Ahora
que mis barbas han vestido el hábito de la luz y se alargan revistiéndome con
el aspecto del bienaventurado; ahora que me dejo llevar y conducir por la mano
del Otro y mis pies descalzos han aprendido a leer las huellas de quienes antes
remontaron estas dunas y pasaron por aquí, precediéndome en el camino; ahora
que mis ojos no ven ya otra claridad que no sea la que late dentro de mí y mis
ceguera se ha adiestrado en ella: acaricio con mis manos el lomo de una corza
que se conduce a mi presencia y la bendigo hasta que las lágrimas me brotan de los ojos
por tanta gratitud como cabe en mi alma.
Este que me lleva, y al que hago errar
por los caminos, Este que me conduce hacia ninguna parte y hacia el centro de
mí mismo es el Ciervo Amado, cuya testuz puso a prueba en la berrea ante la corza
enamorada. Ah, si sonara ahora la flauta de caña del camellero o se escuchara
en el desierto la voz melódica del conductor de caravanas, contemplaría el gozo
de los animales al aproximarse a las fuentes del oasis. Bajo estas palmeras que
me acogen y me alivian con su sombra del astro abrasador, volveré a escuchar las
historias de los que comercian con tejidos y especias, con sal y pescado puesto
a secar al sol.
Volverán a brotar las palmas en el oasis y las mujeres bailarán
al sonar de sus cánticos, mientras ululan y el eco transporta sus sonidos de
fiesta más allá de los promontorios de arena y las dunas móviles que el viento
acaricia con el ala de un ángel. Ah, la mano del aire que transporta la arena
y juega con ella como el amante que deja posar la rosa del desierto en manos de su amada, cuyos pétalos el sol ha fundido y el mismo viento ha modelado. Es esta la plenitud
que me acoge y en donde me dejo hacer, yo, el desposeído, el que cubre su
desnudez con una vestidura blanca y cuyas níveas barbas le caen sobre el pecho como hilos de
nieve que rozan la madrugada.
José Antonio Sáez Fernández.
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