Las mujeres acudieron al
muelle alertadas por la llegada a deshora de los barcos pesqueros. En el
atardecer, el sol era en el cielo como un ascua de oro. Llevaban ellas la
cabeza y el rostro semicubiertos por un largo velo e iban vestidas del color de
la noche. Eran las viudas de los pescadores, cuyos cuerpos regresaron del mar
con algas verdes y estropajosas, colgando de sus ojos y su boca violácea. Los
cuerpos de los ahogados tenían el color de las medusas en los labios y
conservaban aún sus sucias ropas mojadas. Lloraban las esposas a los hombres perdidos
en alta mar, cuyos cuerpos sin vida les entregaron para su sepultura. Siempre
pensaron las mujeres que preservarlos bajo la tierra era como retenerlos eternamente a su
lado. Mas, ¿qué tumba para un hombre era el fondo del mar? Algunas derramaban
cenizas sobre sus cabellos revueltos, tan oscuros como la misma noche, y se arañaban el
rostro o golpeaban sus mejillas pálidas, enrojeciéndolas al calor de las ultimas brasas encendidas. Era el coro trágico
de las desconsoladas, el drama sublime de las muertas vivientes sobre un
escenario marino; mientras los huérfanos, vestidos con camisas azules y
pantalones oscuros, con lustre en los zapatos gastados, se sorbían las lágrimas
apretando los dientes y cerrando los puños. Se hizo la noche sobre el ígneo mar
en ascuas y, en la barcarola de las aguas oscuras y sonido ascendente, rielaba
la luna como pálido sudario de los desventurados.
José Antonio Sáez.
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