SURA SEXAGÉSIMO PRIMERA.
La negación de ti, el no tenerte,
la ausencia de presencia es el vacío a
que se lanzan los desesperados. Tú miras al interior directamente y disparas tu saeta al
centro de la diana, dejando el corazón de amor muy lastimado.
Prefieres la desposesión a la abundancia, el recogimiento y el silencio al
bullicio o a las miradas indiscretas. Tu distinción es ir al insignificante y desde él enalteces al invisible. Te lanzas a los caminos e invitas a tu mesa al errante
de pies fatigados tras tu pista. Eres el que desconcierta y dejas el alma
prendida al fuego de la pasión por ti.
SURA SEXAGÉSIMO SEGUNDA.
Escuchaba la enamorada el canto del
ruiseñor que llegaba desde los árboles del jardín florido. Oculta el ave entre
las frondosas ramas, sus quejas de amor unía a las propias y juntas elevaban
una grata ofrenda de la primavera al Creador. El variado trino del ave se
mezclaba con los lamentos de la joven que palidecía entre las rosas perfumadas
de sublime olor. “Ay, avecilla desconsolada, que traes sosiego a mi corazón atormentado,
aliviando su dolor: ¿acaso no imita tu canto la voz de aquel por quien suspiro
y muero?
SURA SEXAGÉSIMO TERCERA.
Si yo te intuyera a lo lejos correría
tras de ti como el caballo desbocado por la pasión de salir a tu encuentro. Si
yo te avistara a lo lejos volaría a tus brazos con los míos abiertos hasta
reposar mi cabeza sobre tu pecho perfumado. Y si cayera exhausta entre tus
brazos, beberías de mis lágrimas con el pan de azúcar de tus dulces labios dulcísimos. Harías correr la brisa entre los abedules y allí acamparíamos para
escuchar el canto del ruiseñor que te es tan grato. Allí descansaría a buen
recaudo y tú velarías mi sueño, amoroso vigía.
SURA SEXAGÉSIMO CUARTA.
Me adelanté hasta la presencia del
amado para expresarte mis quejas de amor dolorido y él me preguntó si había
intentado alguna vez aliviar en algo el dolor del mundo, si había vendado
alguna herida o si, con mis palabras, había iluminado algún rostro apenado,
alguna mente ofuscada u oscurecida, consolado a un moribundo, proporcionando
paz a un corazón atormentado… Mientras, yo callaba y quedé sumido en la perplejidad. Entonces
irrumpió de nuevo y, cabizbajo yo, elevó mi cabeza con su blanca mano y, mirándome
tristemente a los ojos, me emplazó a cargar sobre mi espalda una pizca de ese
inmenso dolor, a albergar en mis entrañas algo de ese lacerante dolor que hace
de este mundo nuestro una abierta llaga que supura por la bronca respiración de
los agonizantes.
SURA SEXAGÉSIMO QUINTA.
Me cerrarás los ojos. Correrás la
cortina dormida de mis párpados. Tu rostro será el último que vislumbre a lo
lejos. Navegará mi corazón por las plácidas aguas saladas de tus lágrimas, oh
dicha aún más fuerte que este desasosiego que abrasa mis entrañas: ¿no he de
llorarte ahora que enturbias mi mirada y aumenta mi congoja con la ausencia de mi amado? Mas no he de irme ya con las manos vacías, pues sellaste mis
labios con tu amor que era el mío.
José Antonio Sáez Fernández.
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