jueves, 17 de diciembre de 2015

FUENTE DE LOS NENÚFARES.




“¡Oh cristalina fuente,/ si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados!/ Apártalos, Amado,/ que voy de vuelo”…
                                                                                                       
                                                                                 (San Juan de la Cruz)


   ¡Ah, el agua y su embriaguez! Esta borrachera de agua. Este ir de allá para acá y beber hasta saciarse. Este andar enfrascado siempre en regadíos y verla correr bulliciosa en las acequias, escuchar su risa cantarina mientras se desliza con urgencia por el cauce, hundir los pies en ella y cerrar los ojos, permitiendo a su líquida lengua que lama y cosquillee allí donde ella se hace necesaria… ¡Apártate, que voy! Y emprende el recorrido y no se cansa, y no ceja en sus empeño y siempre va de vuelo. Así como mulle la tierra y llega a las raíces dando aliento a las plantas y es fuente de vida, no hay mayor júbilo que este del agua que brota de las manos o se escapa y emerge de las fuentes, entre los manantiales, siempre abriéndose paso como un ejército invicto que invade territorios no abiertos a conquista. Así quiero yo el agua, que es aliviadero donde limpiar heridas o saciar al sediento, fresca de las cascadas o de saltos celestes, en soberbia caída, haciéndose en el aire como el ave que otea y hasta el valle desciende en busca de su presa.
   Un sorbo de agua. Una gota de agua. Un hilillo de agua. La música del agua. El agua bienhechora, fecunda y fecundante, dadora de más vida, fecundada en origen y espejismo en la arena. Agua que cae de lluvia en los ojos cerrados, resbalando mejillas y llega hasta la boca, salada y desolada. Agua para los árboles que lavan en las hojas los ojos asombrados del misterio. Agua para lavar las culpas, para limpiar los cuerpos amantes que yacen entre sábanas de holanda. Agua que se frota las manos refrescando los rostros y se adentra en gargantas aliviando fatigas del trabajo diario. Un cántaro de agua. Un búcaro. Una jarra. Un vaso de agua fresca sofocando el incendio, apagando las llamas de ardientes corazones que el fuego no consume.
  Hable yo con el agua. Séame concedido descifrar su lenguaje, pues el agua nos habla. Dígame sus secretos aquella que danza ante mí y me deslumbra su clara transparencia, la que silba y corre desnuda provocándome mientras yo voy tras ella; esa que es y no es doncella, virginal y florida, rocío que resbala en los pétalos de las rosas como gotas perladas. Me invita a mí el agua a seguir persiguiéndola, mientras va cabriolando, lamiendo recovecos, dibujando perfiles, trazando itinerarios, señalando caminos que despistan… Pues ve que juega contigo y conmigo, con nosotros, y ríe a carcajadas y emerge o se sumerge, se exhibe o intimida en ocultos acuíferos. Esta loca del agua. Esta demente y trovadora, de vida desigual y arrebatada, es la novia que corre el día de su boda y la corza a la que nadie da alcance.

                                       

                                                                                   José Antonio Sáez Fernández.



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