La contemplación mental, que no visual, va más allá de las
palabras y el entendimiento resulta ser más largo que ellas. Te esfuerzas por
hacer explicable lo inexplicable, pero sólo consigues aproximarte; nunca
abarcas la experiencia absoluta que abre el conocimiento a lo recóndito. Tu
lucha titánica está con las palabras que, paradójicamente, son también fruto
del entendimiento; mas, fruto limitado. En abrir el armazón de las palabras
está el secreto, en descascararlas, en desconcharlas para hacer transparente la
luz cegadora de su significación plena, que coincide con el absoluto y se muestra, pleno, en
su interior. Pero quizá no dependa tanto de ti como de ellas, de que ellas se
abran a ti y deseen serte reveladas. Las palabras están revestidas de una
opacidad exterior que guarda en su interior la claridad desveladora de su
esencia y su sustancia. No todos están preparados para recibir la sacudida del
interior de las palabras, de su esencia, y se quedan en su exterior, en el
envoltorio que las recubre, entre las diversas capas sucesivas que las revisten
y encubren su significación plena, que es la revelación. Hay que batirse el
cobre con las palabras, luchar contra su hermetismo, porque su más hondo
discernimiento está protegido bajo un barniz externo. La mayoría de las
personas se conforman con tener acceso a la superficie de las palabras, deslumbradas
por su brillo de piedras preciosas; pero su significación plena está oculta y sólo acceden a ella
quienes persisten en su empeño; de manera que, amándolas, asumen su sacralidad
y hacen de la causa de su desentrañamiento, el objetivo primordial de sus vidas, la mortificación de sus esfuerzos sometidos al ascetismo del entendimiento, al vaciamiento y la humildad de la desposesión, al desprendimiento y la disposición de las capacidades.
José Antonio Sáez Fernández.
Ilustración: "La lucha de Jacob con el ángel", de Alexander L. Leloir, 1985. Óleo sobre lienzo. Museo Roger-Quilliot.
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