Ahora, hermosa Laura, que duermes en la mullida tierra
y tu angelical belleza halla en ella su acomodo,
sobre tu tumba deposito las perfumadas flores
que en la rompiente aurora corté por que se abrieran
ante tus ojos cerrados para siempre.
¿Cómo ocultar que, en ellos, el cielo se puso tan temprano;
si apenas pude yo admirarlos y mirarme
en el espejo azul de tu embeleso?
Navego en la barca de tu ausencia
como el desconsolado que partió sin rumbo cierto
y, en los puertos que atraco, busco tu rostro
entre las dulces muchachas con que cruzo, sin éxito, mis pasos.
¡Ay de mí, porque vivo y no te tengo!
No bastaran, para enaltecer mi nombre y tu memoria,
los versos que escribí con lacerante dolor y entre las lágrimas.
¿Qué justiciero arcángel ambicionó, envidioso,
tu hermosura para llevarte a ti, y a mí dejarme,
en este valle hondo, oscuro?
Ondearán al viento que las nubes porta
tus largos cabellos virginales,
que con destreza enlazabas jugando entre tus dedos.
Aquí descansa Laura, ángel que, con rosas diecisiete,
no atesoró para sí más que belleza.
José Antonio Sáez Fernández.
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