sábado, 15 de junio de 2013

NAUFRAGIO.







Las mujeres acudieron al muelle alertadas por la llegada a deshora de los barcos pesqueros. En el atardecer, el sol era en el cielo como un ascua de oro. Llevaban ellas la cabeza y el rostro semicubiertos por un largo velo e iban vestidas del color de la noche. Eran las viudas de los pescadores, cuyos cuerpos regresaron del mar con algas verdes y estropajosas, colgando de sus ojos y su boca violácea. Los cuerpos de los ahogados tenían el color de las medusas en los labios y conservaban aún sus sucias ropas mojadas. Lloraban las esposas a los hombres perdidos en alta mar, cuyos cuerpos sin vida les entregaron para su sepultura. Siempre pensaron las mujeres que preservarlos bajo la tierra era como retenerlos eternamente a su lado. Mas, ¿qué tumba para un hombre era el fondo del mar? Algunas derramaban cenizas sobre sus cabellos revueltos, tan oscuros como la misma noche, y se arañaban el rostro o golpeaban sus mejillas pálidas, enrojeciéndolas al calor de las ultimas brasas encendidas. Era el coro trágico de las desconsoladas, el drama sublime de las muertas vivientes sobre un escenario marino; mientras los huérfanos, vestidos con camisas azules y pantalones oscuros, con lustre en los zapatos gastados, se sorbían las lágrimas apretando los dientes y cerrando los puños. Se hizo la noche sobre el ígneo mar en ascuas y, en la barcarola de las aguas oscuras y sonido ascendente, rielaba la luna como pálido sudario de los desventurados.


                                                                           José Antonio Sáez.



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