José Antonio Sáez Fernández.



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