Una tierra sin
historia o a la que le negaron su historia.
Una tierra sobre la
que cayó la larga noche de los tiempos
y se prolongó
inmisericorde hasta rayar el alba iluminada.
Una tierra cuyos
hijos no supieron más que de emigración y exilios.
Una tierra de gentes
acogedoras que compartieron su pobreza.
Una tierra de hombres
nobles y dignos, inocentes en su condena.
Una tierra donde no
se pone el sol y el mar nunca declina.
Una tierra donde la
luz es un estigma que encandila los ojos.
Una tierra donde el sudor riega las dunas y alfombra el desierto.
Una tierra que da
frutos minerales extraídos de la arena.
Una tierra que sabe
demasiado de maletas abultadas
y de gentes que cargan
con ellas, como con un madero,
por los trenes del
mundo, en todas las estaciones de la noche.
Una tierra cuyos
hombres protegen su cabeza y visten trajes de pana.
Una tierra de cartas
enviadas con burdos trazos de letra temblorosa
y mujeres de luto que
las leen con lágrimas en los ojos,
sus rostros agrietados
y sus manos ajadas, su piel de barro,
heridas por el sol, el
trabajo inclemente y la pobreza.
Una tierra que es un
nicho encalado, un muro encalado, una casa encalada.
Una tierra o un
racimo de uvas, o un puerto de mar, o una fortaleza.
Una tierra que no es
para aferrarse a ella con las garras del tigre,
a pesar de que quienes
allí habitan lo vengan repitiendo desde su origen
como sísifos
condenados a dejar rodar la piedra y volver a empujarla.
Una tierra a la que
se ama desesperadamente en su desamparo
y se lucha por ella
al logro de unos dátiles, o si no, se abandona a su suerte.
Una tierra o una mesa sobriamente abastecida que a nadie niega sus viandas
y una casa donde se viene a servir y no a ser servido.
y una casa donde se viene a servir y no a ser servido.
Una tierra que es una
llama o una antorcha, dispuesta a acoger en su seno
a cuantos quieren abrazarse
a ella, revolcarse enloquecidamente en ella,
besar su piel rugosa
y agrietada, alentar por su boca exhausta
bajo un sol que
calcina el aire y extenúa el vuelo de los pájaros.
Una tierra de gentes hechas
para el abrazo y la comunión de las espigas.
Una tierra para vivir,
o tal vez para morir al sol que venera las sierras
y hace vibrar las
olas en las playas donde las muchachas doran sus cuerpos
extendidos sobre la cálida
arena regada por la espuma.
Una tierra de sol
ardiente y de titanes, de hoces y de templos antiguos
donde realizar
ofrendas frente al mar que le entrega sus dones.
Una tierra de luz y
cal y piel desnuda. Un sudario o una mortaja.
El espejo en que se reflejan las aguas de una mansa
bahía.
José Antonio Sáez Fernández.
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