En días como este, salgo a los patios
ajardinados de la fortaleza, aprovechando las horas en que el sofocante calor
aún no ha desplegado sus dominios por entre los árboles que dan sombra y frutos
sabrosos del tiempo. Aún es posible aliviar los rigores del verano. Y voy
deambulando entre la vistosidad y el colorido de las flores que me regalan con
su delicado perfume, el cual resulta como un alivio a mis sentidos. Ay, la belleza…
La belleza es el alma del mundo y yo me entrego a ella como a Asamar entrego mi
alma y mi cuerpo todo. La belleza es efímera, como lo son los días felices del
hombre sobre la tierra, como estas flores alegres y vistosas que ahora rozo con
mis dedos, como si temiese herirlas o como si me roce pudiese herirlas. Así mi
corazón, al igual que ellas, en este naufragio de los días insulsos en los que
pareciera que más que vivir hubiese muerto. ¿Quién dirá mi nombre? ¿Quién lo
pronunciará con temblor en sus labios agonizantes? ¿Quién lo bendecirá y lo
besará con la pasión que puso en mí mi amado Asamar? Omalquirán… Porque tuviste
el mundo en la palma de tu mano y te supiste joven y eterna, de la misma factura
que la del Creador. Admirada y elogiada hasta el agotamiento, querida por sus
súbditos hasta la saciedad; tu nombre: un imán que atrae a viajeros y
comerciantes venidos en sus naves desde los confines del orbe. Tu bendito
nombre que, a no tardar, ha de ser ceniza aventada por la brisa del mar en la
noche de los tiempos. Lo gritan ahora las almenas dormidas de La Alcazaba,
donde silba el viento de levante; y lo silban los pájaros en su canto gozoso
que deleita tus oídos y va, como un blanco velero, transportado en la música de
las aguas que discurren por los canales, dando riego al parterre y a los demás
ornamentos florales, acariciados por tu dulce mirada. Ay de ti, afligida, que
paseas tu congoja por los patios y los torreones de la fortaleza, divagando
ausente en el recuerdo del recuentro. Largos son los días que hacen crecer la
impaciencia y dilatan hasta lo insufrible la espera insatisfecha. ¿A quién
acudir? ¿Con quién desahogar la angustia? ¿A quién confiar el desasosiego que
aflige a tu corazón? Ni siquiera ha de saberlo tu madre, que ignora cuánto
agota a tu pensamiento, ni tampoco tu padre y señor, el rey, tan ocupado en asuntos
de estado. Duerme ahora que el sopor te vence y el cansancio tiende sobre ti su
velo de silencio. Reposa sobre la almohada tu cabeza y extiende sobre ella tus
cabellos perfumados para que pueda la brisa acariciar tu nuca. Deja que sea
ella quien los bese, que sean sus labios quienes vengan a besar tu blanco
cuello de cal y nieve juntas. Duerme un poco y olvida la congoja de tu corazón
enamorado. Antes que otros días vengan a vestir de luto a los hijos de la media
luna.
***
Me he
despertado sobresaltada. Los latidos ajetreados de mi corazón, que suena
aceleradamente, se agolpan en mi garganta y en mis oídos. El sueño es culpable
de esta zozobra, de este desasosiego, de esta inquietud en que me debato. En él
veía soldados, ejércitos de soldados uniformados y dispuestos para la batalla
que se dirigían hacia la fortaleza que nos protege. Era un ejército tan
poderoso e innumerable como las arenas de la mar. Fulgían en el cielo sus
estandartes, las puntas de las flechas despuntando sobre el carcaj y las
lanzas, los escudos y corazas que protegían el pecho de los esforzados
guerreros. Los rayos del sol se estrellaban contra el brillo cegador de sus
alfanjes, los cuales resultaban deslumbrantes en la ardentía. Avanzaban por
tierra o a lomos de briosos corceles y, desde el mar, en poderosas y fornidas
naves empujadas por el viento de levante que les era propicio. ¿Adónde se
dirigían, como en gigantesco y monumental éxodo, los hijos de la media luna,
envueltos en nubes de polvo y al trote de sus caballos; mientras los defensores
de la Cruz se disponían, por su parte, a abordar la bahía cercana a la ciudad
que dormía confiada? ¿Quién pagaba la traición y qué mano fue la que tomó la
bolsa? ¿Qué mentes urdieron
la estrategia y envenenaron el aire con sonidos de caracolas y olifantes
invitando al combate? Se arrodillaban los cristianos bajo la cruz alzada y
recibían la bendición de sus obispos, mientras estos administraban la comunión
a quienes se disponían a luchar por su fe en una cruzada contra el islam o a
morir en el campo de batalla. Entre los musulmanes se llamaba a la guerra
santa, pero en ambos casos era la codicia lo que alimentaba las mentes y hacía
cundir el ardor guerrero en los corazones enloquecidos de los hombres. Nada más
envidiado ni nada más ambicionado que la pacífica ciudad donde florecía el
comercio y las fuentes del saber discurrían convirtiendo en fértil el erial de
las mentes. Nada más ambicionado que la plácida existencia junto al mar azul
turquesa que alimenta la prosperidad del pequeño reino. Se dijeron: «Confabulémonos
contra los almerienses. Unamos nuestras fuerzas y caigamos sobre Almería al
resguardo de la oscuridad, pues las tinieblas
de la noche nos protegen. Arrasemos la ciudad y obtengamos el más fabuloso
botín que los siglos vieron. Sean nuestras las sedas de sus 10.000 telares, los
frutos de sus huertos y los peces de su bahía. Exterminemos a sus ancianos de
níveas barbas y a los fornidos varones que la hacen próspera. Sean esclavos
nuestros sus jóvenes y sus doncellas. Trabajen para nosotros y corra el vino en
nuestras copas. Sellemos nuestro pacto y caiga de una vez el reino que guarda a
la Ciudad de los Espejos, cuya luz es tanta que resulta molesta a nuestros ojos.
Caigamos sobre ella como cae el céfiro sobre los campos de oro donde crecen las
espigas curvadas bajo el sol o son movidas por el viento. Sean nuestros sus
tesoros, tal la fama que corre en boca de marineros y comerciantes. Caiga
Almería y bórrese de la memoria de las gentes la sonoridad de su nombre, pues
que ofende a los oídos de sus enemigos». Así discurrían quienes tramaban la
ruina de un reino donde la prosperidad de sus habitantes no tenía igual en el
al-Ándalus bajo el gobierno de Almotacín.
Omalquirán
creyó haber tenido una revelación a través de su sueño premonitorio e,
incorporándose sobre el lecho, se dispuso a correr, inquieta y azorada, hacia
el encuentro con su padre, señor de los creyentes, el protegido de Alá. Debía,
sin duda, poner en su conocimiento cuánto era el peligro que se cernía sobre el
reino, advertirle de la amenaza que se
disponía a caer sobre las cabezas de sus súbditos y de cuanto en su sueño le
había sido revelado para que él se dispusiese a tomar las medidas que alertasen
a los habitantes de la ciudad, ignorantes de un peligro cierto.
«Padre
y señor mío –le dijo–, escucha de mi boca cuanto me ha sido revelado por los
ángeles del sueño. Ve tú si has de considerarte advertido y juzga si has de
alertar a tus súbditos contra las amenazas de tus enemigos. Tú que eres pródigo
y no cejas de derramar la gracia de tus bendiciones sobre ellos, protegiendo
sus vidas y sus haciendas. Sabe, pues, que los traidores confirman su alianza
contra ti y quienes pactaron antes la paz contigo se disponen a dar el golpe
mortal a tu reino cayendo sobre él». Así hablaba Omalquirán y las palabras se
atropellaban en su boca como los niños ansiosos al salir de la escuela, tras
largas horas de disciplinado aprendizaje del Corán. «Entiende, señor, por qué
mi alma está angustiada y llena de oscuros presagios. Negras aves sobrevuelan
en círculo sobre La Alcazaba, tiñendo de luto el aire. Dime si he de temer por
mi ida, si hemos de temer por nuestras vidas, tú que eres nuestro adalid y
nuestro guía, la fuerza de tu brazo es nuestra fuerza y tu confianza es nuestra
confianza. Tal vez haya llegado el momento de marchar hacia Denia y ponerme
bajo la protección de mi amado Asamar, pues su brazo es firme y su valor sin
medida».
Abrazaba
el rey a su hija y la apretaba contra su corazón. Los latidos del uno y de la
otra se escuchaban al unísono. Su cabeza perfumada reposaba junto al pecho de
su padre y él acariciaba dulcemente sus cabellos, apretando los dientes para no
dejar discurrir las lágrimas por sus mejillas. Finalmente, Almotacín se armó de
valor y respondió a sus temores con estas inspiradas palabras: «Hija mía, la
vida de los hombres es frágil y efímera. También lo es la mía. Yo no he de
durar eternamente. Los hombres vamos y venimos, pero no permanecemos durante
mucho tiempo en el mismo lugar. Así los beduinos del desierto, montan
sus campamentos y los vuelven a levantar para continuar su marcha hacia ninguna
parte, sabedores de que su estancia ha de ser forzosamente breve. Alá dispuso
que nuestro paso por este mundo fuese transitorio y sólo él sabe cuánto han de
prolongarse los días de los hombres. Los reinos de este mundo son también
caducos y perecederos. Se suceden los monarcas, los imperios y las
civilizaciones sobre la faz de la tierra. A un tiempo, se erigen palacios que
producen la admiración y el asombro de los ojos; y a otro tiempo, son polvo calcinado
que va en el viento. Nada hay permanente, duradero o definitivo. Todo es
cambiante y mudable en cuanto nos rodea, y ello desconcierta, si no embarga de
nostalgia y melancolía al corazón humano. Medidos, contados están los días de
los hombres; pero has de entender, hija mía, que yo he de responder ante la
historia que juzgará mi proceder, mis aciertos y desaciertos como gobernante.
Nada hay comparable a saber que fui un rey amado por mis súbditos y que mi
memoria perdurará en sus corazones, aunque yo me haya ido. Ya ves que sus labios
bendicen mi nombre y con su gratitud me iré gozosamente el día en que algún
misericordioso se digne cerrar la cortina de mis ojos. No has de temer por mí,
pues tuve el privilegio de presencias acontecimientos a los cuales muy
raramente tienen la suerte de asistir los mortales. De mis aciertos y errores
respondo sólo ante Dios todopoderoso y ante mi propia conciencia, porque sé que
cuanto hice fue buscando el bien y la prosperidad de mis súbditos. Estoy
preparado para asumir el final y sólo me aflige alejarme de este mundo porque
sé que en él habré de dejar a quienes tanto amo.
José Antonio Sáez Fernández.
(Continuará).
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