Sr.
D.
Ángel García López
MADRID.
Querido amigo y maestro:
Me llega, fiel a la
cita que tenemos “acordada”, tu último libro Desde la Orilla. Viene adornado con las galas de la XXV edición del
premio de poesía Cáceres, Patrimonio de la Humanidad, con el número 22 de la
Colección de Poesía Ciudad de Cáceres y el edición del Excmo. Ayuntamiento de
esta ciudad extremeña. En tu dedicatoria me calificas de “mi muy querido y
admirado amigo” y en la tarjeta adjunta me indicas “Atiende a la señal”. Con
emoción ando entre las páginas y los textos, buscando entre ellos qué querrías
decirme y reparo en el poema “Habitación revisited”, que ocupa la página 44 del
poemario y que has tenido la generosidad de dedicarme. “Bueno, me digo, parece
que Ángel ha querido convocarnos a casi todos sus amigos, invitarnos a éste, su
banquete de poesía, para degustar el mejor vino de su bodega que sólo se
comparte y se da a beber a aquéllos con quienes te dicta el corazón”.
Siento gratitud y emoción hacia el amigo, tanto como por el
admirado poeta que conoce todos los secretos del idioma que hablamos y en el
que escribimos, esa pluma que es lengua
del alma, como escribió Cervantes. Tú has querido ser maestro de ceremonias
y ofrecernos cuanto de transparencia hay en tu nítido ser. Nos ha dado de ti lo
mejor de ti mismo: esto es, tu palabra siempre fecunda y verdadera,
inmarcesible y proyectada hacia la eternidad que sólo alcanzan los llamados a
esta especie de ministerio u oficio que ejerce el hacedor de versos.
Entiendo que Desde la
Orilla es un libro plural, un cántico coral y no un réquiem, por mucho que
andes empeñado últimamente en ello. Pareciera que pasas ante nuestro ojos toda
tu trayectoria poética desde aquel viaje iniciático de Emilia es la canción, hace ahora cincuenta años (y van ya para
veintisiete títulos, ninguno de ellos prescindible, tal y como corresponde a
un maestro del idioma). Una coral de voces en una sola voz, un coro concertado, un canto acordado, que diría Garcilaso,
o una armonía superior, parafraseando
al maestro fray Luis de León. Porque tú cogiste de nuestra tradición lo mejor que ella te
ofrecía y supiste subvertirla, darle la vuelta, ponerla en solfa, del derecho y
del revés, enmascararla, fingirla, cultivar e innovar y rendirte, finalmente, a
ella. De la mano de los mejores andas, querido Ángel, tú que como ellos te
convertiste en maestro porque esa madre, de cuyos pechos nos amamantamos y aprendemos
a ser y a estar en el mundo, esa lengua que es espíritu (“Hermanos en mi
lengua, qué tesoro/ nuestra heredad –oh amor, oh poesía-/ esta lengua que
hablamos –oh belleza”, que escribió Dámaso Alonso) quiso revelarte sus más
hondos y profundos secretos, a que sólo están destinados unos pocos.
Arrancas,
así, con Quevedo y con Fernández de Andrada en un ejercicio de rendir cuentas
(para mí de humildad y sabiduría), de hacer balance acaso de cuanto amor
pusiste en la tarea de vivir y se llevó la poesía. Confesión y sinceridad
(¿hemos de acusarnos también de haber nacido hombres mortales y no estar
concebidos como dioses inmortales? ¿Qué fuera la vida sino una preparación para
aceptar la muerte, que dijo María
Zambrano, a quien tú homenajeas en el poema “Meditación en la Axarquía”?, pp.
45-46). En este redoble de conciencia en
el que te desnudas, vamos contigo los convocados al convite o al festín de tu
poesía. Nadie da más que el poeta que se inmola a sí mismo en el poema.
La
poesía es un ejercicio de amor y tú lo sabes mejor que nadie, querido amigo
Ángel, refugio y bastión contra la muerte. Como el gondolero, remas la
ondulante barca sobre las aguas “Hacia el último día” y De amicitia, con el sabio e incisivo Cicerón, mandas acuses de
recibo y haces recuento de mares y veranos, territorios de España desde el sur
hasta el centro y, desde allí, hacia el norte, conjurando y uniendo en la
devastación que nos asola. Acaso la pintura, acaso algún secreto de aquel joven
que fuera llamado a la poesía, un guiño al santo carmelita, a este
rincón-sudario de la tan hermosa y desolada piel de toro, que es tuyo también,
en las Andalucías; el amor, siempre el amor y el dolor unidos, pues eso fue la
vida, y la belleza instintiva de esta tierra nuestra, siempre primigenia, su
cultura milenaria que corre como sangre por nuestras venas. Porque la supiste
tú mismo y en ti mismo, formando parte esencial de ti, la amaste como ninguno
amó. En tus ojos llevas los mares y las playas, en el alma la brisa y los
acantilados. En tus manos, las rubias espigas que ves perderse en las anchas llanuras.
Celoso de ellos, los has cedido generosamente a la inmortalidad de una lengua
en que habrán de comunicarse los que no sigan con palabras que digan de amor y
de dolor. Como tú mismo hiciste, Ángel García López, un andaluz de Rota, árbol
del sur trasplantado a Castilla que extiende sus ramas hacia el norte para
tocar, de costa a costa, los límites de España.
Esto sentía yo, leyendo Desde
la Orilla y así quise confiártelo, amigo Ángel, para que lo supieras y me
supieras contigo en la amistad y en la poesía. Larga vida al poeta. Mi afecto
para Emilia, tus hijos y tus nietos. Te abraza fuerte, ahora y desde aquí:
José Antonio Sáez.
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