A la memoria de José Ángel Valente
Bajan
hasta el mar las calvas sierras como si de un animal sediento y extenuado se tratase;
aún más: como si el animal se desplomara justo en su encuentro con las aguas y
se entregase a ellas, o como si dijese: “Hasta aquí he llegado, por fin, no hay
más, no puedo más y me abandono”. He aquí el límite del infierno o del paraíso, lo ignoro. Esta
lengua de siete leguas, esta arena que arde, este fuego que sale de la tierra
rojiza no es sino la lava de los apagados volcanes que un día vomitaron sus
erupciones sobres las laderas de las montañas. Y las pitas que exhiben sus enhiestos
falos, ¿a quién pretenden escandalizar, sino al cielo protector que las
encubre? Las alondras de Dupont quedaron cegadas por la luz inmisericorde y
despiadada que quemó sus ojos y son cada vez más raras entre las zarzas
ardientes que aguardan el chamán que las conjure. La foca monje, que
entre las rocas y los farallones de espuma se ocultara, como acaso las sirenas
que alguien creyó ver nadando al solaz de las aguas, exhibió aquí su coquetería
femenina hasta extinguirse. Quizá todo se extinga en el lugar, menos la franja del mar
o el desierto que permanecen en un frágil equilibrio a punto de ser devorado
por la mano devastadora que empuña la piedra inerte. Esta belleza bien pudiera
resultar desoladora si no fuera por la cadenciosa armonía de las formas y los
colores, las brisas y los vientos que circundan el recinto desnudo que cautiva,
pues liberas el espíritu y él va como a tu deriva, llevándote de acá para
allá o en círculos, antojadiza y caprichosamente, hacia ninguna parte que no sea la
embriaguez, el aturdimiento, la danza del derviche giróvago, la ceniza del infortunio que derramas sobre tus
cabellos mojados. ¿Qué demencia es esta? ¿Qué desmesura? ¿Y quién osa lanzar
esta afrenta? Caballitos de mar arrastran la cuadriga de Neptuno, el de afilado
tridente, hacia un trono de algas marinas y corales donde son felices las
criaturas que habitan semejante espacio. El mar es una franja de azul intenso,
un topacio cuyo fulgor penetra hondamente en el interior, como la daga que
atraviesa el alma enamorada de quien contempla; una piedra preciosa cuya
extensión se aleja de la tumba, con que el fuego de la tierra ardiente, intenta
seducirlo brindándole sus ágatas. He aquí el desierto licuado, la bebida que
quema la garganta, el corazón del aire y las últimas aves que hierven en la ascesis.
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