lunes, 17 de noviembre de 2014

NUEVOS GOZOS DE NUESTRA SEÑORA DEL SALIENTE (I).


   Va el águila sobrevolando los pinares de las elevadas cumbres allá en la sierra, en busca de la liebre veloz o la alimaña. Extendidas sus alas en el aire, se deja llevar por las corrientes en que planea y vuelve a ascender para posarse luego en las ramas más altas del pinar umbrío. Nadie con mayor majestad remontándose en el azul más claro. Nadie con tan alta galanura y prestancia. Reina de la ascensión en Las Estancias, vigor que baja desde el cielo hasta el suelo: ésa eres tú, vigía del puerto escondido, centinela del paso abrigado entre montes soberbios por donde discurre oculta, fértil y fecunda el agua de las cumbres, descendiendo hacia el valle que verdea y es alivio para los ojos que anhelan la visión de tu rostro y las almas que la codician en su seno. ¡Déjanos ver tu rostro! Asómate a la vista de nuestros ojos arrasados de lágrimas. Muéstranos la cara que embozas tras el manto, oh prisma de diamante…

   Va la calandria surcando el aire, y va la alondra, y van con ellas los gorriones humildes al amanecer vistiendo con su ajetreo de trinos los alrededores de la ermita que yace en el sopor de los silencios. Quiebran ellos la quietud y visten la mañana fría de alegres tonos encendidos, tan dulces para el oído de la Señora que sonríe y los bendice como a sencillas criaturas que cortejan el cristal del aire. Ella los deja ir, pues la celebran, y se pierden de nuevo en el espacio azul que se hace sumamente diáfano en su transparencia.

   Van las almas de los desamparados a encontrarse con ella, y van los cuerpos de los tullidos, y las lágrimas de los huérfanos, pues Madre de los Desamparados es, la más recogida y chiquita, filigrana de perfección esculpida por celeste tallista, un arcángel sin duda de manos adiestradas que fabricaron la maravilla en la mujer revestida de sol que es en cinta. Suben o ascienden las almas hasta ella, necesitadas de consuelo o agobiadas por el peso de la cruz diaria. Suben los marginados, suben los de manos ajadas y sudores cumplidos, suben los descalzos y los de pies sucios, los de ropas gastadas, los de gargantas resecas por el polvo del camino que serpea y asciende hasta la ermita. Suben para encontrarse cara a cara con Ella, que no es criatura de este mundo sino criatura celeste. Vedla allí en su camarín, con el manto inflado por el viento que empuja, los ángeles flanqueando los lados, horrendo el diablo a sus pies, vencido… Madera de sabina usó el escultor para esculpir su talla, de ello hace tres siglos. Y allí permanece en la quietud orante para quedarse con nosotros en este valle de lágrimas: el de los afligidos hijos de Eva.



   
   Vienen. Van llegando. Ya llegan. Se sacuden el polvo del camino y se escuchan suspiros por el logro alcanzado, la cima conseguida del Roel mayestático, balcón que da hacia el valle que serpea en lo hondo. Es el valle un vals o una sinfonía de cadencias a vista de los pájaros que vienen a posarse en los almendros, en los feraces huertecillos de frutales y olivos, así como en el número reducido de las encinas que un día hubieron de poblar la sierra. Alguien bailaba un vals cuando diseñó este valle del Saliente, si austero en su humildad, recoleto y alegre en su pobreza. Pareciera una boca que sonríe con la sonrisa de los bienaventurados, nunca estridente, sobria o apenas esbozada.


                                                                              José Antonio Sáez Fernández.

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