“¡Oh cristalina
fuente,/ si en esos tus
semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que
tengo en mis entrañas dibujados!/ Apártalos, Amado,/ que voy de vuelo”…
(San
Juan de la Cruz)
¡Ah, el agua y su embriaguez! Esta
borrachera de agua. Este ir de allá para acá y beber hasta saciarse. Este andar
enfrascado siempre en regadíos y verla correr bulliciosa en las acequias,
escuchar su risa cantarina mientras se desliza con urgencia por el cauce,
hundir los pies en ella y cerrar los ojos, permitiendo a su líquida lengua que
lama y cosquillee allí donde ella se hace necesaria… ¡Apártate, que voy! Y
emprende el recorrido y no se cansa, y no ceja en sus empeño y siempre va de
vuelo. Así como mulle la tierra y llega a las raíces dando aliento a las plantas y
es fuente de vida, no hay mayor júbilo que este del agua que brota de las manos
o se escapa y emerge de las fuentes, entre los manantiales, siempre abriéndose
paso como un ejército invicto que invade territorios no abiertos a conquista.
Así quiero yo el agua, que es aliviadero donde limpiar heridas o saciar al
sediento, fresca de las cascadas o de saltos celestes, en soberbia caída, haciéndose
en el aire como el ave que otea y hasta el valle desciende en busca de su
presa.
Un sorbo de agua. Una gota de agua. Un
hilillo de agua. La música del agua. El agua bienhechora, fecunda y fecundante,
dadora de más vida, fecundada en origen y espejismo en la arena. Agua que cae
de lluvia en los ojos cerrados, resbalando mejillas y llega hasta la boca,
salada y desolada. Agua para los árboles que lavan en las hojas los ojos asombrados del
misterio. Agua para lavar las culpas, para limpiar los cuerpos amantes que yacen
entre sábanas de holanda. Agua que se frota las manos refrescando los rostros y se adentra
en gargantas aliviando fatigas del trabajo diario. Un cántaro de agua. Un
búcaro. Una jarra. Un vaso de agua fresca sofocando el incendio, apagando las
llamas de ardientes corazones que el fuego no consume.
Hable yo con el agua. Séame concedido
descifrar su lenguaje, pues el agua nos habla. Dígame sus secretos aquella que
danza ante mí y me deslumbra su clara transparencia, la que silba y corre
desnuda provocándome mientras yo voy tras ella; esa que es y no es doncella,
virginal y florida, rocío que resbala en los pétalos de las rosas como gotas
perladas. Me invita a mí el agua a seguir persiguiéndola, mientras va
cabriolando, lamiendo recovecos, dibujando perfiles, trazando itinerarios,
señalando caminos que despistan… Pues ve que juega contigo y conmigo, con
nosotros, y ríe a carcajadas y emerge o se sumerge, se exhibe o intimida en
ocultos acuíferos. Esta loca del agua. Esta demente y trovadora, de vida
desigual y arrebatada, es la novia que corre el día de su boda y la corza a
la que nadie da alcance.
José Antonio Sáez Fernández.
Precioso texto del agua que hoy el cielo nos regala.
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