En el principio, la exuberancia era la rosa
que, admirable, encerrada en su óvalo,
resultó ser promesa a los sentidos.
El inicio de la rosa
fueron labios
color pasión, cera
humeante,
roja frambuesa que
en su latido envuelve
la crisálida cerrada
del enigma.
Reclamado aquel
rubí,
iba el amor
abriéndose acceso entre los tallos,
rosa ardiente, pura
rosa de fuego,
rosa encendida o
espejo de la belleza plena.
Oh flor nacida para
la eternidad
y, sin embargo, efímera,
arrobo de lujuria,
lujo a los ojos,
ígnea ascua
pisoteada en su rubor,
frondosidad en que los
dedos con lentitud operan
entre las espinas
desoladas que custodian el cáliz.
Mas se iba despojando
de sus finos tejidos
y fue pasto del
aire, vela ondulante
expandiendo el
perfume que con celo guardaba.
Nada cabía esperar
contra el desgarro
de la sangrante
herida: ni el viento gélido,
ni el zarpazo del
tigre,
ni la piedra en la
frente, el cuchillo que roza
o la pasión que,
rugiendo, invade la ternura.
Pero la sombra llega
y cierne su amenaza
ante la que se
irguió contra el acabamiento.
Así la rosa fue y no
será inmortal.
José Antonio Sáez.
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