El representante máximo del hiperrealismo en España, el pintor Antonio López (Tomelloso, 1936) ha impartido en estos días un curso de pintura realista y figurativa en el Museo Casa Ibáñez de Olula del Río (Almería), dirigido a jóvenes pintores de todo el mundo, quienes han sido congregados entre los espacios del mismo museo, tanto por la atracción de cuanto representa el maestro como por el talento siempre asombroso de Andrés García Ibáñez.
Antonio López posee una apariencia de fragilidad física que queda magníficamente superada por su lucidez, por su humanidad, por su sabiduría, por la luz que irradia de su mismo ser. Diría que al acercarse uno a su persona se siente esa conmoción inefable que sólo se acierta a sufrir cuando nos encontramos ante una personalidad excepcional y ante Antonio López no se pueden sentir otras emociones que el entusiasmo, el desbordamiento, el escalofrío, la magia... Pareciera un santón, un eremita, un bienaventurado que nos ha caido del cielo sobre las arenas de las ramblas y el polvo de los desiertos de esta tierra nuestra, tantas veces desventurada. Y un puñado de tierra, un terrón de los campos inmensos de La Mancha, un campesino manchego curtido bajo el sol y las cosechas agostadas, eso parece este menudo gigante que es, con pinta de desvalimiento. Su rostro bien pudiera ser el rostro de todos los hombres de España que se han hecho a sí mismos con el trabajo de sus manos y sus sudores, curtidos en la honradez, la nobleza y los grandes valores que identifican a las gentes de bien.
Y es que Antonio López, el artista del tamaño de los rascacielos y las amplias avenidas urbanas, de las orondas cabezas de su estirpe, de las figuras del hombre y la mujer y las hondas raices familiares, siempre fiel a sí mismo y a sus convicciones más profundas es un hombre absolutamente libre; y por eso se le suelta la lengua y habla con unción de los asuntos más graves y de los más aparentemente libianos, con la gravedad y la ligereza de la lengua de los pájaros. Se le suelta la lengua y pareciera que no es él quien nos habla sino la fuerza interior que arrastra y empuja a ese cuerpo frágil, menudo, con apariencia de desvalimiento. Su entusiasmo resulta proverbial ante la fe absoluta en lo que hace, como el ungido, como el predestinado que se sabe elegido para cumplir una misión en el mundo y ante sus semejantes. Nadie más sencillo ni nadie más cercano. Nadie más accesible ni nadie más generoso. Se llama Antonio López y es un artista inmenso. Apenas unos versos por su honda presencia le ofrecí en su homenaje y aún menos palabras pude cruzar con él: "Es que aquí se le quiere, maestro" -le dije- y se perdió sonriendo entre tantas urgencias que le reclamaban de cuantos le seguíamos por las salas del museo hasta el espacio donde nos ha honrado con la eternidad de su obra.
José Antonio Sáez Fernández.
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