sábado, 8 de agosto de 2015

HISTORIAS DEL LLAMADO.






  Cuando entendió que se acercaba el momento, se retiró del mundo y vino a dar con la soledad del desierto. Su alma estaba preparada para asumir lo que viniera. El cuerpo apenas respondía ya a sus requerimientos más instintivos. En la soledad de los páramos de arena, de las dunas de formas cadenciosas nada veía, tocaba, oía, gustaba u olía. Sólo existía para sus adentros. Era una pura antorcha que se extinguía, alzándose sobre los únicos riscos que se pronunciaban a la entrada de la gruta que le servía de cobijo. Había ido recordando cuanto había sido su vida, la celeridad con que todo había transcurrido y la sensación de vértigo que deja el paso del tiempo en los hombres. Se decía que, al final de su vida, continuaba realizándose las mismas preguntas que se hubiera hecho allá en su juventud y que, por consiguiente, de muy poco o de nada había servido interrogarse, pues no había conseguido encontrar respuestas. De ese modo, se dijo que la vida del hombre es un afanarse en vano y que no merecía la pena angustiarse ante todo aquello para lo que no hay respuesta. Se supo así producto del azar y dio en convenir que su vida se había resuelto en pura incertidumbre. "Por azar me señaló el dedo de la fortuna y me dijo: Tú serás. Y fui. Y aquí me hallo, aunque por poco ya. Estoy cumplido, como el día que llega a su final cuando el sol se pone sobre los últimos montes coronados de fuego y arde la cubierta del firmamento en llamas. Si al menos hubiera conquistado un imperio, edificado un hermoso palacio, rendido una ciudad, ganado una batalla, levantado una espada en señal de victoria... Pero heme aquí. ¡Ay de los vencidos! Soy el derrotado por el tiempo. Soy el vencido por el paso del tiempo. Vae victis!
   Al amanecer, vio venir una caravana de camellos con sus esbeltos jinetes. Se guardó de su vista para que no advirtiesen los harapos que cubrían su desnudez ni las greñas que ocultaban su rostro. Las apartaba de su cara con los dedos mugrientos y ennegrecidos. Allí distinguió al gran señor que encabezaba la majestuosa hilera de camellos que serpenteaba en las arenas. Acercóse a ellos en la noche y advirtió, iluminado por el plenilunio, que los jinetes eran cuerpos sin alma o almas sin cuerpo y que quien dirigía la caravana no era sino la Parca misma, ataviada con lujosas vestiduras de oriente.

                                                                         
                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

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