SURA SEPTUAGÉSIMO PRIMERA.
Si
tú me amaras vendrías a mí y te arrojarías en mis brazos para susurrarme al
oído: “Aquí tienes mi alma, pues sólo a ti te pertenece. Aquí tienes mis ojos y
mi boca y mi pecho florido, por donde aletean las mariposas llegadas con el
viento del sur desde los más recónditos lugares, para que reposes tu cabeza en
él. Aquí tienes la planicie desnuda de mi vientre que ha de albergar el fruto
de tu semilla y la mía; y los capiteles de mis muslos que coronan las altas
columnas de mármol de mis piernas infinitas, para ir donde tú vayas. Aquí me
tienes porque vivo en ti, por ti y para ti”. Entonces yo te estrecharía entre
mis brazos y podrías sentir ese intenso temblor que me hace flaquear con sólo levantar
la mirada y encontrarme de frente con la tuya, como quien sale al encuentro de
aquél por quien durante tanto tiempo ha suspirado y regresa, al fin, de tierras
tan alejadas.
SURA
SEPTUAGÉSIMO SEGUNDA.
Ay del enamorado que no vive sino por el aliento de aquella por quien largamente
suspira en las noches de luna. Si no te amara, no me dolerías como
el diente que surge de la encía o como la uña rota que sangra en el dedo. Si no
te amara, no me invadiría este temor a perderte o el desasosiego que enluta mi
corazón si los ojos no aprecian tu presencia. Si me faltaras, el cielo se
habría oscurecido y mi corazón bien podría ser la tumba del arco iris. Si tú me
amaras tendrías piedad de mí y te compadecerías, y hasta vendrías a rozar con tus
dulces labios las heridas de este pobre corazón enamorado.
SURA
SEPTUAGÉSIMO TERCERA.
Este corazón batiente, desgastado de tanto amar y de entregarse, que al
igual que las olas viene a chocar una y otra vez contra las rocas y no desiste
de su empeño... Este casi viejo corazón acorralado por el peso de sus latidos
empieza a estar cansado de bombear la sangre a los órganos del cuerpo que la
necesitan. Desiste, corazón, de tanto altar donde inmolarte, escudo de la luz,
elevada atalaya en donde los últimos pájaros vienen a posarse, talismán del
tiempo y contra el tiempo. Descansa bajo las ramas de las jacarandás que
despliegan el azulado manto de sus flores sobre ti; alto y gentil roble, nudosa
carrasca donde anidan los días felices y los más oscuros en este fatigoso
devenir.
SURA SEPTUAGÉSIMO CUARTA.
¿Quién eres que así me invitas a ir dando pasos hacia ti? No veo tu rostro,
pero tus manos me reclaman. No escucho tu voz en la mudez sombría. Si me
llamaras por mi nombre adivinaría quién eres, enigmática figura que interpreto.
Eres la luna que me envuelve y riela sobre las aguas de la playa en la noche
iluminada del baptisterio. Eres, acaso, el sol de media noche, la estrella que
tiembla entre mis manos como ascua ardiente. Eres la música que llama a la
melancolía del corazón adormecido y eres el vals de la olas en calma que se pliegan
y se despliegan como un sudario sobre el cuerpo del amortajado, el cual ha de
disponerse de tal modo para su ser eterno.
SURA SEPTUAGÉSIMO QUINTA.
Caiga
yo sobre ti como caen las hojas sobre la hierba en el otoño ausente. Sea yo peso
liviano, siempre insignificante, y me recibas tú como si fuera lluvia de esos tus ojos, que
resbala por mis mejillas tal se desliza el guijarro por la pendiente oblicua.
Anúdate a mí, conmigo, y sea yo en ti como tú en mí y los dos en nosotros. Una
yo a la tuya la clara conciencia de mi muerte y vengamos ambos a morir con esta
vocación de eternidad que en comunión vivimos. Tiéndete sobre mí y envuélvase mi
cuerpo mortal en el sudario de tu alma que me emplaza a este sueño de resurrección que nos convoca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario