jueves, 20 de agosto de 2015

EL FINAL DEL VERANO.





Declina el sol de agosto vencido en la cal de las paredes. Se diría que dio su brazo a torcer y perdió su vigor al salir derrotado en un pulso con las estaciones. No de otra cosa se trata, sino de la intensa luz y del calor que despiden los rayos del sol, que comienzan a decantarse perdiendo su vigor. Progresivamente, abandonan las playas los bañistas y algunos se resisten a apurar la copa de vino que degustan hasta la última gota. Se huele en el aire el final del verano y de la ilusión de libertad que él nos brinda. Me digo que el verano es como la vida misma: un sueño que a poco se convierte en arena entre los dedos. Pero es que pareciera que no estamos hechos para vivir en verano a perpetuidad, como tampoco en la frágil ilusión que representa. La realidad no es el verano y es también el verano, ya que reúne las mismas contradicciones que la vida. Si convenimos, puede que de otro signo.
Necesitamos soñar para afrontar la vida con ilusión y entusiasmo, con positividad y esperanza. Los sueños no cuestan y son el alimento conceptual de las buenas gentes. Por eso, dormir es el lujo más barato que pueden permitirse los pobres. Dormir y soñar. Para mucha gente, el final del verano significa la vuelta a la rutina diaria, al embrutecimiento diario, a la sinrazón de una forma de vida que nos viene sobrevenida y de la que es muy difícil escapar. Las cadenas pesan desmesuradamente y, por el mito de Sísifo, sabemos que hemos de subir indefinidamente la montaña, arrastrando la pesada piedra que dejaremos caer una vez alcanzada la cima. Y así, indefinidamente. Otras mentes entendieron antes que las nuestras qué significaba vivir y qué la condición humana. Difícil resulta escapar al destino, aun disponiendo de inteligencia, voluntad y libertad cuando todo parece volverse contra nosotros. Aun así, el ser humano es un ejemplo de lucha por la supervivencia y es capaz de adaptarse a las condiciones de vida más complejas. Me gustaría creer que lo que salva a los hombres es la solidaridad, pero la realidad es terca en mostrarnos lo contrario a esa cara amable de nuestra condición. Todos tenemos el deber de contribuir a hacer de este planeta un mundo más habitable, donde los seres humanos puedan vivir con dignidad. Si no ocurre así, algo muy grave debe estar pasando y ay de aquel que contribuye, malversando sus atribuciones, a impedir que los seres humanos tengan acceso a una vida digna, de acuerdo con la solemnidad de que están revestidos desde su nacimiento.


                                                                   José Antonio Sáez Fernández.


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