Bienaventurado aquel que, pudiendo mitigar
el dolor de sus semejantes,
descendió de su púlpito y, arrodillado en
tierra, limpió con esmero
las heridas que en el alma dejara el
desamor del mundo,
estrechó las manos de quienes le negaran el
saludo
y besó los pies sangrantes de sus enemigos suplicando clemencia,
aquellos que el polvo del camino había
oscurecido hasta la repugnancia.
Feliz quien en su seno no albergó rencor
alguno e hizo del perdón
generoso su convicción más firme, quien
supo mirar con bondad
la desgracia y derramar sus lágrimas,
movido por la compasión
ante el dolor ajeno. Feliz, sí, feliz quien
que se conmueve y ofrece
su brazo al caído y lo levanta, y al
cansado da aliento,
consuela al moribundo y ofrece esperanza al
desahuciado.
Bendito el que se estremece ante el
infortunio
y estrecha con su abrazo el cuerpo de los
olvidados, que viven
su soledad como la más insoportable
angustia; los que perdieron todo,
hasta quien más quisieron, y en el
naufragio de sus horas
miran pasar la vida como si ésta no fuese
con ellos.
A los desheredados del mundo, a los
que no pueden
con la insufrible carga de vivir la
crueldad o la indiferencia de los otros
y se arrastran por las calles y los parques
de las urbes pobladas
como reptiles hambreando la solidaridad de
los viandantes,
mientras estos efectúan sus compras movidos
por mercantil reclamo:
con ellos ha de estar el corazón del poeta
mientras le quede aliento
y aunque quizás, tantas veces, ellos nunca
lo sepan.
José Antonio Sáez.
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