domingo, 10 de julio de 2016

EL SUEÑO DE OMALQUIRÁN (II).





La nobleza e hidalguía del animal la había subyugado desde niña, tanto como los comentarios y el proceder con los caballos de quienes la rodeaban. En las cuadras de la fortaleza había alazanes tan hermosos como muchachos a quienes el viento ondeara las crines recién peinadas y brillantes, acicalados por los siervos a diario, en perfecto estado de revista, prestos para cabalgar, encaminarse a la caza o dirigirse a la batalla. Asamar aparecía ante ella semejando un corcel brioso de sin par belleza. Entonces cayó en la cuenta de que el caballo era un regalo de Alá para los mortales, pero un regalo compartido al que el mismo Alá no había renunciado. Quizás fuese como una encarnación de Dios o su manera de mostrarse a los hombres. Y estando sumida en estos pensamientos vino el sol a ponerse sobre la fortaleza, por lo que la estancia se fue quedando en sombras. En una especie de duermevela la sorprendió una de sus siervas, la cual vino a encender las mechas de aceite de lámparas y candiles para iluminar la habitación. Resultaba fascinante detenerse a mirar por unos instantes el fastuoso cielo sobre el que podía verse avanzar algunas nubes, las cuales dejaban pasar los rayos de un sol agonizante. La luz se derramaba por él como la sangre en los antiguos sacrificios a dioses desconocidos. «No hay más Dios que Alá» –se dijo– y en seguida escuchó la voz de la esclava que la invitaba a prepararse para la cena, tras la cual se reunirían los poetas de la corte de su padre y señor Almotacín, protector de exiliados y expatriados, de los perseguidos por causa de intrigas palaciegas o de los caídos en desgracia ante su señor, víctimas de insidias y envidias sinfín. La traición se había enseñoreado de los pequeños reinos musulmanes de al-Ándalus. Así la condición de los hombres. De todos los lugares llegaban hasta el reino de Almería, emporio comercial y asilo de expatriados, navegantes que venían a comerciar y a recalar en su bahía. Poetas, sabios, filósofos y teólogos que daban brillantez única a la corte del protector de los creyentes, los hijos de la media luna, hechos a la sensualidad de fuentes y jardines, de huertos y de frutos, de casas con soleadas terrazas y paredes enjalbegadas. Una vez realizadas las abluciones y dirigidas sus oraciones hacia el Misericordioso, recordó en ellas al joven Asamar y repitió en su memoria los versos que aquel día había compuesto para él, casi a hurtadillas, evitando miradas indiscretas:

¿Quién extraña el amor que me domina?
Él solo me mantiene,
rayo de luna que a la tierra viene
y con su amor mis noches ilumina.
Él es todo mi bien, toda mi gloria;
cuando de mí se aleja,
ansioso el corazón, nunca le deja
y le guarda presente la memoria.

De natural romántico y soñador, pero sagaz e inteligente como pocas, la princesa Omalquirán fue educada con los más egregios maestros del reino. De sus labios aprendió los secretos de zéjeles y moaxajas, estrofas de doble rima creadas por el poeta ciego de Cabra, Muccadam Ben Muafa, y popularizadas por Abén Guzmán en su Cancionero. En ellas se adiestró y perfiló su instrucción, como correspondía a la hija del señor de la Ciudad de los Espejos. En ellas formó su ingenio y dio muestras de su agudeza intelectual en la corte donde destellaban las mentes más brillantes de entre las ciudades de al-Ándalus, cuyo esplendor fulgurante el sol no oculte nunca.

                                                                                  ***

Hoy llegan hasta mí noticias del dueño de mi corazón y de mis pensamientos. Asamar. Repito su nombre una y cien veces al cabo del día, junto al de Alá y al de mi noble padre, el rey Almotacín, a quien el mismo Alá guíe y proteja de sus enemigos. Intuyo su presencia a mi alrededor y en ocasiones puedo notar el roce de su mano en la mía. Su ausencia me obsesiona a todas horas y en ocasiones me acucia la angustia pensando en que pudiera resultar herido de muerte en una escaramuza fronteriza con guerreros infieles. De su lealtad al servicio de su rey, de su nobleza, de su alto sentido del honor, de su valentía y del vigor de su brazo empuñando la espada contra sus enemigos son testigos cuantos le siguen en el combate. Nadie como él maneja el alfanje contra los hijos de la Cruz ni hay nadie más aguerrido entre los hijos de la media luna. Apenas tuve ocasión de avistarlo en algunas recepciones de la corte y de fijarme en él, pero ya conozco sobradamente cuanto necesitaba saber de su persona. Es tal su apostura y elegancia que otras doncellas de la corte sonríen maliciosamente al escuchar su nombre y más de una deja escapar un suspiro a su paso. Pero yo sé que él me corresponde y un día no lejano habré de hablar con mi padre sobre los desvelos de mi corazón enamorado. Rumores corren ya por la corte, pues imposible resulta a quien ama ocultar dónde reside el anhelo más íntimo de su alma. La enamorada palidece y tiembla ante el enamorado, perturba su semblante con sólo escuchar su nombre en boca de los extraños, se retira a lugares recónditos y aislados, pues no ansía otra compañía que la de la persona amada. Apenas prueba alimento alguno, pues su sustento es el hálito del amado y de día en día, privada de su presencia física, empieza a preocupar a cuantos la rodean y hasta da en enfermar:


Sí. Se extrañan justamente
del ímpetu de mi amor;
pero es que mi hermoso amado
para mí es igual al sol,
sol que por morar conmigo
dejase aquella región.
Él es mi bien: si él se fuera,
mi alma huyera de él en pos.

Examinada por los galenos de mi padre, oí decir un día que mi enfermedad no era del cuerpo, sino del alma; y que las enfermedades del alma acaso sean más difíciles de sanar que las del cuerpo. Comienza ya a correr entre los súbditos el rumor de que la princesa Omalquirán, tan pálida y demacrada, tan delgada y exánime, está enferma de amor. Y en ocasiones siento que me falta el aire, me sofoco y languidezco, me sobreviene el desvanecimiento y acuden solícitas mis siervas a aliviarme con el agua más fresca de los aljibes y las cisternas de la fortaleza, secan el sudor de mi frente con delicados pañuelos humedecidos, dan color a mis mejillas y me tienden sobre el lecho de sábanas de seda y claros cortinajes que me protegen del calor sofocante del verano y del frío en el invierno. Todos intuyen mi mal, que no es otro que la ausencia de mi muy amado Asamar. 



Él es el aire que necesito para respirar y no ahogarme en los despiadados calores del estío; él, la brisa del mar que llega a mi ventana cuando oscurece; él, el canto de los pájaros que dan abrigo a la melancolía; él, la música de los acordados instrumentos y el cantarcillo del agua en la alberca; él, el delicado perfume del jazmín, la vistosidad y el colorido de los geranios y él, también, mi medicina. Resulta un secreto a voces que la Perla de La Alcazaba suspira por un apuesto joven de la corte del señor de Denia, quien forma parte de su guardia personal. Iré hasta mi madre y le rogaré que interceda ante el rey mi padre para que pueda él mediar ante el señor de Denia. Si como sé, Asamar es de sangre noble y yo le amo y él me corresponde, ¿por qué imperiosa causa habrían de impedir tan pródigos gobernantes que cumpliésemos nuestro más firme deseo? Sabios y juiciosos doctores del reino me han recomendado que, para recuperar la salud, pasee a diario por los patios y jardines de la fortaleza, puesto que no me es posible abandonarla o salir de ella. Me dicen que el aire aquí es saludable y que me vendrá bien la brisa que llega del mar, aspirar el suave olor de las flores en la primavera, escuchar el canto de las alondras y contemplar el vuelo de las palomas de vistoso plumaje girando alrededor de las murallas. A las aves confío mi íntimo desasosiego y quisiera que ellas llevaran hasta quien yo sé, allá en la luciente Denia, el latido de mi corazón enamorado. Sin estar prisionera, prisionera me hallo entre estas altas murallas que me cobijan y protegen de cualquier amenaza. Id, volad y apresuraos, palomas mensajeras, emprended el camino del este hasta mi amado y decidle que la bella Omalquirán languidece por el lastimero dolor que le causa su ausencia. Y volved luego a mí, traed a mis ojos las palabras escritas por su mano, el temblor de sus dedos y el vigor de su abrazo. Que Alá lo proteja de insidias y de envidias. Que goce para siempre del favor de su señor. Y pues no vivo sin él, decidle que anhelo su presencia y el acento de su voz poderosa. Que venga a mí porque adolezco y me duelo, tan largos y hueros son mis días.

                                                                      José Antonio Sáez Fernández.

(Continuará).

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