SURA VIGÉSIMO SEXTA.
En la mañana escuché el canto del pájaro. Llegó a mis oídos su melodiosa
música. Me asomé al balcón por ver de dónde procedían tan gratos y deleitables
sonidos, mas el ave permanecía oculta. Persistí en ello y vi hacerse al aire
limpio un pájaro de luz que me pareció envuelto en fuego. Era tal su belleza
que no acierto a describirla y aún andan mis ojos huidos tras su pista, pues se
perdió en el azul del cielo. Ya atardecido, miro tras los cristales de mi
ventana escrutando nuevamente el azul que se desvanece, por si accediera a
iluminar con aquella luz mi corazón y mis ojos.
SURA VIGÉSIMO SÉPTIMA.
Extendí mi brazo. Pretendía
tocarte. ¡Qué inútil locura! Tú habías alargado los dedos, pero no hubo roce
alguno en nuestro encuentro. Nada más grande para un hijo que tocar el rostro
de su padre, que andar cogido de la mano de su padre. Él era un titán. Él era
un gigante. Y era también un coloso. Y se fue alejando, como se aleja el
paisaje tras el cristal de la ventanilla de un tren a toda macha. Ahora aguarda
el soplo del resucitado.
SURA VIGÉSIMO OCTAVA.
Dicen que soy un bienaventurado
porque entiendo la lengua de los pájaros y me comunico con ellos. Pero más que
descifrar yo su código, fueron ellos quienes me lo revelaron a mí. Yo sólo tuve
que extender mis brazos, mostrarles las cuencas de mis manos ofreciéndoles
alimento y vinieron a comer a ellas. No debían esperar de mí daño alguno, pues
no expresaban sobresaltos en su vuelo ni en las cabriolas que realizaban en el
aire más próximo a su intangible presencia. Algo debe transmitirles mi mirada,
porque he sabido ganarme su confianza. Estos levísimos ligeros y alados
juglares de los cielos, vienen a posarse en mis hombros y en mis cabellos,
regalando con sus delicados trinos mis oídos. Las letras de sus cantos sólo me
hablan de amor hacia el Amado.
SURA VIGÉSIMO NOVENA.
En la quietud de la tarde enamorada,
vienes a mí con el anhelo ferviente de quien aguarda el instante del encuentro.
Late mi corazón acelerado por el ansia de hallarte en lugar secreto y
convenido. Cuando era aún más torpe, esperaba escuchar la música de tu voz y
que tus palabras fueran vida de mi vida; mas luego entendí que tú no hablas,
sino que te revelas a quien te parece. Tu manera de darte a conocer es esa: sólo
mostrarte a quien deseas. Hago hueco en mi interior para que tomes posesión de
mí y saco de allí cuanto de superfluo e innecesario pudiera ocupar tu espacio
en llamas.
SURA TRIGÉSIMA.
Así me dirigí al Amado: "Deja
que repose mi cabeza en tu hombro forjado en el combate. Permite que repose mi
fatiga en la coraza de tu pecho curtido en mil batallas, y que me acoja a ti
para sentir la fuerza de tu brazo; pues me sostienes en pie y haces que no se
doblen mis rodillas. Déjame florecer entre tus manos. Murmuran de mí mis
enemigos y se burlan diciendo: <<Mira cómo flaquea aquél. Tiemblan sus labios
cuando dice, y ve igualmente cómo tiemblan sus manos y sus piernas. Hagamos
leña del árbol caído. Pasemos ante su tumba para asegurarnos de que ha
muerto>>. Pero yendo yo de tu brazo, vanas son sus amenazas. Porque tú
eres mi fortaleza y mi cobijo, y mi fuerza es tu fuerza.
José Antonio Sáez Fernández.
No hay comentarios:
Publicar un comentario