Como caen las hojas doradas de los plátanos orientales alfombrando el asfalto, así cae la tarde sobre mí con esta llovizna que acaba por calar en el alma. El cielo está gris y por el Paseo de los Tristes puedes ver a algunos paseantes que arrastran su melancolía por la acera como quien soporta con resignación y dignidad lo adverso. Estás llamado a observar el vuelo lánguido de los últimos pájaros de la tarde. Estás llamado a peregrinar y elevarte al espacio con las ramas desposeídas de los chopos, pidiendo clemencia, invocando el alivio a tan pesada carga como portan y compartes con el dolor del mundo.
Si tuvieras en tu mano el poder vengador de la espada, no la usarías porque eres el iluminado. Y si alzaras tu copa para brindar por el mañana prometedor en que esperan los desesperados, beberías a sorbos espaciados y distantes, degustando el vino oscuro con que untas tus labios. Si acaso llegaran a tu regazo los pétalos aún vibrantes de las postreras rosas del otoño, cuyo perfume aún alienta en ellos como el aroma que se esparce sin sentido, podrías rasgarte las vestiduras para invocar a los dioses y ofrendar tus horas como quien se despide del mundo que le ha sido ancho y ajeno.
Sólo el amor nos protege del frío. Sólo el amor nos guarda de la lluvia que riega los rostros y las almas. Sólo tú me abrigas en la gélida noche del desamor del mundo. Crece el dolor como la uña torcida que hace corto y leve el paso. Y voy a tus manos en busca de la ternura y enlazo tus dedos porque sé que somos uno en la soledad y en la desesperanza de este naufragio que es vivir. Así, como las hojas, solitarias y libres en el viento que las arrastra, vamos tú y yo a la deriva de las horas, a la deriva de un mundo que camina a la deriva en esta hora de la tarde. Como aquellos que se extraviaron en la niebla, como quienes se fueron alejando torpemente y se perdieron de vista ante los ojos que los observaban, como aquellos que no buscaron el asidero entre los escombros y el engaño: nos fuimos alejando con las hojas marchitas en las tardes de otoño. Hijos de la melancolía, como un vals que se escucha a lo lejos y que sólo dos bailan al compás de las olas...
Rema el gondolero en las aguas dormidas del canal y observa a los amantes que se juran amor eterno, mientras las mismas aguas minan los cimientos de la ciudad y sumergen bajo ellas la belleza que fue creada para un ser inmortal.
Rema el gondolero en las aguas dormidas del canal y observa a los amantes que se juran amor eterno, mientras las mismas aguas minan los cimientos de la ciudad y sumergen bajo ellas la belleza que fue creada para un ser inmortal.
José Antonio Sáez Fernández.
Excelente, profundamente conmovedor. Gracias Maestro.
ResponderEliminarGracias a ti por tener la paciencia de leer estas líneas y dedicarles unos minutos de tu tiempo. Gracias.
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