SURA TRIGÉSIMO SEXTA.
Tú eliges el lugar recóndito y
apartado para mostrarte a mí. Allí reposa mi cabeza sobre tu pecho perfumado con el aroma de las flores que te son tan gratas. Allí tus dedos se distraen
entrelazando los rizos de mis cabellos y tus manos se posan levemente sobre las mías como ligeros pájaros de oro, guardianes del sol que se entrega en tus
ojos. Allí ondean al viento como cintas bordadas con palabras de amor secreto por
hermosas muchachas que suspiran y son avistadas por jinetes, los cuales han de enlazar
sus cintas en el torneo. Allí tus ojos se posaron en los míos y se iluminaron
nuestros rostros como en el origen del día primero. Allí entramos en
conocimiento y fuimos uno.
SURA TRIGÉSIMO SÉPTIMA.
De tus labios bebí y me diste a
probar el agua de tu boca para saciar mi sed. A tu fuente me inclino para beber de ti. Generoso el
nacimiento del agua que corriendo se aleja. No encontré después ninguna que pudiera
equipararse a ella. Herido por tu ausencia, he querido seguirte. No me faltes ahora, porque gusté de ti y no siento otra sed
que en ti no sacie. Ninguna otra alivia mi sofoco.
SURA TRIGÉSIMO OCTAVA.
De tus labios las uvas tomo y de tu
boca el vino, mientras tus manos cortan de las vides los racimos. Bebí y gusté
de la fruta madura y era muy dulce al paladar. Nadie como tú prensa las uvas y
extrae de las granadas los rojos granos que, exprimidos, dan licor tan sabroso.
Nada como tus manos diestras recolectando en la faena. Nadie con tu cuerpo
ligero en medio de las vides, llenando los capazos de racimos oscuros. Nadie
como tú entre los braceros portando a hombros los capazos. Ni nadie tan
observado entre las risas procaces de las muchachas.
SURA TRIGÉSIMO NOVENA.
Cuando despunta la aurora rosicler
sobre el cielo estrellado, abandona el lecho y se dirige a sus quehaceres. Así
el Amado en la faena. Al caer de la tarde, cuando regresa, me estrecha entre sus
brazos y me eleva en el aire como a una paloma ligera en el ancho e inasible
espacio. Es un coloso y yo soy mullido algodón moldeable entre sus dedos.
SURA CUADRAGÉSIMA.
Largas las horas de la espera.
Eternos los instantes de tu ausencia en que me siento morir. Básteme tu
presencia y tu aliento para respirar. Sosténganme tus brazos, pues se aturde mi
mente y se doblan mis rodillas en tu presencia. En cuestiones de amor, el intelecto se oscurece y sólo el corazón entiende sus razones. Ven, amigo, y no tardes. Nadie
sabe del sitio convenido y a nadie revelo mi secreto. Sólo tú conoces mi
quebranto y sólo tú procuras mi consuelo.
José Antonio Sáez Fernández.
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